El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel страница 43

СКАЧАТЬ que Juan Montiño, yendo y viniendo en su imaginación con todo lo que le acontecía, con todo lo que sentía y con la noble, dulce y resplandeciente hermosura de la incógnita, acabase de volverse loco.

      Al fin la dama apareció de nuevo.

      Traía una carta en la mano, y en el semblante la expresión de una satisfacción vivísima.

      – Su majestad – dijo – os agradece, no como reina, sino como dama, lo que habéis hecho en su servicio; su majestad quiere premiaros.

      – ¡Ah, señora! ¿no es bastante premio para mí la satisfacción de haber servido á su majestad?

      – No, no basta. Sois pobre, no necesitáis decirlo…

      – Sí, pero…

      – Dejémonos de altiveces… recuerdo que me dijísteis que érais ó habíais sido estudiante en teología… pero que os agradaba más el coleto que el roquete.

      – ¡Ah! sí, señora, es verdad; soy bachiller en letras humanas, y licenciado en sagrada teología y leyes.

      – Y bien, ¿queréis ser canónigo? – dijo la dama mirando á Juan Montiño de una manera singular.

      – Si soy canónigo no puedo alentar la esperanza de que por un milagro seáis mía.

      – Dejemos, dejemos ese asunto… ya que no queréis ser canónigo… ¿os convendría ser alcalde?

      – ¡Oh! tampoco; soldado de la guardia española al servicio inmediato de su majestad; así os veré cuando haga las centinelas; os veré pasar alguna vez á mi lado.

      – Y veréis pasar otras muchas hermosas damas.

      – Para mí no hay más que una mujer en el mundo.

      – Contadme por vuestra amiga, por vuestra hermana – dijo la joven tendiéndole la mano – ; otra cosa es imposible. Pero abreviemos, que ya es tarde. Tomad esta carta y llevadla á quien dice en la nema.

      – «Al confesor del rey, fray Luis de Aliaga. – De palacio. – En propia mano» – leyó el joven.

      – ¿Y en qué convento mora el confesor de su majestad?

      – En el de Nuestra Señora de Atocha… extramuros… ¡ah! y no me acordaba… esperad, esperad un momento.

      Y la dama salió y volvió al poco espacio con otro papel.

      – Tomad: es una orden para que os abran el portillo de la Campanilla, que da al convento de Atocha; bajad á la guardia, buscad al capitán Vadillo y mostradle esta orden; él os acompañará y hará que os abran el postigo, y seguirá acompañándoos hasta Atocha; una vez en el convento, preguntad por el confesor del rey y mostrad el pliego que os he dado; seréis introducido. Ahora bien; como en vez de ser canónigo ó alcalde, queréis ser soldado, decid al padre Aliaga que deseáis ser capitán de la guardia española del rey.

      – ¡Capitán á mi edad, cuando mi padre pasó toda su vida sirviendo al rey para serlo!

      – ¡Ah! ¡vuestro padre no ha sido más que capitán! – dijo con un acento singular la dama, fijando una mirada insistente en Montiño – . Yo creía que fuese más. Pero no importa; si vuestro padre tardó en ser capitán, en cambio vuestro padre no hizo, de seguro, al rey un servicio tal como el que vos le habéis hecho esta noche, porque sirviendo á la reina habéis servido al rey y á España. Decid, pues, á fray Luis de Aliaga que deseáis ser capitán de la guardia española del rey.

      – Pero… yo no pedía tanto.

      – Se os manda… se necesita que seáis capitán – dijo severamente la dama.

      – ¡Ah! ¡de ese modo!

      – Id, pues.

      – Una palabra.

      – ¡Qué!

      – ¿Sois dama de la reina?

      – No, soy su menina.

      – ¡Ah! su menina… y vuestro nombre, vuestro adorado nombre.

      – Doña Clara Soldevilla, hija de Ignacio Soldevilla, coronel de los ejércitos del rey – contestó la dama.

      – ¡Ah! no en vano os llamáis Sol…

      – Pero concluyamos, caballero. Vos tenéis que ir á Atocha. Yo me he detenido ya demasiado.

      – Adiós, pues – dijo Juan Montiño, tomando una mano á doña Clara y besándola.

      Y se dirigió á la salida.

      – Esperad, están cerradas las puertas – dijo doña Clara, tomando una bujía y precediéndole.

      Abrió en silencio dos puertas, y al abrir la exterior, Juan se volvió y quiso hablar, como si le costase un violento sacrificio separarse de doña Clara.

      – Es tarde… adiós, señor capitán, adiós. Hasta otro día – dijo doña Clara, y cerró la puerta.

      – ¡Hasta otro día! – exclamó el joven – . Noche será para mí y noche obscura el tiempo que tarde en volveros á ver, doña Clara. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! no sé si alegrarme ó entristecerme con lo que me sucede.

      Y Juan Montiño tiró la galería adelante, bajó unas escaleras y se encontró en el patio, y poco después, dirigido por un centinela, en el cuerpo de guardia, donde, habiendo hecho llamar al capitán Vadillo, le mostró la orden.

      – Aquí me mandan que os acompañe al monasterio de Atocha – dijo el capitán, que era un soldado viejo – . En buen hora; dejadme tomar la capa y vamos allá, amigo.

      Poco después, el joven y el capitán cruzaban las obscurísimas calles de Madrid.

      CAPÍTULO XII

      LO QUE HABLARON LA REINA Y SU MENINA FAVORITA

      Doña Clara entró en una pequeña recámara magníficamente amueblada. En ella, una dama joven y hermosa, como de veintisiete años, examinaba con ansiedad, pero con una ansiedad alegre, unas cartas.

      Aquella dama era la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III.

      – ¡Oh, valiente y noble joven! – dijo la reina – : Dios nos lo ha enviado. Clara, sin él, ¿qué hubiera sido de mí?

      – Dios, señora, jamás abandona á los que obran la virtud, creen en él y le adoran.

      – ¡Oh, mandaré hacer en cuanto tenga dinero para ello, una fiesta solemne á Nuestra Señora de Atocha y la regalaré un manto de oro! ¡Oh, bendita madre mía, si yo no tuviera estas cartas en mi poder!

      Y los hermosos ojos de la reina se llenaron de lágrimas.

      – Por estas cartas hubiera yo dado mi vida – añadió – . Y dime, Clara, al saber que yo ansiaba tanto tener esas cartas, ¿no has sospechado de mí?

      – He sospechado – dijo Clara sonriendo y fijando una СКАЧАТЬ