El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata
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Название: El alma de los muertos

Автор: Alfonso Hernandez-Cata

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Cuadernos de Obra Fundamental

isbn: 9788417264284

isbn:

СКАЧАТЬ de 1927.

      «Don Juan Portuondo»: publicado en Diario de la Marina, La Habana, 27 de enero de 1928.

      «El regreso de Sirio»: publicado en Diario de la Marina, La Habana, 25 de marzo de 1928.

      «Una carta de Hernández Catá»: publicado en Diario de la Marina, La Habana, 29 de junio de 1930.

      «Una mujer»: publicado en Ahora, Madrid, 28 de diciembre de 1930.

      «Valle-Inclán»: publicado en Atenea. Revista Mensual de Ciencias, Letras y Arte, Concepción, Chile, enero de 1936.

      ADENDA

      Carta de Alfonso Hernández-Catá a Gabriela Mistral: original manuscrito a pluma. Legado Gabriela Mistral. Donación de Doris Atkinson 2007. Correspondencia. Archivo del Escritor / Gabriela Mistral, Biblioteca Nacional de Chile, Santiago de Chile, AE0011243.

      «Despedida de Hernández Catá»: original mecanografiado con correcciones manuscritas a lápiz, incluida la anotación del propio título del escrito. Legado Gabriela Mistral. Donación de Doris Atkinson 2007. Manuscritos. Archivo del Escritor / Gabriela Mistral, Biblioteca Nacional de Chile, Santiago de Chile, AE0013146.

      NOTA A LA EDICIÓN

      A partir de la transcripción fiel a las fuentes aquí referidas, en los textos de esta antología se han actualizado aspectos ortográficos de diverso orden de acuerdo a las normas hoy vigentes; asimismo, se han subsanado algunos errores en nombres propios de personas o en topónimos, y se han armoni­zado detalles formales que respondían a los distintos criterios gráficos de las publicaciones originales.

EL ALMA DE LOS MUERTOS

      I. CUENTOS

      CUENTO DE LOBOS

      Macizas nubes, al través de las cuales veíase un fondo gris, bajaban audazmente sin miedo a engancharse en pararrayos y veletas, transformando el día en un largo crepúsculo helado. Y el náufrago que tantos años vivió sin mirar al cielo detenía de vez en vez el rápido andar con que combatía el frío, para interrogarlo con miradas de angustia.

      Él había sido al mismo tiempo su nave y su piloto: la nave, el cuerpo; el piloto, la voluntad caprichosa, irreflexiva, pulverizada por un anhelo de goce y espectáculo que lo apartó de todo esfuerzo útil. Su madre le dio la desdicha con uno de esos cariños ciegos, ávidos, que lo eximió de todo contacto directo con las dificultades. Ni supo del trabajo ni de las privaciones; hombre ya, era todavía niño desvalido. Con su pensión modesta y con sus manos hacendosas obraba la pobre mujer milagros, y eran casi ricos.

      Desde la hora de llevarle el desayuno a la cama hasta la de dejarlo arropado en ella, su ansia maternal, ubicua y feliz en la quebrantadora servidumbre, estaba en todas partes donde pudiera evitar al hijo un desasosiego. Y cuando un día, casi con la labor de costura entre las manos, murió, él se quedó aterrado, más huérfano que nadie en el mundo, con el alma crecida solo a medias, y el tamaño y la fuerza del cuerpo, inútiles.

      La esperanza de conseguir un puesto burocrático lo llevó a la ciudad. En los primeros años fue la parca herencia gastada poco a poco: risueñas correrías, vino y mujeres en los días de sol, y falsas enfermedades desde el otoño a la primavera. Cigarra equivocada de forma, daba jubilosa su canto apenas se abría abril. Mes a mes impusiéronse los expedientes, el paso difícil entre el no necesitar de nadie y las primeras peticiones, los destinos mal servidos en donde le era imposible encerrarse en cuanto lluvias primaverales arrancaban a la tierra fragancias germinativas, los proyectos de emigrar a un país de perpetuo verano, el sonrojo de las primeras indelicadezas, y el estupor al comprobar que, paralelamente a su desenfado, los amigos iban adquiriendo en el sentimiento una callosidad esquiva o irónica que, cuando no dictaba pretextos increíbles, salía del paso con la generosidad irrisoria del cobre.

      Y luego las expulsiones de las casas de huéspedes, el vagabundeo, el traje, merced al cual podía entrar en los cafés e inmovilizarse sin tomar nada junto a los grupos de conocidos, vendido una tarde: ¡tarde maldita, verdadera barrera entre el hombre y el náufrago, después de la cual conoció, en el desierto de la ciudad, el hambre, el sueño, los primeros fríos al través de los jirones, los rostros antaño acogedores fingiendo con una perfección malvada no haber estado jamás cerca del suyo!

      Y, sin embargo, un sufrimiento más temible le quedaba aún. Era para él una obsesión, algo terrible y peor que todo, que le hacía volver hacia el cielo su mirar de paralítico del alma. Por ese miedo realizó, al empezar el otoño, un esfuerzo infinito de voluntad, y proyectó echar carretera adelante, hacia el sur, para ir siquiera a ser mendigo en tierras templadas; mas el invierno llegó sin transiciones, inmovilizándolo, y ahora, en sus sueños de los quicios de las puertas, en sus huidas de los guardias encargados de transformar la caridad en tiranía, en las horas vergonzosas de las entradas de las iglesias, en que los pobres le echaban en cara su juventud y los ricos compraban el favor de Dios con dádivas mezquinas, su terror tomaba un aire atónito, pueril casi. A veces, en los cafetuchos llenos de lumias y de olor a fritanga y a alcohol, cuando las cabezas, llenas de un sueño viejo, se inclinaban hacia las losas de mármol sobre cuya dureza sepulcral el mirar vengativo del dependiente prohibía dormir, solía preguntar:

      —¿Cree usted que nevará este invierno?

      —Pregúntemelo usted en mayo y se lo diré...

      —Pero, en serio, ¿cree usted...?

      —¡Ay, qué gracia! Me río de que aquí el señor me ha tomado por un angelito y quiere que le descubra las cosas del cielo.

      Al poco rato, olvidado de las burlas soeces, volvía a interrogar. E interrogaba también a las nubes en las largas noches en que, aterido, antes de rendirse en el umbral de algún portalón, recorría las calles, alargadas cruelmente ante sus pasos, con una rapidez exasperada, en vueltas enormes tras de las cuales los relojes públicos decíanle con impavidez amarilla que su caminata apenas había durado dos horas y que la noche casi íntegra faltaba aún.

      Mas la nieve era su pesadilla; hablábanle de ella los termómetros, los coches fúnebres; cuanto era blanco fuera de él y cuanto era sombrío en su interior hablábale de ella. El hambre y el sueño adquirían, por contraste, dulcedumbre sarcástica. ¿Por qué aquel miedo concreto a una sola cosa cuando todas las del mundo le eran hostiles por igual? Dijérase que su alma de niño, incapaz de previsión y de ordenado esfuerzo, su pobre alma perniquebrada, estuviera bajo el influjo de uno de esos cuentos con que los grandes enseñan a los chicos la voluptuosidad del miedo. Su terror obedecía sin duda a un motivo real que, a veces, parecía ir a revelársele y se esquivaba luego, en cuanto la atención fijábase en él. La nieve era un enemigo desconocido con quien tarde o temprano habría de encontrarse. Y, al fin, tras tanto temerlo y tanto pedir referencias suyas, salíale al encuentro: dentro de aquellas nubes macizas, que no lograba dejar de mirar, estaba. Bastaba que una veleta de las más altas les abriese una grieta para que se precipitara por ella con furia blanca, cruel, implacable...

      Y al ver caer los primeros copos sintió una emoción extraña, casi dulce. Ni una ráfaga impedíales caer perpendicularmente. El frío era seco y las calles no tardaron en quedar desiertas. «Va a cuajar enseguida», dijo uno al pasar. «Tenemos para rato», respondió otro subiéndose el cuello de su gabán de pieles. Los árboles, los tejados blanqueaban. En dos horas el sudario tenía apenas leves desgarraduras que la nieve se esmeraba en coser. Un frágil silencio apagaba la vida de la ciudad; dijérase que los innumerables copos de algodón la hubiesen guateado. Todo cuanto era movimiento y ruido refugiábase en los huecos hoscos СКАЧАТЬ