El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ soy mujer, y me tenéis obligada al silencio, puedo en silencio mataros; tengo una valiente espada que me sirve.

      – ¿Pero no se os ocurre que vuestro vencedor pudo quitaros las cartas?

      – La reina no sabe que por guardarlas mejor llevo siempre las cartas conmigo.

      – ¿Y no se sabe quién es ese hombre que ha defendido á la reina?

      – No lo sé aún, pero lo sabré; le he hecho seguir por un hombre que no le perderá de vista.

      – Pues bien; lo que más urge ahora es desenredar este misterio de la reina, ver claro: saber cómo, por dónde puedan entrar personas extrañas en la cámara de la reina, y cómo la misma reina puede salir sin ser vista de nadie. Hay ciertos pasadizos en el alcázar que han estado á punto de causarnos graves disgustos. Haced que las gentes que están al lado del rey, cuenten sus pasos, oigan sus palabras…

      – Tal las oyen, que aconsejo á vuecencia haga dar una mitra al confesor del rey.

      – ¡Cómo!

      – Fray Luis de Aliaga ha pasado toda la tarde al lado de su majestad, mientras vuecencia reconciliaba á sus enemigos y se creía por su reconciliación libre de cuidados.

      El duque quedó profundamente pensativo.

      – ¡El confesor del rey! ¡La reina apela al hierro! ¡Oh! ¡oh! la lucha es encarnizada… y bien, será preciso obrar de una manera decidida…

      – No digáis es necesario obrar… decidme obrad, y obro. Estas cartas son ya insuficientes… vuecencia no puede pedirme que me pierda al perder á la reina… la reina lo arrostra todo… imitémosla.

      – Procurad saber quién es ese hombre de que la reina se ha valido; averiguado que sea, hacedle prender, y esto al momento. Después, id á avisarme al alcázar.

      Don Rodrigo conoció que la orden era perentoria, y fué á salir.

      – No, por ahí no; tomad mi linterna; vais á salir por el postigo; de paso mirad si hay algún muerto en la calle, ó al menos señales de sangre.

      – ¡Ah!

      – Sí, antes que viniérais sonaron cuchilladas en la callejuela.

      – ¡Ah! ¡ah! – dijo para sí Calderón bajando las escaleras detrás del duque – . ¡Cuchilladas junto al postigo de su excelencia, y su excelencia interesado en saber el fin de estas cuchilladas! ¡ah! ¿qué será esto? ¡Creo que este hombre, cuando me guarda secretos, desconfía de mí! Pues bien, obraré como me conviene, señor duque; y ya es tiempo; no quiero sumergirme con vos.

      Cuando llegaba á este punto de su pensamiento, Lerma abría el postigo y se cubría con él para no ser visto por un acaso desde la calle.

      Calderón salió.

      Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaron en la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas, y poco después, unas segundas cuchilladas más abajo, unieron su estridor al de las primeras.

      El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posible las escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saber qué había sido aquello.

      CAPÍTULO X

      DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO ENCONTRÓ EN UNA NUEVA AVENTURA EL HILO DE UN ENREDO ENDIABLADO

      Cuando Quevedo salió de la casa del duque de Lerma por el postigo, apenas había puesto los pies en la calle, se le vino encima Juan Montiño, que, como sabemos, estaba esperando en un soportal á que saliese por aquel postigo don Rodrigo Calderón.

      Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada en mano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño, exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba un punto:

      – Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano.

      Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, con otras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vió prieto para pararlas.

      Y no sabemos lo que hubiera sucedido, si Juan Montiño no hubiera conocido en la voz á su amigo.

      – ¡Por mi ánima – dijo haciéndose un paso atrás y bajando la espada – , que aunque muchas veces hemos jugado los hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!

      – ¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que no nos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciado nuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y reveses á la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bien para la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé deciros que de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua. ¿Pero qué hacéis aquí?

      – Espero.

      – Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?

      – A un hombre.

      – Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así…

      – Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozco vuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pido que me ayudéis.

      – Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí la empresa y el encargo. ¿Pero de qué se trata?

      – ¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?

      – Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco. Es mucho hombre.

      – Pues á ese hombre espero.

      – Para…

      Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada á fondo.

      – Cabalmente.

      – Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.

      – ¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo para poneros en defensa?

      – Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéis satisfecho con haber desarmado hace dos horas á don Rodrigo Calderón, sino que pretendéis matarle?

      – ¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre con quien reñí cuando?..

      – Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muy hermosa y muy noble que había salido del alcázar.

      – ¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?

      – Puede ser.

      – ¿Y es hermosa?

      – Puede que lo sea.

      – ¿Y sabéis su nombre?

      – Puede llamarse… se puede llamar con el nombre que mejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombre de una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.

      – ¿Pero no СКАЧАТЬ