La señorita Pym dispone. Josephine Tey
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Название: La señorita Pym dispone

Автор: Josephine Tey

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918339

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СКАЧАТЬ azotada con un látigo de siete colas por dos enormes cosacos como escarmiento por su capricho de utilizar anticuados imperdibles cuando el progreso y las buenas costumbres habían decretado el uso exclusivo de cremalleras. La sangre comenzaba a manar, deslizándose por su espalda, cuando se despertó con la sensación de que lo que verdaderamente estaba siendo ultrajado eran sus oídos. El timbre volvía a sonar. Soltó en voz alta un exabrupto que estaba lejos de ser culto y civilizado y se incorporó en la cama. No, definitivamente no se quedaría ni un minuto más en aquel lugar después de la comida. Había un tren que salía a las 2.41 de Larborough y ese era el que iba a coger ella, con las despedidas liquidadas, los deberes de amiga satisfechos y el alma henchida de gozo por la hermosa sensación de volver a ser libre. Se compraría una caja de bombones en el andén de la estación como recompensa por el madrugón. Aunque la báscula se lo hiciera notar al llegar a casa, ¿a quién le importaba?

      Pensar en la báscula le hizo recordar la muy cívica necesidad de tomar un baño. Henrietta se había mostrado desolada por tener que alojarla en un cuarto tan alejado de los baños del profesorado —y sentía infinitamente que se viera obligada a utilizar el del ala de estudiantes— pero la madre de froken4 Gustavson había viajado desde Suecia y ocupaba la única habitación de invitados del ala de personal. Además se quedaría durante varias semanas hasta que hubiera visto con sus propios ojos —y criticado— la Exhibición anual que tendría lugar a principios de mes. Lucy dudaba en esos momentos de poder recordar cómo llegar hasta los aseos. No le apetecía tener que merodear por aquellos luminosos y solitarios pasillos y aparecer por error en un aula atestada de estudiantes. Pero peor sería tener que enfrentarse a aquel grupo de excitadas madrugadoras y preguntarles dónde podía una darse a esas horas un baño tardío.

      La mente de Lucy siempre trabajaba de ese modo. No era suficiente visualizar un horror en cada situación, también había que asegurarse de prever su contrario. Permaneció un rato sentada sopesando todas las ignominias a las que muy posiblemente habría de enfrentarse y disfrutando a pesar de todo de la agradable sensación de no tener que hacer nada en absoluto. Hasta que, una vez más, el horrible timbre volvió a atronar y una nueva oleada de pies atravesando los pasillos y un caótico concierto de voces rompió la paz de la mañana. Lucy miró su reloj. Eran las siete y media.

      Ya se había decidido a pecar de tosca e incivilizada —después de todo, ¿qué era el baño diario sino una moda moderna? Si el mismísimo Carlos II podía permitirse oler un poco a humanidad, ¿quién era ella, una pobre plebeya, para poner el grito en el cielo por saltarse por una vez el baño matutino?— cuando llamaron a la puerta. Alguien había acudido en su ayuda. ¡Gloria! ¡Aleluya! Su aislamiento y su abandono tocaban a su fin.

      —Pase —respondió en el amable tono de una Robinson Crusoe dando la bienvenida a unos recién llegados a su isla. Sin duda era Henrietta, que había decidido acercarse para darle los buenos días. Cómo había podido pensar que su amiga se olvidaría de ella. Debía esforzarse más en comportarse como la celebridad en que se había convertido. Quizá debería arreglarse el pelo de otra manera o practicar, repitiendo veinte veces al día, al estilo de Coué,5 el mejor modo de decir : «¡Adelante!».

      Pero no era Henrietta. Se trataba de una especie de diosa.

      Una diosa de cabellos dorados, vestida con una radiante túnica de lino de color añil, la mirada, de un azul profundo como el mar, y un envidiable par de piernas. Lucy siempre se fijaba en las piernas de las mujeres, siendo las suyas desde siempre una decepción y una triste fuente de inseguridad.

      —¡Ay, lo siento mucho! No se me ocurrió pensar que quizá no estuviera usted aún levantada. En la escuela tenemos unos horarios tan disparatados —dijo la diosa. Y a Lucy le pareció todo un detalle que aquel ser celestial se hiciera responsable de su propia pereza—. Discúlpeme por irrumpir de este modo en su habitación.

      Su mirada azul se detuvo sobre una de sus babuchas tirada en el suelo, y por un instante pareció fascinada por aquel objeto. Era una zapatilla de satén azul pálido, muy femenina, muy delicada y muy cara. Una innegable extravagancia.

      —Me temo que puede parecer una tontería —dijo Lucy.

      —¡Si usted supiera, señorita Pym, lo que significa para mí contemplar un objeto que no sea puramente funcional! —Y entonces, como si la mera tentación de alejarse del propósito de su visita de nuevo se lo hubiese recordado—: Me llamo Nash. Soy la delegada de último curso. He venido en representación de mis compañeras para decirle que sería un honor que tomara el té con nosotras mañana por la tarde. Los domingos tomamos el té en el jardín. Es un privilegio de las mayores y un verdadero placer durante las tardes de verano. De veras esperamos que nos acompañe.

      Sonrió entonces con benevolencia a la señorita Pym mientras aguardaba su respuesta. Lucy le explicó que desgraciadamente mañana ya no estaría en la escuela, pues se marchaba esa misma tarde.

      —¡No, por favor! —protestó la joven Nash. Y el genuino sentimiento que denotaba el tono de su voz hizo que Lucy se emocionara—. ¡No, señorita Pym, no lo haga! ¡No se vaya! No tiene ni idea, usted es como un regalo del cielo para todas nosotras. Es tan raro que alguien, alguien interesante, venga para quedarse. Este lugar es como un convento. Trabajamos tan duro que llegamos a olvidar que aún existe el mundo exterior. Es nuestro último año aquí y todo esto puede volverse tan siniestro y claustrofόbia)... Los exámenes finales, la Exhibición, la graduación y Dios sabe qué más. Llegamos a sentirnos tan mal que tememos perder el sentido de lo que es bueno y lo que no. Y ahora ha llegado usted, un ser civilizado... —Hizo una pausa, a medias riéndose, a medias tratando de mantenerse seria—. ¡No puede usted abandonarnos!

      —Pero si todos los viernes recibís la visita de algún conferenciante externo —le recordó Lucy. Era la primera vez en su vida que alguien la hacía sentirse como un regalo del cielo y no estaba del todo dispuesta a creérselo sin más. No le gustaba en absoluto el sentimiento gratificante que a veces le producía el permitirse olisquear entre sus emociones.

      La señorita Nash le explicó con claridad y detalle —y con cierta acritud— que las tres últimas ponentes habían sido: una octogenaria experta en inscripciones asirias, una checa versada en las vicisitudes de Europa Central y una ensalmadora que les habló largo y tendido sobre la escoliosis.

      —¿Qué es la escoliosis? —preguntó Lucy.

      —Una anomalía en la curva de la espina dorsal. Si cree que cualquiera de ellas trajo consigo algo de luz y color a esta escuela, se equivoca. El objeto de las conferencias es ponernos en contacto con el mundo pero... Si puedo serle franca e indiscreta —Era obvio que disfrutaba siendo ambas cosas en aquel instante—, el vestido que llevaba usted la otra noche nos causó mucho más placer que todas las conferencias a las que hemos asistido.

      Lucy se había gastado una escandalosa cantidad de dinero en aquel vestido cuando su libro se convirtió en superventas y aún seguía siendo su favorito. Se lo había puesto para impresionar a Henrietta.

      El sentimiento gratificante que trataba de mantener a raya de nuevo se aproximaba, pero no lo suficiente como para acabar con su sentido común. Aún se acordaba de las alubias y de la carencia de lamparilla nocturna en su cuarto; también de la imposibilidad de reclamar la presencia del servicio mediante campanillas o timbres; y, por supuesto, de aquel omnipresente timbre infernal que no dejaba de sonar como toque de diana. No, no perdería el tren de las 2.41 en Larborough ni aunque todas las estudiantes de la Escuela de Educación Física Leys se interpusieran en su camino llorando a coro. Murmuró algo acerca de sus compromisos —haciéndole ver a la muchacha que su agenda estaba repleta de inevitables obligaciones y deseables encuentros— e inquirió a la señorita Nash si tendría la amabilidad de indicarle dónde estaban los baños del personal de la escuela.

      —No querría СКАЧАТЬ