Название: Democracia, gobernanza y populismo
Автор: Aura Yolima Rodríguez Burbano
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Ciencia política
isbn: 9789587847642
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Sin embargo, existen posturas críticas frente a estas teorías deliberativas que mencionan límites al ideal del procedimiento de deliberación encaminado a la justificación política. Algunos de los críticos como Shapiro considera que la noción de bien común no es la apropiada para resolver problemas donde existe diversidad, pluralismo y relaciones de dominación (Shapiro, 2005). Por su parte Chantal Mouffe, en su obra The Democratic Paradox (2000), presenta su postura crítica frente a las ideas de Jürgen Habermas y John Rawls. Parte Mouffe afirmando que tanto Habermas como Rawls coinciden en la existencia de un consenso racional que reemplaza el simple modus vivendi o mero acuerdo. Considera que las teorías deliberativas prevalecen la racionalidad sobre los sentimientos y las pasiones que motivan las acciones en el campo político, negando así el conflicto que existe a partir de la diversidad y el pluralismo de valores. Por su parte, propone un modelo de democracia orientada a las ideas de hegemonía y abrirse al pluralismo.
En la sociedad actual el individualismo impera sobre la verdadera esencia de la ciudadanía, donde convergen valores, principios morales, creencias religiosas que no es posible separar en un proceso de deliberación democrática, como lo pretenden hacer ver Habermas o Rawls. En este sentido, la imparcialidad moral en los procedimientos deliberativos impide, según Mouffe, llegar a un consenso racional, por tanto, no se busca un consenso sobre cuestiones particulares, pues existe una intención moral universalista. Estos obstáculos, en términos de Habermas, son considerados por Mouffe como verdaderos obstáculos empíricos, que no materializan un verdadero sentir colectivo de la sociedad. Un ejemplo claro es el tema de los fundamentalismos ideológicos, morales, religiosos que permean en el campo político y afectan el buen ejercicio de la democracia.
Según lo expuesto, la democracia deliberativa permite generar espacios de reflexión, de consenso racional entre la ciudadanía sobre aspectos que afectan a todo el colectivo, y permite la creación de leyes, normas y políticas públicas. Claro está, sin obviar las limitaciones que tienen las teorías deliberativas, reconocidas por sus representantes y críticos.
II. Democracia deliberativa en la administración pública
La actividad de los poderes públicos, las obligaciones de los particulares y la dinámica de la relación entre los primeros y los segundos cambia en el marco de un Estado constitucional. Un texto fundamental dotado de carácter normativo, no solo limita la actuación de los poderes y funge como ordenamiento jurídico vinculante (Kagi, 2005, p. 49), sino que hace presencia en la vida diaria de los ciudadanos.
La administración pública nace y se adecúa, como poder constituido-independiente, en las entrañas del Estado legal. Un Estado en el que la posición del legislador dentro del esquema de poderes es de superioridad —no ve el legislativo limitado su poder por la Constitución—, en donde el contenido de los derechos fundamentales solo se entiende desde un punto de vista contractualista —el hombre entra a formar parte del Estado a cambio de una protección de derechos, pero hay ciertos aspectos de su persona que se reserva—, y estatalista —la plena realización de los derechos del hombre requiere al Estado como entidad— (Jiménez Asensio, 2005, p. 47), y en donde el poder judicial queda absolutamente subordinado a la ley, al que no se le permite controlar a los demás poderes constituidos.
En este contexto la administración surge con competencias relevantes (Descalzo González, 2011, p. 14) pero también con privilegios. Entre estos últimos, decidir, de manera unilateral —sin audiencia del administrado afectado— y, con dicha decisión, crear, modificar o extinguir situaciones jurídicas entre los particulares. No se discute con los ciudadanos, de manera previa, la motivación de las decisiones que, en aras de garantizar el orden público, la administración ha de tomar. Igualmente, la administración nace como un poder que se controla a sí mismo y que no tiene como competencia la garantía de los derechos sociales. El derecho administrativo no se configura para garantizar los derechos de los administrados, sino para aplicar, a casos concretos, las disposiciones de un legislador omnipotente mediante actos administrativos de obligatorio cumplimiento. Para este fin, se crean normas especiales, normas de excepción frente al derecho civil, que posibilitan la autotutela de este poder público.
Sin embargo, esta institución rodeada de prerrogativas sobrevive al cambio de paradigma en el derecho (López Medina, 2011, p. 129) y debe reinterpretarse bajo los principios del Estado constitucional. Un modelo de Estado en el que el legislador retoma su papel de poder constituido queda sometido a un texto fundamental con carácter normativo, vinculante y superior respecto a las demás disposiciones jurídicas. Un modelo de Estado en el que el poder judicial es garante del cumplimiento y aplicación de los preceptos constitucionales, y en el que los derechos fundamentales y sociales también tienen contenido normativo, eficacia directa y carácter prevalente.
En este contexto, la administración pública amplía sus competencias y, para el ejercicio de las mismas, está sometida al cumplimiento de los principios propios del Estado constitucional. La clásica función de los fines estatales, bien común, interés público o necesidades públicas se entiende como satisfacción de los derechos humanos y garantía de las libertades de las personas (García de Enterría, 2010, p. 92). Se trata de una administración pública más grande puesto que está obligada a prestar servicios de interés social y económico. Al contrario de su papel en el Estado legal, en el Estado constitucional la administración interviene de manera directa e indirecta en la economía, realiza actividades industriales y comerciales, redistribuye rentas, y proporciona bienes y servicios indispensables para los ciudadanos (Rincón Córdoba, 2004, p. 65). El medular principio de legalidad se mantiene, pero amplía su contenido en un Estado de derecho constitucional: los poderes públicos, entre ellos la administración pública, están sometidos a la constitución y a la ley, proscribiéndose de esta manera la arbitrariedad y prohibiéndose la indefensión de los ciudadanos frente a los poderes públicos (Sentencia SU-478, 1997).
Como principio fundamental del Estado constitucional se consagra el artículo 1.º de la Constitución Nacional (CN), en el que opta por la opción de un Estado participativo y pluralista en el que se propende por garantizar la efectividad de los principios, deberes y derechos consagrados en la carta fundamental. Para ello, es deber de los poderes públicos facilitar la participación de todos los habitantes en las decisiones económicas, políticas, administrativas, culturales y de convivencia que los afectan. No se trata de un postulado meramente programático, se trata de un mandato que se concretiza, desde el punto de vista de la toma de decisiones administrativas diarias de los poderes públicos, en las reglas de audiencia, defensa y contradicción establecidas en el debido proceso, de manera previa a la toma de la decisión (art. 29).
La administración pública en el Estado constitucional conserva su prerrogativa de autotutela, derivada del principio de eficacia (art. 209, CN y art. 3.11, Ley 1437, 2011), pero encuentra un límite a dicho privilegio en el principio de participación y en el derecho fundamental al debido proceso con todas sus garantías (Bravo Vesga, 2015, p. 179). No le es permitido a este poder público tomar decisiones que afecten a los administrados sin, de manera previa, escucharles. No se pierde la naturaleza unilateral de la decisión, pero si se enriquece el actuar de la administración mediante la participación СКАЧАТЬ