Название: La vida breve de Dardo Cabo
Автор: Vicente Palermo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Vidas para Leerlas
isbn: 9789878010748
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–Eso es de mayo de 1973, yo hacía ocho años que había dejado el MNA.
–Pero no, no me hice peronista, en el fondo esta clarividencia excepcional atribuida al líder carismático no es más que el atavío que oculta un cuerpo vergonzoso, el cuerpo político monárquico del líder, que no interpreta, define. Eso de interpretar los sentimientos, las aspiraciones del pueblo que Perón siempre invocaba son macanas. El líder da forma a la voluntad popular, y la hace roussonianamente homogénea, agrego; Perón pensaba eso, no jodamos. Y no se precisa apelar a la teoría de la representación para caer en que no estaba tan falto de razón. Hoy día, supongo Dardo que estás al corriente, los representados se avivaron y, para su mal, desertaron del juego. Perdón por la disquisición, pero hace al caso, la ilusión que vende el populismo es infame: allí donde más se invoca al pueblo, es donde más se pulveriza tanto la representación como las configuraciones políticas populares autónomas, y los líderes se permiten moldearlo a su gusto y discreción, al pueblo. Creo que esta es la clave del regreso del populismo y fue la clave de la filosofía política peronista.
La Negra y Dardo escuchaban divertidos. Antonio prefirió ceder la palabra tras esa mención, que juzgaba osada, a la filosofía peronista. Fue el momento de Dardo.
–Sí, los liderazgos tanto como las instituciones representativas compiten en decidir qué es lo que el pueblo tiene que querer –retomó Dardo–; como en la novela de Semprún: “ahora yo te voy a hacer tu autocrítica”. Mirá, para mí hay dos formas de entender el liderazgo peronista. Una monárquica, así la llamás vos, y otra plebeya. Es asombroso la poca atención que en lo conceptual, en lo doctrinario, y en lo político, se ha dedicado a la segunda en el peronismo. La monárquica es como dijiste. Hay aspiraciones, deseos, anhelos populares; hay una cierta cultura popular, una memoria, unas creencias. Los imaginarios colectivos existen; son fenómenos “intersubjetivos”, comillas. Un liderazgo necesita dar expresión a todo eso para ser tal, por eso, interpretar, expresar aspiraciones colectivas, no son macanas, Antonio, se te va la mano. Pero tenés razón: lo único que verdaderamente importa en política, o sea la voluntad política, según esta visión monárquica es conformada por el líder. Perón sentía predilección por este modo de ver su papel y lo dijo siempre, desde su alocución improvisada el 17 de octubre. Se ocupó bien de esta pieza oratoria, desde estos balcones, el profesor De Ípola, sospecho que ustedes lo junan.
–Bastante –dijo Antonio.
–Bueno, De Ípola lo agarró con el sesgo del análisis del discurso, habla del monopolio de la palabra autorizada. De hecho, la noción ortodoxa pasa por el meridiano, vertical precisamente, de la comunidad organizada, cuando la comunidad se organiza hay uno que puede hablar por todos, y solo uno; puede y debe. El cuerpo político es homogéneo y la voluntad es una. Pero hay otra forma de ver la cuestión.
De golpe Dardo miró a la distancia, por encima del hombro de Antonio, risueño. Sus visitantes se viraron y vieron aproximarse a un hombre vestido con ropas occidentales, de blanco, tocado con un sombrero Panamá clásico. Era el residente celestial que había puesto a Dardo en conocimiento de la existencia de la biblioteca; se acercaba tímidamente.
Junio de 1955. Su vida tranquila no era. No la llevaba bien desde la ruptura con Armando, no podía contar con él en otra cosa que no fuera dinero, y entre el trabajo, cuidar a Lito, y ponerle un oído a las habladurías de esos hijos de puta, sufría bastante. Porque había que estar muy alerta. En el barrio estaba todo en paz, pero en el trabajo y en la calle se escuchaba cada cosa. Que no podía ser. Los tímidos se habían envalentonado, estaban como al acecho, agazapados para saltarles a la yugular. Agazapados; qué terrible ese tango. La muerte agazapada. No sabía por qué los odiaban tanto. Si Perón, Evita, Armando hicieron solamente lo que correspondía hacer. La sacaban de quicio, sobre todo, los chistes, uno más envenenado que el otro. A ella le encantaba eso de la comunidad organizada. Armando le había dicho que era importante que Dardo leyera el libro, ella sospechaba que el propio Armando había hecho una lectura muy incompleta. Comunidad organizada; muy bien, pero ¿se podía organizar la comunidad con estos traidores a la patria y al pueblo? Su inquietud crecía día tras día desde la movilización de Corpus Christi. Habían quemado una bandera argentina, y en el colectivo escuchó que la había mandado a quemar Perón; comenzó a increpar al insolente, pero su amiga la contuvo, la agarró fuerte de una manga y no la soltó hasta que se bajaron. El domingo anterior, mientras Lito haraganeaba con su pandilla, había estado revisando las Caras y Caretas. Las releía siempre. Encontró una nota sobre Amalia Rodríguez, a quien no había escuchado nunca, el fado era como el tango y Amalia como Gardel, entendió. Y poco después, qué casualidad, escuchó unos fados por radio, eran hermosos. La nota era curiosa, porque se trataba de un reportaje frustrado, a Amalia, de una tal Sheila Clarence, era el número 2151, de septiembre de 1952, que dedicaba su editorial “a un argentino que no se decide”: “Usted es argentino porque tuvo la mala suerte de nacer en una tierra con contenido de patria: en una tierra que pone a sus hijos en el dilema de ser patriotas o de renunciar a ser hijos; que pone a quien nace en ella en la disyuntiva de servirla o abandonarla, de morir por ella o de vivir para ella, de ser gloriosamente argentino o de ser suciamente antiargentino. Y usted no quiere definirse… Porque no le conviene decidirse. Porque, además, no sabría hacerlo”. Eso era escribir bien, llamar a las cosas por su nombre. Evita se había muerto hacía tan poco y tenían que ser dichas las cosas por su nombre. Había que dar un basta. Pero ya habían pasado tres años y a ella le parecía que los canallas se habían decidido. Porque estaban perdiendo el miedo. Y Perón aflojaba, a veces le daba esa impresión. Sabía que el general miedoso no era, pero no entendía bien qué estaba pasando; más o menos al mismo tiempo que se habían ido Espejo, Armando, aquellos cuatro que dejaron la CGT, a partir de la salida del coronel Mercante, a quien ella admiraba, se había ido a su casa gente valiosa, como Ramón Carrillo, Arturo Sampay y otros mencionados por Armando y que no conocía. Ojeó el Caras y Caretas del último abril, de política no hablaba nada. Claro que el editorial podía ser alusivo: se titulaba “Ladrones”. Pero se dedicada a hablar de los ladrones, nomás, y era hasta comprensivo: “El ladrón no es simplemente un vivo. Es también un sentimental. Es el gato pobre que quiere vivir su momento de gato lanudo… Sin envidias y sin resentimientos”. ¿De la comunidad organizada qué? Mientras rumiaba esos recuerdos tan frescos sonó el teléfono. María, es para vos, escuchó. Era para ella, no había otra María en esa oficina. Reconoció la voz de su mejor amiga y vecina. María parece que están tratando de matar a Perón. Pusieron unas bombas en Plaza de Mayo, hay gente muerta. Sonó como siempre, demasiado rápido, el timbre. Tenían matemáticas, ahora, la última hora del día. Volvieron al aula, resignados. La clase no había llegado a empezar cuando el celador entró sin pedir permiso. Percibieron en el profe la mudanza de expresión cuando el celador musitó unas palabras a su oído. El profesor salió rápidamente y el celador quedó al cuidado. Los chicos se intrigaron; algunos encontraron el cambio divertido y la incertidumbre excitante. El más descarado le pidió al celador que les explicara el teorema de Pitágoras. Lito se puso a conversar con su compañero de banco, se prometieron un picado el sábado siguiente. María colgó el teléfono en un estado de angustia. La noticia se había propagado como reguero de pólvora, en la oficina todo el mundo se había agrupado en pequeños corrillos. No pudo evitar pensar en los contreras, en esa oficina no había pero en otras sí. El profesor regresó muy serio. Vamos a retomar la clase, pero hay conmoción interna, así dijo, nadie va a salir de la escuela hasta que se recupere la calma. Volvió al teorema de Pitágoras, en realidad no le importaba tanto el de Pitágoras como que los chicos entendieran qué diantres era un teorema. ¿Conmoción interna? Los chicos no habían escuchado antes la expresión, pero la conmoción interna ya había entrado en el aula. María comenzó a desesperarse más y más a medida que pasaban los minutos y se propalaban rumores torvos. Percibía sonrisas mal contenidas, comentarios inaudibles cuyo sentido podía adivinarse sin dificultad, rostros angustiados, silencios hechos de miedo. Escuchó que estaba yendo gente a la Plaza de Mayo, advirtió que era la hora de salida de Lito de la escuela. No pudo contenerse, el corazón le latía como nunca СКАЧАТЬ