La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel страница 6

СКАЧАТЬ sol de las hermosas;

      la rosa del Eden;

      la vírgen de tus sueños;

      tu sueño de ventura,

      espera á su adorado

      cuando á la noche oscura,

      los trémulos luceros

      fulgor y sombra dén.

      Si buscas de sus ojos

      la fúlgida mirada;

      si de su aliento quieres

      la esencia respirar;

      si es vida de tu vida;

      si es llama consagrada,

      alma del alma tuya,

      que para tí guardada

      Dios tiene en sus misterios

      sobre escondido altar;

      si quieres encontrarla;

      si anhelas sus amores,

      ven, príncipe, la noche

      te brinda con su amor:

      las márgenes del Darro

      la guardan entre flores,

      y en el silencio arrulla

      su sueño de dolores,

      trinando en los cipreses,

      el triste ruiseñor.

      Detúvose el príncipe, reclinó la cabeza entre sus manos, y exhaló un ardiente suspiro.

      – ¿Era de ella? preguntó la dama.

      – No lo sé, contestó el príncipe levantando la cabeza: solo sé que tanto leí los versos, que los aprendí de memoria, y luego… ella me llamaba: llamé al alcaide de mi palacio y le dije que durante siete dias no permitiese entrar á nadie en mi cámara. – Luego mandé que me ensillasen un caballo, y salí aquella misma noche de Alhama por un postigo de la alcazaba.

      La gacela me decia que la doncella blanca moraba entre flores en los cármenes del Darro; aguijé, pues, mi caballo hácia Granada, á la que llegué antes del amanecer, rodeé por el cerro de Al-Bahul, trepé á la falda del cerro del Sol, bajé á la cumbre de la Colina Roja y me oculté con mi caballo en las ruinas del templo romano. Vino el dia; yo veia á lo lejos su luz por entre las grietas de las ruinas: un dia largo como una eternidad, en que la impaciencia me hizo olvidarme de mí mismo hasta el punto de no tocar á las provisiones que llevaba conmigo. Al fin se estinguió la luz y la reemplazó otra mas pálida: salí de las ruinas: era de noche: la luna iluminaba los montes: me arrastré por entre la maleza, para evitar que me viesen los soldados de la atalaya, y ganando la vertiente de la Colina, bajé al lecho del Darro, contra cuya corriente subí: anduve largo espacio: yo miraba á los cármenes; pero no veia cipreses; no escuchaba el trino del ruiseñor, sino á lo lejos y perdido en el silencio de la noche: al fin ví delante de mi un remanso en que brillaba la luz de la luna; al otro lado del remanso y mas allá de un jardin una casita blanca, y tras de ella un bosque de cipreses entre los cuales cantaba un ruiseñor.

      Allí debia morar la doncella blanca: la hermosura del sitio era digna de su hermosura; su encanto digno de su encanto; su melancólico reposo compañero de su tristeza.

      Esperé contemplando la casa y el jardin: esperé con el corazon ansioso, pero llegó el alba y nada ví; nada mas que la luna que desapareció: nada oí, nada mas que al ruiseñor que cantaba y que calló cuando los gallos anunciaron la mañana.

      Me volví á las ruinas del templo mas triste y mas enfermo que nunca.

      Pasé otro dia mas largo, mas terrible, y volví al remanso del rio; pasé delante de él, y como la noche anterior no ví mas que la luna brillando en las aguas, no oí mas que al ruiseñor cantando entre los cipreses.

      Al fin, esta noche cuando ya desesperado llamé á la doncella blanca, un buho revoló alrededor de mi cabeza, me aterré, pretendí matarle, el buho se lanzó en la casita blanca, y mi flecha como te he dicho entró tras él.

      Luego esta misma flecha cayó á mis pies trayendo entre sus plumas esta gacela que me envia á tí.

      Y el príncipe sacó de entre su faja el pergamino, y le mostró á la dama.

      – ¿Y á pesar de que el buho anunciador de desdichas á tu familia ha revolado alrededor de tu cabeza, quieres ver á Bekralbayda?

      – ¡Oh! ¿aunque me costase la salvacion de mi alma? esclamó el jóven juntando los manos.

      – ¡Tú la amas!

      – Como el arroyo al rio, como el rio al mar, como las flores á los céfiros, como el dia al sol.

      – Príncipe, dijo solemnemente la dama: pues lo quieres, ven.

      Y tomó la lámpara que habia dejado en el nicho, y salió de la cámara guiando al jóven.

      IV

      BEKRALBAYDA

      Despues de haber atravesado algunas pequeñas habitaciones en las cuales el príncipe no reparó por efecto de su preocupacion, de haber subido una estrecha escalera y de haber salido por una pequeña casita á un jardin, la dama hizo pasar al príncipe al otro lado del rio por un estrecho puente formado con troncos de árboles.

      La dama habia dejado su lámpara en la pequeña casa por donde habian salido á la parte alta de la cortadura en cuyo fondo corria el Darro.

      Solo les alumbraba la fantástica luz de la luna.

      Vista á su rayo la dama con su larga túnica flotante, con sus negros cabellos sueltos, que agitaban las brisas de la noche, tenia algo de sobrenatural, de estraordinario.

      Cuando hubieron atravesado el puente rústico, se encontraron en un jardin frondosísimo; las copas de los árboles se unian hasta el punto de no dejar paso á los rayos de la luna; la estrecha calle por donde marchaban estaba cubierta de cesped, y á uno de sus costados corria un arroyo que dejaba oir su melancólico y monótono murmurio; el ruiseñor continuaba cantando.

      Las parras y las enredaderas, y la madreselva y la yedra, y los jazmines silvestres, cruzándose de árbol en árbol, formaban una magnífica bóveda natural bajo la que solo podian comprenderse el reposo y el amor.

      La dama y el príncipe adelantaban bajo aquella enramada en medio de una luz opaca y lánguida: la tortuosa senda se hizo al fin recta y ancha: se encontraban á la entrada de una verde sala, ancha, elevada, tapizada de flores y revestida de un oscuro follage en cuyos mil aromas se impregnaba el viento.

      Al entrar en aquella galería el príncipe se detuvo y dió un paso atrás: su corazon latió violentamente y lanzó una esclamacion ardiente, inarticulada.

      Al fondo de aquella galería habia visto una sombra blanca iluminada enteramente por la luna que penetraba por un claro de la espesura.

      – ¿Qué sombra es aquella? dijo alentando apenas el príncipe á la dama.

      – Es Bekralbayda que te espera, contestó la dama.

      – ¡Bekralbayda! ¡ella! ¡esperándome en medio de la noche y del silencio en este lugar de delicias! esclamó el jóven que se sentia morir.

      Cuando el príncipe se volvió á buscar á su hermosa guia, esta habia desaparecido.

      Estaba solo.

      Delante СКАЧАТЬ