Название: La alhambra; leyendas árabes
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Историческая литература
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Y Leila-Radhyah se abrió con una mano trémula de impaciencia la túnica interior y mostró al rey las señales de tres anchas puñaladas.
– ¡Oh! ¡qué horror!.. y… ¿quién fué? preguntó con acento cobarde el rey…
– ¡Ella, ella, la hechicera, la maldita!.. contestó Leila-Radhyah.
– ¡Wadah! murmuró el rey.
– ¡Sí, sí, Wadah, esa terrible hechicera sedienta de sangre! ¿Y sabes tú para qué me he puesto yo estas ropas, estas joyas, esta diadema?..
– ¡Oh! ¡no!
– Para impedir un nuevo crímen.
– ¡Un nuevo crímen!
– Sí: para impedir que se lleve á cabo una venganza horrorosa: para impedir que Wadah asesine á Bekralbayda.
El rey se alzó pálido, terrible.
– ¡Qué, Wadah pretende asesinar á Bekralbayda! esclamó.
– ¡Ah! ¡tú amas á esa doncella! esclamó Leila-Radhyah.
– ¡Bekralbayda ha sido amante de mi hijo! esclamó el rey.
– ¡Ah! esclamó Leila-Radhyah.
– ¡Pero ese asesinato! esclamó el rey que estaba desencajado, ¡el pronóstico del buho maldito!
– ¿De qué buho hablas?
– De uno que me persigue, que salió de la cueva por donde llegué hasta tí rozando mi rostro con sus alas.
– Era Abu-al-Abu, á quien yo solté para que volase, como todas las noches, fuera del subterráneo.
– Ese buho me predice una desgracia horrible.
– Pero esa desgracia no será la muerte de Bekralbayda, yo te lo juro; te lo juro por el Dios Altísimo y Unico.
– ¿Pero esta horrible traicion?..
– ¿Cómo has venido á mi asilo, al asilo donde he estado oculta desde que eres rey de Granada? ¿te lo ha revelado á caso el alcaide de los eunucos?
– No, no, Dios es el que me ha traido junto á ti: pero el tiempo vuela…
– Empieza ahora la noche, y hasta que medie, Wadah no irá al alcázar que has construido para Bekralbayda. Pero es necesario que me lleves á él; que me ocultes; que te apoderes del alcaide de los eunucos para que no pueda revelar nada.
– ¿Y quién introducirá á Wadah en el Mirador de la sultana?
– Yshac-el-Rumi.
– ¡Yshac-el-Rumi!..
– Sí, sí, pero vamos, rey mio, vamos y tú mismo sabrás, tú mismo verás lo horrible del ódio de Wadah: tú sabrás en lo que consiste su locura: tú sabrás que tu Leila-Radhyah, tu sultana, es digna de tí. Ven.
– Sí, sí, vamos, dijo el rey.
Leila-Radhyah se envolvió en su albornoz, se asió al brazo del rey, y ambos, siguiendo la ladera de la montaña, se encaminaron á la Colina Roja.
III
DE CÓMO LA SULTANA WADAH CREYÓ EN LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS
Arrojaba la luna su blanca luz sobre la Colina Roja.
Solo se veian los paredones en construccion, los andamios, el Mirador de la sultana, que se levantaba silencioso al norte, y los guardas que vagaban entre las obras, cantando para no dormirse.
En el vestíbulo del Mirador de la sultana, apoyado en una columna, se veia un moro envuelto en un alquicel blanco.
Aquel hombre esperaba sin duda, porque miraba de tiempo en tiempo con impaciencia á la desembocadura de un callejon formado por dos trozos de muralla en construccion.
Al cabo aquella sombra blanca se afirmó sobre los piés, y salió al encuentro de dos sombras que desembocaban por el callejon.
Era la una una muger; la otra un hombre.
Al salir el que esperaba al encuentro de los dos que venian, retrocedió.
– Tú no eres el alcaide, dijo al hombre.
– Yo soy el rey, dijo Al-Hhamar con voz tonante.
– ¡El rey! esclamó el que les habia salido al encuentro.
– Y se inclinó profundamente.
– Levántate y llévame á donde llevarias á esta dama si la hubiera traido el alcaide.
– ¡Señor! murmuró aterrado el moro.
– Levántate y guia, añadió con acento de amenaza el rey.
El moro se levantó, se encaminó al vestíbulo, torció á la derecha, abrió un pequeño postigo y entró por él.
– Esto está oscuro, dijo el rey.
– Así me han mandado tenerlo, señor.
– Busca una luz…
El moro obedeció, y volvió con una lámpara de los guardas.
Subieron por unas escaleras, atravesaron una galería y entraron en un precioso retrete.
– Cierra esa puerta, dijo el rey al moro.
El moro cerró.
– Descúbrete, le dijo el rey Nazar.
El moro echó atrás la capucha de su albornoz con la que hasta entonces habia tenido cubierta la cabeza.
– ¡Ah! ¡eres mi walí Aliathar! ¡mi bravo africano! ¡el walí de la guarda de este alcázar en quien yo depositaba mi entera confianza! ¡y te has atrevido á hacerme traicion!
El walí cayó de rodillas.
– No quiero saber el precio en que me has vendido: solo quiero que obres como si no me hubieras encontrado, y te perdono.
– ¡Ah, poderoso señor!
– Que nadie sepa que yo estoy aquí.
– ¡Ah, señor!
– Cumple fielmente con lo que te han encargado aquellos á quien te has vendido.
– Solo tengo que esperar á la media noche á que se presenten un hombre y una muger para introducirlos aquí.
– Pues bien, introdúcelos, y cuando estén dentro, no los dejes salir.
– Así lo haré, señor.
– ¿No está contigo en la guardia el walí Abd-el-Melek?
– Si СКАЧАТЬ