Cuentos selectos. Paul Bowles
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Название: Cuentos selectos

Автор: Paul Bowles

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789876286169

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СКАЧАТЬ que podía ver sin dificultad.

      Bajo la luz gris de la mañana, el hombre miraba desapasionadamente al profesor. Con una mano le apretó las narices. En cuanto el profesor abrió la boca para respirar, el hombre le agarró la lengua y tiró de ella con todas sus fuerzas. El profesor sintió náuseas, trató de recuperar el aliento; no vio lo que iba a ocurrir. No llegó a distinguir el dolor causado por el brutal estirón del dolor causado por el filo del cuchillo. Luego vino un interminable periodo de asfixia, mientras el profesor escupía sangre mecánicamente, como si él mismo no fuera parte del proceso. La palabra “operación” le daba vueltas en la cabeza; aplacaba en cierta manera su temor mientras volvía a hundirse en la oscuridad.

      Cuando la caravana partió el sol ya estaba en lo alto. El profesor, consciente pero en un estado de completo estupor, seguía babeando sangre y sufriendo ataques de náusea; doblado en dos, lo metieron en un saco que ataron al costado de un camello. En la parte baja del enorme anfiteatro había una entrada natural entre las rocas. Los camellos, veloces mehara, iban poco cargados en aquel viaje. Salieron en fila y subieron despacio por una suave ladera, más allá de la cual comenzaba el desierto. Aquella noche, durante una parada detrás de unos montes bajos, sacaron al profesor, que seguía en un estado que le impedía pensar. Sobre los polvorientos andrajos en que se había convertido su ropa, le pusieron una serie de extraños cinturones hechos con sartas de tapas de lata. Uno tras otro, fueron atando estos relucientes adornos alrededor del torso, de los brazos y las piernas, aun alrededor de la cara del profesor, hasta que estuvo envuelto por completo en una armadura que lo cubría con sus escamas metálicas y circulares. Fue en un ambiente de júbilo en el que ataviaron de esta manera al profesor. Uno de los hombres sacó una flauta y otro, más joven, hizo una caricatura, no carente de gracia, de una ouled naïl ejecutando la danza del bastón. El profesor estaba como ausente; para ser exactos, existía en medio de los movimientos que hacían aquellos otros hombres. Cuando terminaron de vestirlo para que se viera como ellos querían, metieron algo de comida por debajo de las ajorcas de hojalata que le colgaban de la cara. Aunque masticaba mecánicamente, después de un momento casi todo fue a parar al suelo. Volvieron a meterlo en el saco y lo dejaron allí.

      Dos días más tarde llegaron a uno de sus campamentos. Había mujeres y niños en las tiendas, y los hombres tuvieron que ahuyentar a los perros bravos que habían dejado allí para protegerlos. Cuando sacaron del saco al profesor hubo gritos de miedo, y pasaron horas antes de que la última mujer quedara convencida de que era inofensivo, aunque desde el principio nadie había dudado que fuera una posesión valiosa. Pocos días más tarde volvieron a ponerse en marcha. Se llevaron todo consigo, y viajaban sólo de noche, pues el terreno se hacía más y más caliente.

      Pese a que todas sus heridas habían sanado y ya no sentía dolor, el profesor no volvió a pensar; comía y defecaba y, cuando se lo pedían, bailaba dando brincos estrambóticos de un lado para otro, lo que deleitaba a los niños, sobre todo por el maravilloso y discordante ruido como de cencerros que producía. Y por lo general dormía durante las horas calientes del día, en compañía de los camellos.

      La caravana se encaminó hacia el sureste, y evitaba toda forma sedentaria de civilización. En pocas semanas llegaron a otra meseta por completo despoblada y con escasa vegetación. Allí se detuvieron y levantaron campamento, mientras los mehara pastaban en libertad. Todos estaban contentos en aquel lugar; hacía más fresco y había un pozo a pocas horas de distancia en una ruta poco frecuentada. Fue allí donde concibieron la idea de llevar a Fogara al profesor para venderlo a los tuareg.

      Pasó un año entero antes de que llevaran a cabo este proyecto. Para entonces el profesor estaba mucho mejor adiestrado. Podía ejecutar saltos mortales, producía unos gruñidos terribles que, sin embargo, tenían algo de cómico. Y cuando los reguibat le quitaron las latas de la cara descubrieron que podía hacer unas muecas admirables mientras bailaba. También le enseñaron a hacer algunos gestos obscenos y elementales que nunca dejaban de provocar chillidos de deleite entre las mujeres. Lo exhibían sólo después de alguna comida particularmente abundante, cuando había música y jolgorio. Él se adaptaba con facilidad al sentido de ritual de aquella gente, y había desarrollado una especie de “programa” básico que presentaba cuando aparecía en público: bailaba, se revolcaba por el suelo, imitaba a ciertos animales y por último se abalanzaba sobre los espectadores con una rabia fingida para ver la confusión e hilaridad resultantes.

      Cuando tres de los hombres lo condujeron a Fogara, llevaban consigo cuatro camellos, y él montó en el suyo como los otros, con toda naturalidad. No tomaron ninguna precaución para vigilarlo, salvo que lo mantuvieron siempre entre ellos, con un hombre siempre a la zaga del pequeño grupo. Avistaron las murallas al amanecer, y aguardaron todo el día entre las rocas. Al anochecer el más joven se dirigió al pueblo, y tres horas más tarde volvió con un amigo, que llevaba un grueso bastón. Querían que el profesor ejecutara su número allí mismo, pero el hombre de Fogara tenía prisa por volver al pueblo, de modo que todos se pusieron en marcha en sus mehara.

      Una vez en el pueblo, se dirigieron a casa del fogari, y tomaron café en el patio, sentados entre los camellos. Allí, el profesor presentó su acto una vez más, y en esta ocasión hubo un jolgorio prolongado y mucho frotar de manos. Llegaron a un acuerdo por cierta cantidad de dinero, y los reguibat dejaron al profesor en casa del hombre del bastón, que se apresuró a encerrarlo en un cubículo que daba al patio.

      El siguiente resultó ser un día importante en la vida del profesor, pues fue entonces cuando el dolor volvió a despertar en él. Un grupo de hombres llegó a la casa, y entre ellos había un venerable caballero mejor vestido que los otros, que lo lisonjeaban sin parar y besaban con fervor sus manos y los bordes de sus vestiduras. Esta persona insistía en hablar en árabe clásico de vez en cuando para impresionar a los demás, que no habían aprendido una sola palabra del Corán. De modo que su conversación iba más o menos así: “Tal vez en In Salah. Esos franceses son unos imbéciles. La venganza divina está próxima. No nos impacientemos. Hay que adorar al más alto, y que el anatema pese sobre los ídolos. Con la cara pintada. Por si la policía quiere mirar de cerca”. Los otros escuchaban y asentían lenta y solemnemente con la cabeza. Y, encerrado en su casilla cerca de ellos, el profesor escuchaba también. Es decir, reconocía el sonido del árabe de aquel viejo. Las palabras entraban en su conciencia por primera vez en muchos meses. Ruidos, luego: “La venganza divina está próxima. Es un honor. Cincuenta francos es suficiente. No me dé más dinero. Bueno”. Y el qaouaji acuclillado junto a él al borde del acantilado. Luego: “Que el anatema pese sobre los ídolos”, y más sonidos ininteligibles. Se dio la vuelta en la arena, jadeante, y lo olvidó. Pero el dolor había comenzado. Obraba en una especie de delirio, porque ya había empezado a recobrar la conciencia. Cuando el hombre abrió la puerta y lo azuzó con el bastón, dio un alarido de rabia, y todos se rieron.

      Le hicieron ponerse de pie, pero no quería bailar. Se quedó plantado frente a ellos; miraba fijamente el suelo, obstinado en no moverse. Su propietario estaba furioso, y las risas de los otros le irritaron tanto que tuvo que despedirlos; como no se atrevía a manifestar su ira ante el anciano, les dijo que aguardaría un momento más propicio para mostrarles la mercadería. Pero cuando se fueron le dio al profesor un fuerte golpe en el hombro con el bastón, le dijo varias obscenidades y salió a la calle dando un portazo. Fue directamente a la calle de las ouled naïl, porque estaba seguro de que los reguibat estarían allí, gastando el dinero con las chicas. Encontró a uno de ellos en una tienda, acostado todavía mientras una ouled naïl lavaba los vasos de té. Entró, y por poco decapita al hombre antes de que éste intentara siquiera incorporarse. Luego tiró la navaja a la cama y salió corriendo.

      La ouled naïl vio la sangre, dio un grito y corrió a la tienda vecina, de donde no tardó en salir en compañía de cuatro chicas, con las que fue deprisa al café para decir al qaouaji quién había matado al reguiba. En cuestión de una hora la policía militar francesa lo capturó en casa de un amigo, y lo llevaron a rastras al cuartel. Aquella noche nadie dio СКАЧАТЬ