Название: La vida breve de Dardo Cabo
Автор: Vicente Palermo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Vidas para Leerlas
isbn: 9789878010748
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Esa noche, Armando le anunció que se iría por un tiempo a Tres Arroyos. Trabajo tendría, seguro, lo esperaba una fábrica.
* * *
–Dicen que dicen, Dardo, que Evita una vez dijo que la enemiga de la oligarquía era ella, no el general.
–No lo dijo. Es del tipo de cosas que… un suponer, Rosa Calviño, senadora y de la confianza de Evita, en confidencias, mirá Eva, me parece que la oligarquía le tiene miedo al general, pero más te tiene a vos. Evita pudo haber hecho un gesto impreciso, una sonrisa cómplice, y listo, ya está, se echó a rodar. Pero no lo dijo, estoy seguro. Aunque lo pensaba.
–¿Estás seguro? ¿Lo pensaba?
–En 1971 escribí algo que sigo creyendo; me cito, disculpen, ganamos tiempo, time is money, para ustedes los de abajo: Dentro de la estructura de gobierno, Evita tenía el poder real. Perón descansaba en ella como en su más leal escudo, para contrarrestar la maquinaria burocrática. Evita era la fuerza popular opuesta a la alianza de políticos y militares. Con la CGT y el partido femenino manejaba los dos tercios de las candidaturas del peronismo… Con su muerte, la contrarrevolución cobró fuerzas… Méndez de San Martín y Tessaire son el comienzo del descalabro del gobierno y de la soledad de Perón… Desde entonces, el general podía comunicarse desde sí hacia la masa, pero sin poder recoger desde el pueblo esa respuesta vital que canalizaba Evita… Esa soledad se extiende hasta nuestros días… Cerré el brulote con esta acotación para 1971… Vayan ustedes, chicos, a confiar en la democracia representativa; por mucho que Perón continuara en la cúspide del Estado. La partidocracia y las burocracias devoraron todo muy pronto.
Dardo se detuvo un instante y miró a Antonio y a la Negra inquisitivamente.
–¿Conocen el episodio de las milicias obreras? Sí; lo conocen.
Antonio y la Negra asintieron en silencio. Se trataba de un incidente mil veces mentado, de esos que rebotan típicamente de un relato a otro, como el pochoclo en la sartén, sin fuente plenamente confiable. Antonio abrigaba dudas sobre su autenticidad; la Negra no. Antonio estaba equivocado.
–Bueno, prosiguió Dardo, yo era un pendejo, pero me tocó seguir de cerca su desenlace. Recuerdo a mi padre regresando aniquilado, de Casa Rosada, una noche, después de que el presidente, junto con un par de generales que gastaban crespones, lo pusiera en conocimiento de la decisión de cancelar definitivamente “esa locura”. Lo recuerdo en su largo desahogo conmigo, tratando de justificar una decisión que consideraba un despropósito, derrotista. Los detalles propiamente históricos son pocos, les digo apenas dos cosas: había sido una iniciativa exclusiva de Evita, y el general nada supo del asunto hasta que se puso en marcha. Grave, ¿no? –preguntó con una de esas sonrisas que la Negra encontraba encantadoras–. Por si fuera poco, no fue Evita quien lo puso al corriente. Fue ese monje negro de Jorge Antonio.
–…
–No me entiendan mal. Evita sabía lo que hacía y actuaba con solvencia, aunque era consciente de que no le quedaba cuerda, su carrera contra el tiempo ya la había perdido. Mi viejo estaba exultante con el plan. No fue, precisamente, uno de los que objetó “Señora, con todo respeto, ¿qué piensa el general?”. En esto a mi viejo, como a Evita, le importaba un carajo lo que pensara el general. Mejor dicho, sabía lo que pensaría al enterarse y le importaba un carajo. Nunca me lo dijo, son conjeturas mías. Alguien podría decir, quinientos civiles armados, ¿contra un ejército mil veces superior? Pero no era así, Evita, y Espejo, mi padre, en fin, lo que se llamaba con sorna el cuadrunvirato, pensaban que el ejército se iba a dividir; tan delirados, no eran. Daban por sentada la división militar. La marina no, la aeronáutica sí. El ejército seguro. Pensaban eso. Si prometen no citarme, les digo que ese jugar con fuego me recuerda algo que me contaron en Tacuara: que Hitler decía, antes de lanzarse sobre Europa, tenemos una fuerza aérea revolucionaria, un ejército conservador, y una marina reaccionaria. Y bueno, no quedaba otra, había que calcular, a ojo de buen cubero. Pero disculpen la digresión, es una pavada, lo relevante es que Evita quería reforzar decisivamente las piezas peronistas en un tablero potencial, porque a ese tablero descontaba que antes o después de su muerte se iba a llegar. Todo esto tiene un nombre, que a mí ahora que no soy más que el alma en pena de un hombre de acción, me cuesta pronunciar: guerra civil.
–Algo horroroso –dijo Antonio. La Negra paseaba su mirada del uno al otro de los machitos–. México, España. Ya se sabe cómo termina.
La Negra conocía bien la historia de México.
–La Revolución fue gloriosa. La Constitución del 17… Pero el derramamiento de sangre no paraba nunca… Al final, la paz del PRI fue como la paz de los cementerios para las masas, indígenas o criollas, lo mismo daba. Las élites mexicanas se dieron todos los lujos, hasta una política exterior gallardamente independiente.
–Chicos –dijo Dardo, cáustico–, ¿ustedes quieren saber cómo fueron las cosas? Nadie hablaba de guerra civil, nadie pensaba en que se fuera a llegar a eso. Pero las grietas eran cada vez más profundas y el poder oligárquico tenía que ser aplastado, no había cómo contemporizar.
Dardo dio a sus interlocutores un respiro. Era un momento raro; sin contradecirse, parecían muy tensos los tres.
–Leí –retomó Dardo– que cuando Indira Gandhi fue asesinada, alguien dijo que la India era demasiado peso para ser cargado en sus espaldas. La Argentina peronista pesó demasiado en las espaldas de Evita. Su espíritu era todopoderoso, pero su cuerpo no se lo perdonó. Y sí, cuando Evita decía “no lo dejen solo al general” lo único que significaba era “ni se les ocurra alejarse de mí”. Porque para ella, la garantía del general era ella misma. Yo creo que pensaba que el general estaba tanto para un barrido como para un fregado. Y que de ella dependía que fregara bien, que fregara bien a la oligarquía, digamos. No les voy a decir a la oligarquía y al imperialismo, sería anacrónico. Pero el sentido es el mismo. Y la palabra imperialismo se usaba ya con cierta frecuencia.
–¿Pero todo eso tenía algún asidero? –escéptico, Antonio, otra vez.
–Tenía asidero, sí. La interpretación de que Evita era un contrapeso más revolucionario a un Perón más conservador, o cualquiera de esos lugares comunes que estallaron con oportunismo en autores de cuarta ansiosos por vender sus libros, tiene un linaje histórico. Le fue mal a ese linaje; se extravió. Pero no estaba del todo descaminado.
–Contrapeso más… ¿revolucionario? –inquirió Antonio.
Mayo de 1953. Su padre estaba en casa; por unos días apenas, pero Dardo igual se sentía muy contento. Armando era el de siempre; Lito no había percibido ninguna diferencia en él, en esa mezcla de reciedumbre y ternura, de adustez y humor llano, sin ironía. Armando salía constantemente, la lista de amigos y compañeros que deseaba ver durante la breve estadía no era corta. Alguna que otra noche se quedó para cenar en familia y Dardo, tras muchas vacilaciones, por fin desembuchó lo suyo: estaba pensando en ingresar al Colegio Militar.
–¿Al Colegio Militar? –Armando dio un respingo, aunque asimiló pronto el golpe–. Pero, primero precisás hacer la secundaria.
–Sí, ya sé papá, la puedo hacer en el colegio, si el San José…
–¿Y… por qué querés entrar en el Colegio Militar?
–Quiero ser militar, papá –Dardo estuvo a un tris de reír de su respuesta. СКАЧАТЬ