La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo
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Название: La vida breve de Dardo Cabo

Автор: Vicente Palermo

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Vidas para Leerlas

isbn: 9789878010748

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СКАЧАТЬ No se podía leer nada. Él decía que los peronistas somos incorregibles. ¿Ustedes inventaron una biblioteca así para peronistas?

      –No, Dardo, pero ¿qué significa peronistas?

      –¿Cómo? ¿No hay peronistas por aquí?

      –No sé, hijo, pero en nuestra biblioteca grecorromana se puede leer, naturalmente. En cualquier idioma. La vida del filósofo era bastante precaria, mal mirado por los poderosos y los débiles; pero con el paso de los siglos hemos sabido construirnos una reputación. ¿Y a ti te gusta leer?

      –Mucho. Lo que se dice leer, aprendí en cafúa… en la cárcel. Despunté el vicio.

      –¡Hijo! –levemente escandalizado–. ¿Cómo fuiste a dar a la cárcel? Si te mandaron aquí desde ese sitio terrible, serás un mártir, alguien que dedicó su vida a la causa de los que tienen hambre y sed de justicia.

      –No, no, no es para tanto –responde Dardo con la mayor modestia–, no vaya a creer. Otro día se lo cuento. Ahora lléveme a la biblioteca.

      Marzo de 1952. Armando no podía creer lo que escuchaba. Demasiado próximo al expositor, no encontró prudente hacer un comentario. Pero relojeó a su amigo, sentado a su derecha. El coronel Bermúdez, hierático, fijaba los ojos en el conferenciante, pero al cabo de algunos segundos percibió la interrogación de la mirada intensa de Armando. Se dibujó en su rostro, entonces, una expresión de extrema sorpresa en reacción presunta a las palabras que oían ambos. Pero a Armando lo invadió la sobrecogedora impresión de que Bermúdez, boquiabierto y con ojos desorbitados, estaba fingiendo. Volvió la vista al expositor, que afectaba tranquilidad sentado, solo, en el escenario. El viejo general Goes Monteiro no hablaba portuñol. Hablaba un castellano más que pasable con ligero acento gaúcho. Como todo gaúcho de élite conocía bien a los argentinos; era un enamorado del tango, Armando ya lo había tratado ocasionalmente, tiempo atrás. Era cauteloso, pero esta vez, enfundado en su uniforme impecable del Ejército brasileño, estaba siendo claro, demasiado claro. Se tomaba su tiempo, eso sí; iba paso a paso, no decía todo de una vez, trataba de desplegar un orden lógico preciso de modo de ser persuasivo delante de su público fardado, supuestamente habituado a ese estilo de escritorio administrativo. El general intentaba, sobre todo, moderar el efecto muy previsible de sus palabras en una audiencia que conocía bien y sabía llena de grandes, aunque heterogéneas, expectativas. Pero para decir precisamente esas palabras había viajado esta vez a Buenos Aires.

      Nadie ignoraba –venía arguyendo Monteiro, y no le costó a Armando retomar el hilo de la exposición, tras escrutar a su amigo– que él no sentía fervor por los Estados Unidos, y menos aún por la política exterior norteamericana. Por eso mismo, Argentina podía otorgar créditos a su sinceridad –Armando se preguntó a quién se refería con Argentina; ¿al gobierno del general Perón? Porque había allí exclusivamente militares, él era apenas una mosca blanca–. Habían transcurrido siete años desde el fin de la guerra, y el contexto internacional ya no era el mismo. La Guerra Fría era una realidad pétrea, a la que George Kennan tanto había contribuido a plasmar en ideas de larga duración –Armando no sabía de quién estaba hablando Monteiro, pero lo intuyó–. Los bloques en pugna estaban consolidados, aunque sus fronteras no fueran inalterables, la índole del enfrentamiento era perdurable –Armando pensó de inmediato en que lo que oía contradecía de plano las predicciones del general Perón, no siempre bajo el seudónimo de Descartes, sobre la inminencia de una tercera guerra mundial inexorable. Agobiado, siguió escuchando–. En tanto, acredito, creo –Goes Monteiro se corrigió rápidamente– que no podemos descuidar nuestro desarrollo económico. ¿Quién puede proporcionarnos insumos, capitales, tecnología? Prefirió dejar en el aire la respuesta. Porque lo crucial era lo que le quedaba por decir. Y lo dijo. Soy desde hace mucho tiempo un amigo de los argentinos, y el presidente Vargas también lo es. Argentina y Brasil pueden, y deben, procurar un entendimiento comercial amplio, será un avance formidable. Aquí Monteiro vaciló un par de segundos, a todas luces buscando la palabra adecuada. Calzaba perfectamente la conjunción adversativa pero, que el general no quería emplear. Será un avance formidable, reiteró, sorteándola; y en atención a los cambios en el mundo y en nuestras naciones, ¿por qué no podría Argentina pensar en la firma de un acuerdo militar con Washington?

      Un expositor menos avezado habría concedido una pausa a su audiencia. Al contrario, Monteiro no se arredró ante la ola de inquietud que recorrió el salón de la Escuela Superior de Guerra –ola fiel al panorama pintado por el embajador en Buenos Aires sobre las grietas que se hacían visibles en el régimen peronista–. Imperturbable, abundó en consideraciones –lo relevante ya estaba dicho– en torno a la sugerencia brasileña. El estupor de Armando se tradujo rápidamente en un fuerte desaliento: percibió que su coronel amigo se mantenía inmóvil en su asiento, y hasta le pareció que contenía la respiración. Tuvo la sospecha fulera de que Bermúdez sabía por anticipado lo que el brasileño habría de decir y que lo había invitado precisamente para que lo escuchara.

      Esa tarde, Armando había dejado la sede de La Prensa, donde desempeñaba tareas algo difusas, para recalar en el café 36 billares. El café era casi un emporio exclusivo de los seguidores de Navarrita, se les animaran a los tacos o fueran pasivos admiradores de la maestría ajena. Pero en los últimos tiempos había recuperado el pasado esplendor conocido durante la Guerra Civil española, cuando el barrio hervía de simpatizantes nacionales y republicanos de palabra tan belicosos como los que se enfrentaban de hecho en la Península. Solo que ahora no había dos bandos, los contreras brillaban por su ausencia, y los prosélitos del general Perón dominaban la escena. Armando no estimaba especialmente la concurrencia de peronistas (habría sido como exaltar el aire que respiraba), aunque sí apreciaba la escasez de contreras, considerando la probabilidad de reyertas, nunca se sabe. Era fácil tomar un café con compañeros amigos, en esa habitualidad aleatoria que tienen los buenos cafés, jugar a veces a los dados, raramente al ajedrez. Bermúdez, siempre de paisana, lo había buscado varias veces por los 36, desde el día en que habían continuado allí una larga conversación iniciada en La Prensa.

      –Lo estaba buscando, Armando –saludó el coronel. No se tuteaban.

      –Siéntese Raúl, tómese un café, yo pido otro.

      Era fácil advertir que Bermúdez no venía, esta vez, a conversar de bueyes perdidos. Cambiaron unas palabras obsequiosas y al cabo Armando quiso ir al grano.

      –Y digamé, Raúl, qué lo trae por aquí.

      –¿Conoce al general Goes Monteiro, Armando? Está en Buenos Aires.

      Armando sabía de la visita del brasileño, pero no le había prestado atención al asunto.

      –Bueno, hoy da una conferencia, en la escuela.

      A Armando le hacía gracia la naturalidad con que los oficiales solían referirse a la escuela.

      –Ajá, ¿y? –acompañó la pregunta brusca con una sonrisa que denotaba interés, todavía algo artificial.

      –Quiero que me acompañe. Es para oficiales de estado mayor, recalcó el coronel, solamente. Y quiero invitarlo.

      –Pero, ¿por qué, Bermúdez?

      –Armando, Goes Monteiro es enviado de Vargas. No se trata de una visita de rutina militar, es política. El gobierno argentino valora especialmente la perspectiva de una alianza de gran porte con Brasil, usted lo sabe mejor que yo. La CGT tiene que estar al tanto.

      Armando quedó pensativo, sumamente interesado en concurrir pero al mismo tiempo reticente. Evita estaba ya muy enferma; esto le ocasionaba un dolor inconmensurable, pero al mismo tiempo una inquietud, que no alcanzaba a confesarse СКАЧАТЬ