El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata
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Название: El alma de los muertos

Автор: Alfonso Hernandez-Cata

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Cuadernos de Obra Fundamental

isbn: 9788417264284

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СКАЧАТЬ vecinas que salían:

      —¡Vaya un trance duro, mi señora! Uno de los dos tiene que quedar... El doctor lo ha dicho.

      Y entraron.

      Solo, sujetándose a la ventana para no caer, la idea terrible volvió a hacer presa en su cerebro. Ahora se perfeccionaba más: «¡Oh, si ella muriese!». Y con una rapidez de alucinación se sucedían en sus ojos cerrados las visiones de una caja grande, galoneada de oro, y de una cajita blanca muy pequeña, casi tanto como la caja de papel del jefe de su negociado.

      «¡Si fuera ella la que muriese...!» La idea se agigantaba, se apoderaba de su voluntad y se dirigía hecha un voto maléfico hacia el cuarto donde la anestesiada articulaba con torpeza frases incoherentes y llamaba a alguien, a alguien que no era él. ¡Oh, tanto tiempo sin sospechar!

      Al recuerdo de aquel antiguo conocido visto con simpatía innumerables veces; al recuerdo de la pregunta audaz de hacía poco; al recuerdo de su plácida dicha truncada, la idea completaba su maleficio, hacíase más claramente perversa: «¡Que sea ella, que sea ella, aunque su hijo viva!...».

      Y hubo un murmullo dentro.

      Él comprendió que algo decisivo ocurría, y se aferró con convulsa fuerza a los barrotes... ¿A cuál de los dos tendría que acompañar en la mañana asoleada que siguiese a la interminable noche de velorio...?

      Sobre el murmullo compasivo, unos vagidos gangosos e intermitentes vibraron en la habitación.

      Y una de las vecinas, que salía trémula, retratado en el rostro ese horror inconfundible de los que ven pasar cerca a la muerte, exclamó al ver a Julián exánime junto a la ventana:

      —¡Pobre!... ¡Tan poco tiempo de casados!... ¡Mira cómo, tan débil, ha podido doblar los barrotes: la fuerza del dolor!... ¡Que Dios nos libre, señora, que Dios nos libre!...

      LA HERMANA

      Se hizo preciso adelantar la marcha, porque a la salud de Lucio no era propicio el tráfago urbano. Cuando llegaron a la quinta, ya los árboles tenían retoños verdes, y de noche, los jazmineros enredados en la verja envolvían la casa en su fragancia pesada y mareante.

      La sexagenaria paralítica se negó a que su hijo fuese llevado al manicomio. ¿No hubiese sido cruel confinar a un hombre a quien la pérdida de su esposa privara de razón? Por eso, contra los consejos unánimes de los facultativos, ella opuso, tenaz, su resolución de madre cariñosa:

      —Lo llevaremos a la quinta. Allí, en el campo, sin más compañeros que los viejos guardas y yo, tal vez olvide su obsesión; sin ver mujeres...

      Fue un suceso trágico y doloroso. Ante el cadáver de la esposa, virgen dos meses antes, Lucio tuvo el primer acceso. Inclinado sobre el ataúd, acarició a la compañera frenéticamente; mordió los labios fríos y, cuando para alejarle desagarrotaron sus dedos enlazados a los de ella, las manos muertas y las vivas ofrecían igual rigidez.

      Desde entonces, la vesania erótica conturbó todo su organismo. El dolor moral, la desolación del alma y del cuerpo abandonado por el espíritu y la carne fraternos tuvo una localización morbosa. Apenas derramó lágrimas. Vuelto en sí del largo desmayo, ni la nombró siquiera; pero la veía viva en todas las mujeres núbiles. Bastábale la visión de una mano, de una prominencia temblante bajo las vestiduras, para imaginarla y desear volver a ser su dueño. Era un gran duelo muscular y nervioso, un ígneo recuerdo perenne de la médula y de la piel.

      Hubo necesidad de prescindir en la casa de las sirvientes jóvenes, porque en las tardes de primavera, cuando la atmósfera se carga de deseos y perfumes disueltos en una laxitud infinita, Lucio las perseguía lanzando alaridos faunescos.

      Y fue inútil atarazarle las manos —¡tristes manos, antaño laboriosas, que ahora, al servicio de su locura, eran inconscientes verdugos!—. Su imaginación suplía todo contacto. La cordura, en vez de extinguir su llama, esparciose por los sentidos dotándolos de máxima sutileza. ¡Cuántas veces al hallarlo víctima de una convulsión espasmódica vieron su mirada de alucinado resbalar por la curva suave de un mueble o fija en la lejanía azul, donde las nubes eran definición extraña de algo gracioso y femenino!

      En la quinta gozó algunos días de reposo. Se alzaba temprano del lecho para bajar al establo con Fermín, el viejo sirviente. Allí veíale ordeñar las vacas. Una cobriza acariciábale con el mirar humilde de sus grandes ojos castaños, y ofrecía dócil el testuz a la mano enferma, mientras la leche de sus ubres coronaba la jarra de un penacho trémulo y tibio. Luego paseaban hasta mediado el día. Por las tardes, sentados en la azotea, desgranaba con lentitud los parajes tranquilos de un libro elegido exprofeso: raro libro donde una humanidad, exenta del azote lujuria, tejía una fábula pueril. Después, paseaban otro rato. Y el método de esta existencia mansa era benéfico para la salud de Lucio. Solo de vez en vez, la vista de cualquier objeto traíale por prodigiosa gradación de ideas el recuerdo temible. El criado no conseguía siempre alejar a la intrusa.

      —Mira, Fermín... ¿Ves esa onda que ha engendrado la piedra al caer en el lago? ¿Ves cómo se desarrolla blanda, lenta, en una curva toda armonía? Pues así son los flancos de ella... ¿Tú no la has visto desnuda?... ¡Oh! Yo te diré: tiene el pecho...

      —No piense en eso, señorito.

      —Dos senos perfectos, ubérrimos de voluptuosidad.

      —Señorito Lucio..., marchémonos de aquí... Se enfadará la señorita si habla usted de eso.

      Poco a poco, las trágicas evocaciones fueron más frecuentes. En el fondo de las ojeras verdosas, los ojos tornaron a fulgir con esplendor de cirios. Las manos y las orejas, casi transparentes, adquirieron tintes azulosos; a la influencia del recuerdo todo él vibraba como un arco. Dijérase que, desde el sepulcro, la esposa, amorosa y cruel, exigía el fin de la separación.

      Progresivamente, todo llegó a excitarle; el tacto de un cuerpo suave y terso, el gusto de cualquier manjar ácido, el ulular del viento entre las frondas. La Purísima Concepción fue desterrada del oratorio con la mácula de los pensamientos de Lucio. Algunas noches Fermín percibía su respiración acelerada.

      —Señorito..., señorito Lucio: ¿qué tiene usted?

      —¡Cállate!... ¿No notas el olor?

      —Son los jazmines del jardín... Quedaría alguna ventana sin cerrar.

      —¡Oh, no, no!... ¿Tú sabes quién tiene ese perfume?... Es ella, que ha venido.

      Y mientras el enflaquecimiento de aquella ruina física se crispaba epilépticamente, el nombre de la esposa surgía entrecortado, una vez, otra, muchas veces, hasta llenar la estancia, donde parecía todo más grande, más triste...

      Al finalizar mayo, un acontecimiento hizo que la madre, siempre reacia a recluir al viudo, adoptase una resolución evitada hasta entonces. Lucio, en un acceso de furia, maltrató al viejo servidor. Hacíanse precisos los cuidados de otra persona a quien Lucio respetara y quisiese. ¡Ah, si ella pudiera moverse del sillón, estar siempre a su lado!... Con ella nunca dejó de mostrarse cariñoso y sumiso, casi normal.

      Y fijo el pensamiento en su otra hija, decidiose a escribirle una carta henchida de lamentos, por cuyos renglones erraban sollozos y suspiros de angustia:

      «Tú no tienes niños... Son unos meses, solo unos pocos meses, que sacrificas a tu esposo... Piensa en mí... Tu hermano, СКАЧАТЬ