Название: La vida breve de Dardo Cabo
Автор: Vicente Palermo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Vidas para Leerlas
isbn: 9789878010748
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–Ah, ¿sí? –dijo Dardo–. Qué interesante.
–Espero que no estés ironizando, Dardo, es de veras interesante, muy especialmente para ti. Esos caprichosos no se ponían de acuerdo sobre quiénes experimentan más placer sexual, si los hombres o las mujeres.
Tiresias disfrutó por unos segundos del suspenso que, al menos hipotéticamente, había creado.
–Les expliqué –dijo con suficiencia– que los hombres sienten la décima parte del placer que las mujeres.
–¡Carajo! –prorrumpió Dardo–. Pero…
–Así es –Tiresias no lo dejó seguir–; tal cual lo estás pensando. No precisas decírmelo. Lamentablemente mi fallo, que más exacto imposible, despertó la cólera de Juno, las iras de Hera, en breve trabalenguas. Mi premio fue la ceguera y mi castigo la sabiduría.
–Oia… eso me recuerda… ¡ah sí! Sí. A un tipo de mi país.
–Dardo, no seas insolente.
Diciembre de 1951. El general en persona le abrió la última puerta. Le gustaba hacerlo –Jorge Antonio lo sabía– cuando quería que el visitante se sintiese miembro de un reducido núcleo de hombres de confianza. JA estimaba que ese núcleo no era ni tan reducido ni de tanta confianza, pero apreciaba integrarlo. Saludó en silencio al general, con una mirada que parecía iluminarse y una leve inclinación de cabeza, que no llegaba a ser reverencia. Sus brazos se cruzaron en el abrazo rápido que el general ofreció, generoso. Los sillones que rodeaban una mesilla atiborrada de chucherías ceremoniales los esperaban. Hablaron de bueyes perdidos. JA vaciló en preguntar por la salud de la Señora, sabidamente precaria. Pensó que era algo fuera de lugar, en arreglo a las circunstancias, pero temió incurrir, de no hacerlo, en una grosería imperdonable. Lo hizo, finalmente, de modo alusivo, y la respuesta del general, apesadumbrada pero convencional, le confirmó que ignoraba todo sobre el asunto que lo traía a la Rosada. Un silencio, y una mirada amable, ligeramente inquisitiva, lo autorizaron a comenzar.
–Mi general, me trae aquí esta vez una materia difícil, algo intrincada.
JA era mucho más joven que el general, pero compartía con él, además de un cuerpo imponente (el general era alto, y JA más todavía), una propensión histriónica de la que era por completo inconsciente. Era consciente de que sus respectivas pasiones dominantes diferían.
–Dígame, Antonio –invitó tranquilo el general, nada inclinado a llamar a las personas por su nombre de pila.
–No sé por dónde empezar… y quizás –agregó, con el propósito de no dejar al general tan descolocado– usted ya esté al corriente. Sin duda usted lo está –se corrigió apenas, con espontaneidad solo aparente y confeccionando un filigrana florentino–, pero siento que tengo el deber de confirmarle que yo he sido convocado.
Este Jorge Antonio es un zorro, pensó el general, mientras le indicaba que prosiguiera.
–El hecho es que hace pocos días me convocó su señora esposa, de la que tengo el honor de considerarme un fiel servidor. Yo no era el único presente. Estaban también Espejo, Isaías Santín y Armando Cabo. Evita parecía algo incómoda, pero fue directamente al grano. Me estaban esperando para decirme que la CGT había tomado una decisión, que, en vistas de la situación del país y de las amenazas en ciernes, la Señora consideraba necesaria y avalaba. La decisión de la CGT es la de preparar, en el mayor secreto, una… –Antonio vaciló– milicia obrera –se le quebró algo la voz, y no estaba fingiendo, pensó el general, impertérrito, pero cuya sangre hervía–. Y a tal efecto adquirir en el exterior un número significativo de armas, quinientas, tal vez mil, cortas y largas… para empezar. La propia CGT, pero también la Fundación, correrán con casi todo el gasto, pero la Señora me solicita que yo contribuya con un cierto monto y, especialmente, que me ocupe de las gestiones. Puedo asegurarle, señor presidente, que la Señora solo reiteraba una cosa: no lo dejen solo al general.
Antonio cerró el pico. El general dejó prolongar unos segundos el silencio.
–Hmhm. ¿Y usted qué hizo?
Cobarde no era JA.
–Acepté de inmediato el encargo, naturalmente, viniendo de la Señora. Pero en el mismo momento pensé en confirmar que usted estaba en conocimiento. General –lo miró a los ojos–, dado el estado de salud tan delicado de su esposa, me pareció que no debía preguntarle nada más y que debía conversarlo directamente con usted lo antes posible. Espero haber procedido bien.
–Procedió muy bien; usted es un amigo y un compañero de conducta intachable.
JA pensó que él no estaría tan seguro de calificar su propia conducta de intachable, pero eso no venía al caso. Había quedado atrás el mal trago. Perón no hizo el menor esfuerzo por demostrar conocimiento o ignorancia del asunto.
–Vea, mi amigo, usted no tiene que informar a nadie, ¿me entiende?, a nadie, de este tema –JA asintió–. Segundo, cumpla con el pedido. Pero me tiene que mantener al corriente paso a paso, paso a paso –reforzó–, del trámite. Si tiene que viajar, viaje, pero yo tengo que ir sabiéndolo. ¡Ah! Lo del dinero. No corresponde. Lo pone y después vemos…
–Por favor, general, eso no es problema –se atrevió a interrumpirlo. El general insistió con un gesto y continuó:
–Ese cargamento, o tal vez sean dos, porque los belgas… tienen que entrar legalmente al país. Asegúrese de eso. Cualquier dificultad cuente conmigo. Usted y yo vamos a saber la fecha de su llegada. Desde ese momento yo voy a tomar exclusivo control. Si preciso de algo contaré con usted, por supuesto.
–Sí, mi general, me siento muy tranquilo. Gracias.
–Soy yo el que le agradece, Antonio.
* * *
Un residente de los Elíseos de cabellos canos –los dioses demoraron en arrancarlo del mundo de los vivos– se aproxima, solícito, a recibir a Dardo, bisoño en el oficio de ser difunto.
–Has llegado, debes ofrecer a Proserpina el debido tributo. Aquí –indica– te está mandado deponer tu ofrenda.
Dardo se deja guiar y el anfitrión, que responde al nombre de Ignacio, le proporciona lo necesario. Habiendo cumplido con la diosa, caminan hasta los sitios risueños y los amenos jardines y bosques, moradas de la felicidad. Un aire más puro vestía aquellos campos de brillante luz, ya que aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. Dardo observó a los afortunados. Unos se ejercitaban en herbosas palestras, otros se divertían en luchar delicadamente sobre la dorada arena; otros danzaban en coro y entonaban versos… Luego vio a otros comiendo tendidos sobre la hierba y entonando jubilosos himnos en honor a Apolo… Algunos andaban a paso lento, solazándose en un silencio beatífico. Otros jugaban en ronda con una bola, que se arrojaban grácilmente, con una sonrisa dulce en los labios…
Dardo observa primero perplejo, luego alarmado. ¿Las delicias paradisíacas? ¿La habría pifiado, la Sibila? Su cicerone, que algo ha indagado en el papeleo administrativo del recién llegado, advierte su desazón.
–Dardo –lo interpela mansamente–, tu fastidio quizás no tenga remedio, pero debo informarte: los Elíseos cuentan con una biblioteca СКАЧАТЬ