Название: La alhambra; leyendas árabes
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Историческая литература
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Sintiéronse leves pasos por la parte de la puerta del fondo oscuro, y poco despues apareció en la puerta un hombre y se detuvo, se cruzó de brazos y contempló profundamente conmovido á Bekralbayda.
Ella ni habia sentido sus pasos ni le habia visto.
Un silencio profundo envolvia la cámara, silencio que solo rompian de una manera vaga por la parte del jardin, los lejanos y cadenciosos trinos de los pájaros; por la otra parte el zumbido unísono, ténue, perdido de los trabajadores.
El hombre que de una manera tan afectuosa, tan llena de interés, contemplaba á la jóven, era el rey Nazar.
Venia sencillamente vestido; únicamente brillaban en su cabeza entre su toca, las puntas de su corona, y la empuñadura de su espada entre su faja.
Durante algun tiempo permaneció inmóvil en su benévola contemplacion; luego adelantó y fué á sentarse silenciosamente en el mismo divan en que estaba replegada Bekralbayda, pero á cierta distancia.
Entonces la jóven pareció despertar de un sueño, se estremeció, levantó la cabeza, fijó una mirada ansiosa en el rey Nazar, y cruzando la manos, esclamó:
– ¡Ah, señor!
– ¡Yo te amo! dijo negligentemente el rey Nazar.
Bekralbayda se puso de pie, mas pálida aun que lo que estaba, aterida, muda, como aniquilada; guardó durante algunos momentos silencio, y luego esclamó:
– ¡Pero yo no puedo amarte… no!.. ¡no puedo amarte como tú quieres que te ame… no! ¡Allah, el grande, el poderoso Allah lo sabe: no puedo amarte así!
– Cuando te confesé mi amor, dijo reposadamente el rey Nazar, tú me contestaste…
– ¡Mentí! ¡mentí! esclamó toda asustada Bekralbayda.
– Cuando te confesé mi amor, continuó impasible el rey, me dijiste, quiero ser sultana.
– ¡Ah, misericordioso Dios! ¡Mentí!
– Yo te dije: en buen hora sea: Dios te ha dado en sus bondades una hermosura superior á la de las mugeres de la tierra; eres una hurí que el Altísimo ha permitido aliente en las entrañas de una muger: digna eres de ser sultana: mi esposa la sultana Wadah, ha enloquecido… está apartada de mí: tú ocuparás el lugar de la sultana Wadah, que por su locura se la puede considerar muerta.
– ¡Ah, poderoso señor!
– Tú sabes que la locura de la sultana Wadah es verdad.
– La sultana Wadah es muy desdichada: la sultana Wadah llora una hija perdida.
– ¡Una hija! esclamó, levantándose aterrado, trémulo, herido como por un rayo por aquella terrible revelacion, el rey Nazar. ¿Quién te ha dicho que la sultana Wadah ha perdido una hija?
– ¡Qué! ¿no has perdido tú tambien tu hija, poderoso señor? esclamó aterrada por su imprudencia Bekralbayda.
– Yo no he tenido de la sultana Wadah mas que un hijo: el príncipe Juzef, contestó con voz cavernosa el rey Nazar.
– ¡Oh! ¡yo me he engañado! ¡yo me he engañado! esclamó trémula la jóven.
– Tú no sabes mentir: dijo severamente el rey.
– ¡Ah, señor!
– Tú eres cándida y pura como la azucena de los valles.
– Yo me he engañado.
– Pero… ¿por qué te has engañado?
– Yo he visto á la sultana buscar una rosa blanca.
– ¡Ah!
– Yo la he escuchado decir…
– ¡Oh! ¿qué has escuchado?..
– ¡Mi rosa blanca! ¡la rosa de mis entrañas!
– ¿Y no has escuchado mas?
– ¿Y á qué puede llamar una muger la flor de sus entrañas, sino á su hija? esclamó cubriéndose de un vivísimo rubor Bekralbayda.
– Sí, sí, te has engañado, dijo el rey Nazar reprimiéndose, volviendo á la tranquila y benévola espresion de su semblante, y sentándose de nuevo en el divan: ¡la rosa blanca! esa es una manía de la sultana.
– ¡Infeliz! murmuró Bekralbayda.
– La locura de la sultana Wadah me obliga á tomar otra esposa, te dije: puesto que quieres ser sultana, lo serás.
– ¡Yo mentia! repitió Bekralbayda.
– Luego, continuó el rey, añadiste: no me basta ser sultana: yo quiero que me dés un alcázar tan hermoso como no le hayan visto ojos humanos: cuando me dés ese alcázar seré tuya.
– ¡Ah! ¡no! ¡no!
– Yo he mandado fabricar este alcázar, una de cuyas pequeñísimas partes es la que ocupamos…
– ¡Pues bien! acaba ese alcázar, señor… y entonces…
– Este alcázar, que será la maravilla de las gentes, no puedo terminarlo yo, ni lo verá terminado mi hijo ni mi nieto; si para cuando esté terminado este alcázar has de darme tus amores… seria preciso que Dios parase para nosotros solos el tiempo y que le apresurase para los demás.
– Pero lo que yo te he prometido no me obliga hasta que hayas cumplido tu promesa: hasta que hayas terminado el Palacio-de-Rubíes: si para entonces hemos muerto, la culpa no es mia.
– ¡Cuán mal parece la mentira en boca tan hermosa! dijo el rey Nazar.
Ruborizóse Bekralbayda.
– ¡Ah señor! si yo miento, esclamó arrojándose á sus pies, es porque la mentira es la única arma que tengo para defenderme de tí.
El rey Nazar la levantó dulcemente y la sentó junto á sí.
– ¿Piensas, la dijo, que si yo quisiera te podrias defender de mí?
– El generoso, el grande, el vencedor, el magnífico Nazar, no puede ni debe amar á una desdichada que no puede amarle.
– Y… ¿por qué no puedes amarme?
– ¡Porque amo á otro! esclamó con desesperacion Bekralbayda, ¡porque mi alma está en la suya! ¡porque llevo en mis entrañas la flor de mis amores!
Y Bekralbayda se cubrió el rostro con las manos y СКАЧАТЬ