No me digas que no podrás . Sebastián Escudero
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СКАЧАТЬ psicólogas que me hacían hacer dibujos durante horas porque no podían sacarme palabra alguna.

      Una de las cosas que supe desde ese entonces es que nunca jamás volvería a exponerme públicamente. Se trataba de un monstruo demasiado gigante como para volver a lidiar con él. Sin embargo, mi realidad hoy es que vivo hablándole a las masas y no quedan ni rastros de aquellas dificultades de mi pasado. Déjame contarte cómo empezó todo.

      Tenía 17 años cuando le conté a mi madre que soñaba con ser predicador. Le pregunté qué opinaba. Ella hizo una pausa fatal de varios segundos. Su respuesta era letal, porque podría determinar un destino, y quizás el de miles más. Me miraba como la madre del chico que le pregunta si puede ser tenista faltándole los brazos. Era un sueño demasiado difícil de apoyar. Pero me abrazó y me dijo: “Sí… vas a ser un gran predicador”.

      Recuerdo que empecé a entrenarme con ella. Pobre, se quedaba dormida a veces sentada en el sillón escuchándome inventar historias bíblicas. Ella me asentía en todo lo que decía, aunque estuviera diciendo puras barbaridades; parecido a esas mujeres que gritan “amén” a cualquier cosa que dicen los predicadores. Quizás el predicador está diciendo herejías del calibre de: “Satanás está enamorado de ustedes”. Y ellas gritan con pasión: “Amén, amén… ¡Amén!”. Así estaba mi mamá.

      Al no conocer en profundidad la Biblia, ella me miraba con asombro y admiración. El tema es que en mi Biblia, la que yo le predicaba a ella, mi propia versión de la Palabra de Dios, Thomas Edison y Leonardo Di Caprio estaban entre los apóstoles. La virgen María tomaba mates con Moisés, mientras Pablo le tiraba una piedra al gigante Goliat y los jinetes del apocalipsis subían al arca de Noé. De todos modos, lo importante es que con ella hablaba fluido… y eso era maravilloso y prometedor.

      También solía entrenarme mirándome al espejo y hablándome a mí mismo como si se tratara de una multitud de jóvenes. La otra espectadora que me admiraba mucho era mi perrita Daiana. Ella movía la cola en señal de asentimiento.

      Entonces me puso la mano en el hombro y me empezó a conducir hacia el salón donde tendría que predicar. Solo me atreví a hacerle una pregunta más: “¿Y de qué tengo que predicar padre?” “De la santidad – me respondió, como para terminar de acrecentar mi pánico. Yo solo largué una carcajada… supongo que por los nervios. Pero tenía la suficiente confianza como para plantearle mis miedos: “Acabo de confesarme, Padre, y ¿tengo que predicar sobre la santidad?”. Entonces me dio una respuesta sabia, que yo las escuché como si viniera del mismo Dios, que me acompañarán toda la vida: “Si vas a esperar a ser santo para empezar a predicar no vas a empezar nunca”. Sin duda percibió que esas palabras no eliminaban mi miedo. Así que entregándome en mis manos su Biblia me dijo: “Cuando no sepas qué decir, cuéntales tu testimonio. Eso será muy fuerte para ellos”.

      Y allí estábamos los dos parados frente a ese bendito salón lleno de jóvenes carismáticos. Qué desafío el mío, esos jóvenes no eran de una asociación intelectual de la Iglesia, eran jóvenes esperando un mensaje poderoso para ir a buscar a los muertos y resucitarlos.

      Cuando comprendí que el momento de mi presentación era inminente no tuve mejor idea que recurrir a la lástima. Quizás así se conmovía el curita y entendía que no podía yo predicar; no al menos ese día. Entonces le recordé mi testimonio, mis enormes crisis de la infancia que me incapacitaban para poder dar este mensaje. Pero, como si no le hubiera contado nada, el sacerdote me hizo pasar, e ignorando completamente mi planteamiento, me presentó a los jóvenes anunciándoles que yo sería el encargado del mensaje de hoy.

      Tremendo momento histórico de mi vida. Era un punto sin retorno, un momento decisivo para mi destino. Si volvía a fracasar quizás nunca más me pararía delante de dos o más personas a predicarles. Había que hacerlo. Así que empecé a hablar. Me invadieron los nervios y comencé a decir literalmente cualquier cosa. Hacía bibliomancia: abría la Biblia al azar y en el personaje que me salía hablaba acerca de su santidad. Debo haber canonizado hasta a Caín y a Judas. Pero de “algo” tenía que hablar.

      Cuando terminé de predicar, el sacerdote me invitó a acompañarlo dar charlas a jóvenes de su congregación el siguiente fin de semana; sería un viaje al norte del país que incluía jornadas de evangelización en tres provincias.

      Llegué a casa y le dije a mi mamá que tenía dos cosas para contarle: la primera, que acababa de dar el primer mensaje de mi vida, y me había ido perfecto. La segunda, si me daba permiso para viajar el sábado siguiente a predicar a Catamarca, Tucumán y Salta.

      Así empezó mi ministerio, hace más de 15 años. Sin darme cuenta, mi agenda estaba llena de viajes alrededor de mi país y luego, del mundo, para hablarle a la gente acerca de su Amor. He visto a miles y miles de personas ser tocadas por Dios a través del tesoro que llevo en mi frágil vasija de barro. Y cuando alguien me pregunta cómo puede hacer para ser un predicador, como lo soy yo, solo les respondo que tiene que estar preparado, en el lugar exacto y a la hora indicada en que el Señor quiera levantarlos para dar un testimonio.

      Y a todos los jóvenes que me dicen que quieren triunfar en el deporte, en la política, en la música, en el baile, en lo que sea, pero que tienen miedo, que se sienten demasiado jóvenes, demasiado sucios, inexpertos, con sueños que superan sus posibilidades reales, con incapacidades físicas, con una marca negativa en sus infancias…les respondo con una sonrisa lo que siempre me dice Dios a mí: “No me digas que no podrás”. Así se titula una canción que hicimos con el Espíritu Santo y que resume lo que entendí que me había dicho el Señor en aquellos primeros tiempos de mi ministerio:

       NO ME DIGAS QUE NO PODRÁS

      No me digas que no podrás

       que eres muy joven para hablar

      que СКАЧАТЬ