Название: No me digas que no podrás
Автор: Sebastián Escudero
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Sanación en el Espíritu
isbn: 9789877620870
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Tengo numerosos alumnos en las aulas enemistados con todo el mundo, histéricos, negativos, pesimistas, que parecen llevar un gato furioso adentro suyo. Pero todas estas reacciones son consecuencia de un detonante interior: la manera como se ven a sí mismos. Es fácil descubrir en estos casos que es su autorechazo la raíz de cómo ven a la sociedad y a la vida.
Cuenta una historia que a la entrada de un pueblo estaba sentado sobre una roca un anciano con su bastón, un hombre cuya faz reflejaba el paso de los años. El anciano se pasaba todo el día sentado sobre esa roca, y de repente, un día apareció un joven en un automóvil, frenó ante él y le preguntó:
— Perdone señor, ¿lleva usted mucho tiempo viviendo en este pueblo?
— Toda mi vida — contestó el anciano.
— Verá, es que vengo de otra ciudad y he tenido que trasladarme por motivos de trabajo. Perdone, pero ¿podría decirme cómo es la gente de este pueblo?
— Pues verá usted — dijo el anciano pensativo — no sabría decirle. ¿Cómo era la gente de su ciudad, de allá de donde viene? — preguntó.
— Ah, pues maravillosa — contestó el joven — Son fantásticos, lo niños juegan por la calle, la gente siempre está alegre, los vecinos se ayudan. Todo allí era felicidad.
— Pues verá — contestó el viejo — puede usted alegrarse, la gente de aquí es exactamente igual.
— Muchas gracias, señor.
El joven arrancó su coche y entró en el pueblo. Al poco rato llegó otro joven en otro automóvil, de nuevo se volvió a parar delante del anciano y le preguntó:
— Perdone, señor, ¿lleva usted mucho tiempo viviendo en este pueblo?
— Toda mi vida — contestó el anciano.
— Verá es que vengo de otra ciudad y me he tenido que trasladar por motivos de trabajo. Perdone, pero ¿podría decirme como es la gente de este pueblo?
— Pues verá usted — dijo el anciano pensativo — no sabría decirle. ¿Cómo era la gente de su ciudad, de allá de donde viene? — preguntó.
— Ah, pues horrible — contestó el joven — Son terribles, los niños corren por la calle, la gente camina entristecida, los vecinos ni se conocen. Todo allí es amargura.
— Pues verá — contestó el anciano – lamento decirle esto, pero aquí la gente es exactamente igual.
— Muchas gracias, señor.
El joven arrancó su coche y entró en el pueblo.
Otro hombre, que había permanecido callado mirando estas escenas, se enfadó con el anciano y le dijo:
—¿Cómo puedes tener tan poca vergüenza? ¡Te hacen la misma pregunta y a uno le dices una cosa y al otro lo contrario!
—No he dicho ninguna mentira, amigo— le replicó el anciano — Cada uno de nosotros no puede ver más allá de lo que su corazón le permite. Cuando estoy enfadado, tengo miedo o estoy feliz, mis maneras de ver la realidad son completamente distintas. Estoy seguro que el primer muchacho estará feliz compartiendo su bondad con la de nuestra gente, mientras que este otro solo encontrará maldad y violencia entre nuestros paisanos, porque es lo que llena su corazón; solo encontrarás lo que lleves dentro. Y es que en definitiva el mundo no es mejor ni peor, sino que depende de los ojos con que lo miremos.
Constantemente estamos echándole la culpa de nuestro descontento a los demás, así como el segundo joven de esta historia que intentaba alejarse, según él, de las causas de su infelicidad. Casi siempre le echamos la culpa al sistema, a los políticos, a nuestros jefes “explotadores”, a nuestros padres, amigos, profesores, a los que nos cobran las deudas, a los ricos, a la pobreza, a la Iglesia, a la contaminación, al tráfico, etc. Es mucho más fácil culpar a todo lo externo a nosotros, porque es lo que hemos hecho desde que éramos niños y ahora, inconscientemente, forman parte de nuestras acciones diarias.
Optamos por una nueva pareja, por un nuevo partido político, una nueva religión, nos convertimos a una nueva fe, nos mudamos, intentamos cambiar las cosas externas llegando hasta límites insospechados; sin embargo, nada cambia. Es que todo lo que sentimos o percibimos del espacio externo es un reflejo de nuestro mundo interno; nosotros proyectamos nuestro malestar a los demás y lo que recibimos son reacciones, así como cuando se aplica una fuerza a algo, ése algo reacciona con la misma intensidad, pero en dirección contraria.(6)
Tu contrincante más difícil en la vida eres tú mismo. Así que quizás es hora de buscar dentro de nosotros aquello que necesita ser sanado para poder estar en paz con todo lo demás.
De lo contrario, nos puede pasar como el abuelo aquel que lucía un bigote largo y frondoso. Un día, celebrando una ocasión familiar en la casa de su hijo, después de un abundante almuerzo, se acostó para tomar una siesta. Su nieto preferido, al verlo tendido y roncando, por hacerle una broma, le untó, sin que se despertara, un queso francés fermentado en su bigote. Momentos después, el abuelo dejó de roncar, se reacomodó y olfateó profundamente. Detectó un extraño aroma e hizo un gesto de desagrado. De repente se levantó quejándose. Comenzó a deambular por toda la casa, buscando el origen de ese putrefacto hedor. Cada vez que se acercaba a cada una de las personas que estaban en la casa, repetía para sí mismo:
— Todo y todos apestan en esta casa. Es imposible que no se den cuenta.
Al no soportar más el olor, aseguró en voz alta:
— No me aguanto esta porquería.
Se dirigió hacia la puerta y salió de la casa dando un fuerte portazo.
Siempre buscamos el olor en los demás cuando en realidad primero hay que buscarlo empezando por nosotros mismos. Por algo el señor Jesús nos enseñó a mirar primero la viga que tenemos en nuestro ojo antes de querer limpiar la pelusa que hay en el ojo de nuestro prójimo (Cf. Mt 7, 1-5).
Escribí este libro para motivarte a que cambies el mundo. Pero antes de llegar a esos capítulos finales de motivación, tengo que empezar por decirte que primero tienes que cambiar tu propia vida, tu propia mente. En las criptas de la abadía de Westminster, en Londres, se encuentra el siguiente epitafio en la tumba de un obispo anglicano:
Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Cuando me hice más viejo y sabio, descubrí que el mundo no cambiaría: entonces restringí mis ambiciones, y resolví cambiar a mi país. Pero el país también me parecía inmutable. En el ocaso de la vida, en una última tentativa, quise cambiar a mi familia, pero ellos no se interesaron en absoluto, arguyendo que yo siempre repetía los mismos errores. En mi lecho de muerte, por fin, descubrí que si yo hubiera empezado por corregir mis errores y cambiarme a mí mismo, mi ejemplo podría haber transformado a mi familia. El ejemplo de mi familia tal vez contagiara a la vecindad, y así yo habría sido capaz de mejorar mi barrio, mi ciudad, el país y -¿quién sabe?- cambiar el mundo.
Así sucede con nosotros muchas veces, estamos tan interesados en que otros cambien que se nos olvida a nosotros cambiar. Lo primero que debemos cambiar es nuestro corazón. Cuando lo hacemos, empezamos a buscar soluciones y a ser parte de la solución de los problemas que se presentan СКАЧАТЬ