La Galatea. Miguel de Cervantes
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Читать онлайн книгу La Galatea - Miguel de Cervantes страница 16

Название: La Galatea

Автор: Miguel de Cervantes

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4064066444693

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СКАЧАТЬ tal cual yo deseaba dársela, quedando, en resolución, concertados en que él se fuese a su aldea, y que, de allí a pocos días, con alguna honrosa tercería me enviase a pedir por esposa a mis padres; de lo que él fue tan contento y satisfecho, que no acababa de llamar venturoso el día en que sus ojos me miraron. De mí os sé decir que no trocara mi contento por ningún otro que imaginar pudiera, por estar segura que el valor y calidad de Artidoro era tal, que mi padre sería contento de recebirle por yerno.

      »En el dichoso punto que habéis oído, pastoras, estaba el de nuestros amores, que no quedaban sino dos o tres días a la partida de Artidoro, cuando la Fortuna, como aquella que jamás tuvo término en sus cosas, ordenó que una hermana mía de poco menos edad que yo a nuestra aldea tornase, de otra donde algunos días había estado en casa de una tía nuestra que mal dispuesta se hallaba. Y porque consideréis, señoras, cuán estraños y no pensados casos en el mundo suceden, quiero que entendáis una cosa que creo no os dejará de causar alguna admiración estraña; y es que esta hermana mía que os he dicho, que hasta entonces había estado ausente, me parece tanto en el rostro, estatura, donaire y brío, si alguno tengo, que no sólo los de nuestro lugar, sino nuestros mismos padres muchas veces nos han desconocido, y a la una por la otra hablado; de manera que, para no caer en este engaño, por la diferencia de los vestidos, que diferentes eran, nos diferenciaban. En una cosa sola, a lo que yo creo, nos hizo bien diferentes la naturaleza, que fue en las condiciones, por ser la de mi hermana más áspera de lo que mi contento había menester, pues por ser ella menos piadosa que advertida, tendré yo que llorar todo el tiempo que la vida me durare.

      »Sucedió, pues, que luego que mi hermana vino al aldea, con el deseo que tenía de volver al agradable pastoral ejercicio suyo, madrugó luego otro día más de lo que yo quisiera, y con las ovejas proprias que yo solía llevar se fue al prado; y, aunque yo quise seguirla, por el contento que se me seguía de la vista de mi Artidoro, con no sé qué ocasión, mi padre me detuvo todo aquel día en casa, que fue el último de mis alegrías. Porque aquella noche, habiendo mi hermana recogido su ganado, me dijo, como en secreto, que tenía necesidad de decirme una cosa que mucho me importaba. Yo, que cualquiera otra pudiera pensar de la que me dijo, procuré que presto a solas nos viésemos, adonde ella, con rostro algo alterado, estando yo colgada de sus palabras, me comenzó a decir: "No sé, hermana mía, lo que piense de tu honestidad, ni menos sé si calle lo que no puedo dejar de decirte, por ver si me das alguna disculpa de la culpa que imagino que tienes; y, aunque yo, como hermana menor, estaba obligada a hablarte con más respecto, debes perdonarme, porque en lo que hoy he visto hallarás la disculpa de lo que te dijere". Cuando yo desta manera la oí hablar, no sabía qué responderle, sino decirle que pasase adelante con su plática. "Has de saber, hermana —siguió ella—, que esta mañana, saliendo con nuestras ovejas al prado, y yendo sola con ellas por la ribera de nuestro fresco Henares, al pasar por el alameda del Concejo, salió a mí un pastor que con verdad osaré jurar que jamás le he visto en estos nuestros contornos, y, con una estraña desenvoltura, me comenzó a hacer tan amorosas salutaciones que yo estaba con vergüenza y confusa, sin saber qué responderle; y él, no escarmentado del enojo que, a lo que yo creo, en mi rostro mostraba, se llegó a mí diciéndome: ‘¿Qué silencio es éste, hermosa Teolinda, último refugio de esta ánima que os adora?’. Y faltó poco que no me tomó las manos para besármelas, añadiendo a lo que he dicho un catálogo de requiebros, que parecía que los traía estudiados. Luego di yo en la cuenta, considerando que él daba en el error en que otros muchos han dado, y que pensaba que con vos estaba hablando, de donde me nació sospecha que si vos, hermana, jamás le hubiérades visto, ni familiarmente tratado, no fuera posible tener el atrevimiento de hablaros de aquella manera. De lo cual tomé tanto enojo, que apenas podía formar palabra para responderle; pero al fin respondí de la suerte que su atrevimiento merescía, y cual a mí me pareció que estábades vos, hermana, obligada a responder a quien con tanta libertad os hablara. Y si no fuera porque en aquel instante llegó la pastora Licea, yo le añadiera tales razones, que fuera bien arrepentido de haberme dicho las suyas. Y es lo bueno, que nunca le quise decir el engaño en que estaba, sino que así creyó él que yo era Teolinda como si con vos mesma estuviera hablando. En fin, él se fue llamándome ingrata, desagradecida y de poco conocimiento; y, a lo que yo puedo juzgar del semblante que él llevaba, a fe, hermana, que otra vez no ose hablaros, aunque más sola os encuentre. Lo que deseo saber es quién es este pastor y qué conversación ha sido la de entrambos, de do nasce que con tanta desenvoltura él se atreviese a hablaros".

      »A vuestra mucha discreción dejo, discretas pastoras, lo que mi alma sintiría, oyendo lo que mi hermana me contaba. Pero al fin, disimulando lo mejor que pude, le dije: "La mayor merced del mundo me has hecho, hermana Leonarda —que así se llama la turbadora de mi descanso—, en haberme quitado con tus ásperas razones el fastidio y desasosiego que me daban las importunas de ese pastor que dices, el cual es un forastero que habrá ocho días que está en esta nuestra aldea, en cuyo pensamiento ha cabido tanta arrogancia y locura que, doquiera que me vee, me trata de la manera que has visto, dándose a entender que tiene granjeada mi voluntad; y, aunque yo le he desengañado, quizá con más ásperas palabras de las que tú le dijiste, no por eso deja él de proseguir en su vano propósito; y a fe, hermana, que deseo que venga ya el nuevo día, para ir a decirle que si no se aparta de su vanidad, que espere el fin della que mis palabras siempre le han significado". Y así era la verdad, dulces amigas, que diera yo porque ya fuera el alba cuanto pedírseme pudiera, sólo por ir a ver a mi Artidoro y desengañarle del error en que había caído, temerosa que con la aceda y desabrida respuesta que mi hermana le había dado, él no se desdeñase y hiciese alguna cosa que en perjuicio de nuestro concierto viniese.

      »Las largas noches del escabroso deciembre no dieron más pesadumbre al amante que del venidero día algún contento esperase, cuanto a mí me dio disgusto aquella, puesto que era de las cortas del verano, según deseaba la nueva luz, para ir a ver a la luz por quien mis ojos veían. Y así, antes que las estrellas perdiesen del todo la claridad, estando aún en duda si era de noche o de día, forzada de mi deseo, con la ocasión de ir a apacentar las ovejas, salí del aldea; y, dando más priesa al ganado de la acostumbrada para que caminase, llegué al lugar adonde otras veces solía hallar a Artidoro, el cual hallé solo y sin ninguno que dél noticia me diese, de que no pocos saltos me dio el corazón, que casi adevinó el mal que le estaba guardado. ¡Cuántas veces, viendo que no le hallaba, quise con mi voz herir el aire, llamando el amado nombre de mi Artidoro, y decir: "¡Ven, bien mío, que yo soy la verdadera Teolinda, que más que a sí te quiere y ama!", sino que el temor que de otro que dél fuesen mis palabras oídas, me hizo tener más silencio del que quisiera. Y así, después que hube rodeado una y otra vez toda la ribera y el soto del manso Henares, me senté cansada al pie de un verde sauce, esperando que del todo el claro sol sus rayos por la faz de la tierra estendiese, para que con su claridad no quedase mata, cueva, espesura, choza ni cabaña que de mí mi bien no fuese buscado. Mas, apenas había dado la nueva luz lugar para discernir las colores, cuando luego se me ofreció a los ojos un cortecido álamo blanco, que delante de mí estaba, en el cual y en otros muchos vi escritas unas letras, que luego conocí ser de la mano de Artidoro allí fijadas; y, levantándome con priesa a ver lo que decían, vi, hermosas pastoras, que era esto:

      Pastora en quien la belleza

       en tanto estremo se halla,

       que no hay a quien comparalla

       sino a tu mesma crüeza.

       Mi firmeza y tu mudanza

       han sembrado a mano llena

       tus promesas en la arena

       y en el viento mi esperanza.

       Nunca imaginara yo

       que cupiera en lo que vi,

       tras un dulce alegre sí,

       tan amargo y triste no.

       Mas yo no fuera engañado

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