La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ como la que puede verse un momento á través de una puerta que se cierra.

      – ¡Oh! esclamó el rey, aquí moran séres humanos. He visto cerrarse allá abajo una puerta, y he creido escuchar despues los pasos de la persona que ha cerrado esa puerta que se alejaban. ¡Oh, señor, fuerte y misericordioso! ¡ampárame!

      Y el rey Nazar palpó, encontró la entrada de una estrecha comunicacion subterránea, y al poner el pié en ella, notó que el piso era pendiente y resvaladizo.

      El rey Nazar se asió á las escabrosidades naturales de uno de los costados de aquel pasage tenebroso, y descendió ayudando con las manos, que se asian fuertemente á la roca, á los pies que resvalaban sobre la pendiente.

      Al fin, despues de haber descendido algun espacio, tropezó con la roca áspera y cortada que le cerraba el paso.

      El rey Nazar palpó: la escavacion ó el seno terminaba allí: no tenia continuacion.

      – Aquí debe haber una puerta oculta, dijo el rey; yo he visto cerrarse esa puerta. Pues bien, suceda lo que quiera, no he de retroceder.

      Y desnudando su puñal dió un fuerte golpe con su pomo sobre una piedra saliente que estaba incrustada en la roca.

      Pero en vez de sonar como piedra al toque del rey Nazar, respondió un sonido vibrante, metálico como el de una campana.

      – ¡Oh poderoso señor! esclamó el rey, ó aquí hay encantamento, ó he dado por acaso en un lugar que sirve para llamar á los que conocen el secreto: encantamento ó realidad preparémonos.

      Y el rey se desprendió rápidamente parte de la toca blanca que ceñía su cabeza, y la cruzó sobre su rostro, no dejando mas que un estrecho resquicio para su ojo derecho.

      Acababa el rey de encubrirse, cuando resonaron leves y casi perdidos al otro lado de la roca, pasos de muger: oyóse luego un rechinamiento áspero, como el del hierro sobre la piedra, brilló entre la oscuridad una línea de luz, y se abrió una puerta.

      Delante del rey Nazar, con sus flotantes cabellos negros, sus ojos, su mirada profunda y melancólica, y su ancha y suelta túnica de lana, estaba la Dama blanca con una lámpara en la mano.

      El rey se estremeció: contuvo un grito y un movimiento, y permaneció inmóvil.

      – ¿A quién buscas? dijo la Dama blanca.

      – A tí, contestó el rey con acento conmovido y alterado.

      – ¿Quién te envia?

      Detúvose un momento el rey, y meditando que acaso aquella muger no conocia otra persona que al astrólogo, contestó.

      – Me envia el sábio Yshac-el-Rumi.

      – Ven conmigo, dijo la Dama blanca.

      Y siguió adelante por una estrecha mina abierta en la roca.

      Poco despues llegaron á una puerta forrada de hierro, que empujó la dama, y al fin se encontró con ella el rey Nazar en la misma cámara blanca y dorada, donde el príncipe habia vuelto en sí algun tiempo antes.

      – Espera aquí, dijo la Dama blanca dejando sobre un nicho calado la lámpara que tenia en la mano y desapareciendo por una puerta.

      – ¡Oh poderoso señor, esclamó el rey cuando se vió solo, y cuán incomprensibles son tus decretos! ¡por cuán torcidos caminos llevas al hombre de la mano!

      Y el rey se sentó en el lecho y quedó meditando profundamente en la estraña aventura en que se encontraba empeñado.

      Pasó un largo rato: al cabo oyó el rey el paso de una muger acompañado del crugir de una túnica de seda; abrióse al fin la puerta y apareció la Dama blanca, ó mas bien una hurí descendida del paraiso.

      El rey se puso de pié de una manera involuntaria, y dió un paso hácia la dama como si le hubiera atraido su hermosura.

      Porque la Dama blanca se habia transformado: es verdad que su semblante y su cuello y sus hombros aparecian un tanto enflaquecidos, sumamente pálido su semblante, estraordinariamente melancólicos sus ojos, pero esto aumentaba su hermosura, dándola el encanto del sufrimiento.

      Y luego su peinado, y sus joyas y sus magníficas vestiduras…

      Las anchas y largas trenzas de sus cabellos, brillantes por sí mismos, aumentado su brillo por las piedras preciosas que los salpicaban, estaban entrelazadas alrededor de una riquísima diadema de sultana: pendia de su cuello un ancho collar de rosetones de diamantes y perlas; cubria apenas su seno la parte superior de una túnica finísima de lino bordado con plata; sobre esta túnica llevaba otra de seda verde, recamada de bordaduras de oro, ancha, flotante, larga hasta tocar el pavimento, cayendo sobre él en una magnífica plegadura; sobre esta túnica tenia otra larga, solo hasta las rodillas, de brocado blanco, con bordaduras de aljófar, ciñéndose sobre la redonda y esbelta cintura de la dama, por un joyel de pedrería y cerrándose sobre el pecho con herretes de esmeraldas; por último, un caftan ó sobretodo que no pasaba de las rodillas, de anchas mangas perdidas de seda roja cubierta de arabescos negros, dos magníficas ajorcas ó brazaletes de pedrería, y unas ricas y deslumbrantes arracadas completaban el atavío y el prendido de la Dama blanca, transformada por su maravilloso traje en sultana.

      – Estoy pronta, dijo la dama tomando de sobre un divan un ancho albornoz de lana blanca y cubriéndose con él enteramente hasta el punto de que solo se veia bajo él la orla de la rozagante túnica verde: estoy pronta y te sigo.

      – Sácame antes de aquí, dijo el rey Nazar, cuya voz se mostraba á cada momento mas conmovida.

      – Ven conmigo, dijo la dama.

      La dama tomó la lámpara, atravesó, precediendo al rey Nazar, algunas habitaciones, subió por unas escaleras, y en fin, por los mismos lugares por donde habia conducido en otra ocasion al príncipe Mohammet, salió al aire libre, atravesó una calle de árboles, llegó á una cerca, abrió un postigo, salió con el rey, cerró el postigo, y dijo:

      – Estamos en el campo: cúmpleme tu promesa.

      – ¿Qué te ha dicho que yo he prometido Yshac-el-Rumi?

      – Me ha dicho, contestó con una estrañeza recelosa la dama, que tú me llevarias al alcázar que ha construido el rey para Bekralbayda.

      – Cumpliré mi promesa, dijo el rey, pero ásete á mi brazo, sultana: la noche está oscura.

      – Pero pronto saldrá la luna, dijo la dama, y es necesario aprovechar la oscuridad.

      Y se asió al brazo del rey.

      – ¿Por qué me has llamado sultana? dijo la dama.

      – ¿Por qué?.. porque puedes y debes ser la sultana de la hermosura.

      – Conócese, dijo con alguna severidad la dama, que estás acostumbrado á adular á las esclavas de tu señor.

      – En alabarte no hay adulacion: el lenguaje de los hombres no puede ponderar tu hermosura.

      – ¿Eres tú el alcaide de los eunucos del rey Nazar? dijo creciendo en recelo la dama.

      – Sí, contestó el rey sin vacilar.

      – ¡Es СКАЧАТЬ