El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El alma de los muertos - Alfonso Hernandez-Cata страница 8

Название: El alma de los muertos

Автор: Alfonso Hernandez-Cata

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Cuadernos de Obra Fundamental

isbn: 9788417264284

isbn:

СКАЧАТЬ ¿Cómo pudo olvidarlo? Tal vez la memoria no era directa, sino refleja: memoria de alguna narración que su madre, luego, siempre deseosa de evitarle motivos dolorosos, prohibió repetirle. Y, sin embargo, ahora veía todo, sentía todo cual si lo reviviera. Habían salido del pueblo por la tarde: iban en un carricoche su padre, el criado, su madre y él, que no tendría cuatro años aún. Desde varios días antes había dejado de nevar, y ya en la blancura terrible empezaban a marcarse las sendas. Pero, al llegar a medio camino, traicioneras nubes apoderáronse de todos los horizontes y la nieve volvió a caer compacta, llenando de plana blancura los repliegues y de helado terror los espíritus.

      Su madre quería volver grupas, su padre aseguraba que en cuanto se pusieran al abrigo del monte y traspusieran el desfiladero vería la aldea vecina. Como siempre, tras mucho discutir, el parecer materno triunfó; mas habían perdido tiempo y distancia y la noche cayó, entre recriminaciones estériles. Entonces, la voz del criado se impuso: «Ya no queda otro recurso que detenerse, que encender una hoguera y pasar la noche. Seguir equivaldría a extraviarse, sabe Dios en qué dirección, y a caer en un barranco». No pudieron encender lumbre y quedaron cobijados dentro del coche, muy juntos. De tiempo en tiempo, el criado bajaba, sacudía y friccionaba a la mula, quitaba nieve del vehículo haciéndolo avanzar algunos pasos, y volvía a subir. Poco después, la mula comenzó a impacientarse y fue preciso desengancharla, clavar cerca una estaca y atarla a ella. En el silencio, los relinchos adquirían un temblor de queja... Él se había dormido en el regazo de su madre y despertó de pronto al ruido de un tiro. «¿Qué es?» «Calla, son los lobos; pero no tengas miedo, hijo mío, que estoy yo aquí.»

      En la noche, una claridad tenue parecía salir de la tierra y alumbrar el cielo, privado de sus luces; y en medio de esa claridad, destacábanse de dos en dos muchos puntos de fuego, sobre los que el criado y su padre tiraban cuando estaban próximos. Sobre el silencio, las voces, mordidas por la ira, sonaban con brevedad de vez en cuando: «Hay que economizar las balas». «No vamos a dejar que se nos coman la mula. Después de la mula vendremos nosotros.» «Vamos a mudar la linterna.» «No hay más remedio que encender algo.»... Ahora recordaba el timbre de las voces, la demudación de las caras, la pétrea blancura de su madre, que parecía de nieve ya; y recordaba también la fogata hecha con el banquillo y lanza, las primeras dentelladas a la mula, su cocear frenético, el esfuerzo final de su relincho pidiendo ayuda... De tiempo en tiempo, rasgaban el silencio y la sombra una detonación, un grito, y la voz hasta entonces suspensa de su madre murmuraba: «Casi sería mejor no defenderse más; que sea lo que Dios quiera».

      La noche fue inmensa; al final ya casi no quedaban fuerzas para tener miedo. La batida de vecinos que se organizó al amanecer los halló casi sepultados, entre los restos de la mula y los de varios lobos.

      Dentro de sí veía ahora el cuadro con una nitidez misteriosa, y la frase de su madre —«debimos morir la noche aquella»—, repetida luego a cada golpetazo de la vida, adquiría su sentido justo. «¡Sí, debieron morir aquella noche, juntos, bajo los dientes de los lobos o bajo los del frío!» ¡Ah, quién sabe si por aquel terror su alma se pasmó y no pudo crecer al compás del cuerpo! La nieve, que seguía cayendo tupida, en enormes copos, cerraba el paréntesis dentro del cual encerrábase su vida inútil. Iba a pasos largos, aterido, por las calles casi vacías, sin sentir ya ni el sueño ni el hambre que poco antes lo torturaban. Alzó los ojos para ver la hora y advirtió que la nieve había detenido las manillas de los relojes públicos en las seis menos cuarto. Tras un balcón, unos niños palmoteaban viendo el mariposeo innumerable. ¡Ay, si ellos supieran que aquella plaga de mariposas blancas paralizaba hasta el tiempo! Todo el día, que había sido una amenaza de la noche, intensificose en el crepúsculo; y después la ciudad quedó sumida en una penumbra que era como un cadáver de luz. Al través de la nevada percibíase la seca transparencia del aire. Las luces brillaban con alucinante intensidad. El contorno de todas las cosas adquiría durezas cortantes. Había en el aire algo de cristalino, de frágil. Las puertas, cerradas, ponían entre las casas y las calles una barrera de egoísmo. ¿A quién acudir? A nadie. La ciudad no estaba menos desierta que el campo aquella noche en que debió morir para evitarse una triste vida sin objeto. Poco a poco, el miedo transformábalo en niño otra vez... ¿Y si rezase? No, ¿para qué? Las nubes, inagotablemente llenas de nieve, helarían también las plegarias, impidiéndolas llegar a Dios. Sonaron unas campanadas lentas, con vibración que se le comunicó a la carne. ¿Serían de un pueblo próximo? No, no estaba en el campo: estaba en la ciudad. Pero ¿por qué seguir andando? Las piernas casi no lo resistían. Muy poco pesaba su cuerpo; mas pesaba... Lo mejor era acurrucarse en un sitio cualquiera y seguir pensando en su niñez... ¡Ah, si siquiera tuviese un mendrugo! Cuatro días sin comer era demasiado... ¡Bah, el bálsamo del recuerdo hasta el hambre y las quemaduras del frío curaba!... Ya la ciudad no existía, ya el hambre no existía. Ahora su cuerpo, en fuerza de acurrucarse, habíase empequeñecido hasta el mismo tamaño de su alma. La nieve caía, caía... A lo lejos, las luces se agrupaban de dos en dos, por distantes que fueran, siempre de dos en dos. Ya no eran faroles; eran pupilas y, bajo de ellas, los dientes de los lobos de la ciudad rechinaban... El pasado y el presente fundíanse. Una dulzura, mitad aterrorizada, mitad curiosa, iba envolviéndolo. Los copos, impulsados por el viento, empezaron a oblicuar y a cubrirlo; pero al través de los copos veía la atmósfera límpida y las luces siniestras de los ojos... «Era inútil defenderse más... Que fuese lo que Dios quisiera...» Los lobos estaban en alto y él había caído a lo más hondo. No tenía armas, no tenía lumbre que encender... Cerró los ojos y se dispuso a esperar la muerte.

      Dos brazos lo estrecharon entonces; sintió un hálito tibio; y una voz mojada de lágrimas le susurró entre besos: «No tengas miedo de los lobos, hijo mío, que estoy yo aquí».

      LA MALA VECINA

      Nada más irónico y más veraz que aquel título escrito en letras moradas sobre el frontispicio: «La Siempreviva». «Sí —parecía pensar el dueño de la tienda mientras aserraba escrupulosamente los tablones—, llegarán los hombres a cambiar de costumbres, a relegar a lugar secundario los artículos que ahora parecen insustituibles, a suprimir usos y adoptar otros nuevos...; pero la muerte los aguardará siempre al final del camino, y yo ahora, mis hijos más tarde y mis descendientes hasta el juicio final podrán seguir haciendo ataúdes, vendiendo coronas y encargándose de llevar con decencia hasta el cementerio a todos los muertos del barrio...» Esto parecía meditar; mas, en realidad, el señor Juan no pensaba nada: dentro de su cráneo, las ideas jamás fueron grandes y rotundas, como su abdomen; ni agudas, como el pico de pelo que casi partíale en dos la frente, tan estrecha que semejaba entre las cejas y el pelo un río con márgenes frondosas. Esa incómoda secreción llamada pensamiento no lo importunó nunca; tres o cuatro bocetos de ideas, que le inculcaron de muchacho, le sirvieron para toda la vida; y por eso, cuando vinieron a proponerle que trasladara de sitio la funeraria, se enfurruñó, compró la casa con sus ahorros y dijo, apoyando su resolución con golpes de martillo sobre su banco de trabajo:

      —¿Conque mi tienda afea la calle? Pues fea será para toda la vida... Ya veremos si por causa de las coronas vienen o no a vivir inquilinos a mis pisos dándolos a buen precio.

      Y acudieron inquilinos. ¡No habían de acudir! La calle era una de esas vías estrechas, sórdidas, que, protegida por mil intereses, continúan su vida de mezquindad en el mismo corazón progresivo de las ciudades. El sol no bajaba nunca hasta sus charcos; y en los días de invierno parecía que los tejados de ambas filas de casas iban a unirse para formar un inmenso ataúd donde se enterrarían para siempre los pobres empleadillos de dos mil pesetas con sus vastas proles; las tenderas, sus parroquianas, que al cabo de llevar fiado días y días todo su alimento no llegaban a deberles dos duros; los perros famélicos, el lorito de la bodega y hasta los mismos ataúdes del señor Juan... Los inquilinos que llegaron cuadraban bien con la tristeza de la calle y con la insalubridad de la casa; eran una señora enlutada, con una hija ya moza y un niño de siete u ocho años. Al entrar en el portal y ver la funeraria al través de una ancha mirilla establecida por el señor Juan al adueñarse del inmueble, el niño se apretó contra su madre y suplicó:

СКАЧАТЬ