Название: Otra historia de la ópera
Автор: Fernando Sáez Aldana
Издательство: Bookwire
Жанр: Изобразительное искусство, фотография
isbn: 9788499176338
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Uno de los más célebres del siglo XVIII fue Pietro Antonio Domenico Bonaventura Trapassi, más conocido como Metastasio. A su muerte en 1782 tomó el relevo un personaje de biografía novelesca, nacido Emanuele Conegliano, aunque más conocido como Lorenzo da Ponte. Hijo de judío converso, ordenado sacerdote católico y desterrado de la Serenísima República de Venecia por «libertino» (tuvo dos hijos con una amante) se trasladó a Viena, donde gracias a su condición de masón entró en contacto con «hermanos» de la logia vienesa entre los que se encontraba Wolfgang Amadeus Mozart.
Lorenzo da Ponte (1749-1838)
Da Ponte redactó casi una treintena de libretos para varios compositores, Antonio Salieri entre ellos, pero su fama y su prestigio se lo deben sobre todo a los que escribió para Las bodas de Fígaro, Don Juan (Il dissoluto punito, ossia Don Giovannni) y Así hacen todas (Così fan tutte, ossia La scuola degli amanti), las últimas óperas «italianas» de Mozart. Nadie como él, que trató a Casanova, podía describir mejor las andanzas de un dissoluto (libertino) como Don Juan.
En aquellos tiempos, la suerte de muchos artistas iba unida a la de sus patrones, y al morir el emperador José II su poeta oficial tuvo que emigrar de nuevo, primero a Londres y finalmente en Nueva York, donde redactó sus sabrosas memorias y falleció a los 89 años. Una vida de ópera.
El dúo Illica-Giacosa y Puccini
Etimológicamente, el melodrama (de melos = música con canto, y drama) es una obra dramática con intervención de la música para intensificar la emoción del espectador. Es un recurso empleado hoy sobre todo en el cine y, menos, en el teatro. Pero el término «melodrama» no puede significar lo mismo en una obra donde la música suena de principio a fin. Una ópera adquiere la calificación de melodrama cuando busca «tocar la fibra» del espectador, es decir, conmoverlo con argumentos y sobre todo con desenlaces de un sentimentalismo exagerado. Un buen melodrama es el que acaba emocionando hasta las lágrimas al espectador predispuesto y dotado de la sensibilidad adecuada. Y el maestro indiscutible en el arte de componer música lacrimógena fue Giacomo Puccini.
Todos los aficionados que acuden a una representación más de La bohème, Madama Butterfly o Il Trittico saben perfectamente que al final de la ópera Mimí acabará apagándose víctima de la tisis, Cio-Cio-San haciéndose el harakiri ante su hijito y a sor Angélica redimida por una visión mística. Pero pocos se librarán del agarrotamiento de garganta y el humedecimiento de ojos que, una vez más, tan conmovedoras escenas desencadenarán en su sistema emocional.
Por esta capacidad de emocionar que poseen sus óperas, Puccini ha sido tachado de hábil manipulador, aunque él afirmó que deseaba «captar la emoción del público haciendo vibrar sus nervios como las cuerdas de un violonchelo». No pudo dejar más claras sus intenciones al respecto cuando pidió a los libretistas de Turandot, Giuseppe Adami y Renato Simoni: «Prepárenme algo que haga llorar a la gente». La esclava Liú sería la encargada de intentarlo, pero lo tendría difícil después del buen hacer lacrimógeno de Mimí en La bohème o Cio-Cio San en Madama Butterfly. Además de estas dos piezas maestras del melodrama pucciniano, Manon Lescaut y Tosca fueron obra del tándem de libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa (un scapigliati), cuyas relaciones con Puccini fueron con frecuencia tensas y en ocasiones tormentosas. La razón fue que el maestro solía interferir en el trabajo de sus libretistas modificando sus textos e incluso añadiendo palabras de su cosecha.
Giacomo Puccini (1858-1924)
Hofmannsthal y Strauss
Se diría que Richard Strauss iba al teatro en busca de óperas. Así, en 1902 asistió en Berlín a una representación de Salome, el drama que el irlandés Oscar Wilde nunca hubiera podido escribir en Londres ni estrenar en París, a pesar de haberlo escrito en francés. En el «Pequeño Teatro» de Max Reinhardt se daba la obra, traducida al alemán por Hedwig Lachmann e interpretada por Gertrud Eysoldt. Al finalizar la función alguien le dijo a Strauss que ahí tenía un buen tema para una ópera y el músico le contestó: «Ya la estoy componiendo».
Richard Strauss (1864-1949)
Salomé se estrenó en 1905 en la Semperoper de Dresde y aquel mismo año Strauss echó de nuevo las redes en otro teatro berlinés, donde de nuevo la Eysoldt representaba con mucho éxito la Elektra del dramaturgo y ensayista vienés Hugo von Hofmannsthal. El flechazo artístico entre ambos fue inmediato y, con la decisión de transformar la obra teatral en ópera, nació una de las colaboraciones entre un operista y su libretista —o viceversa— más felices y fructíferas de la historia. En los veinte años siguientes a Electra vendrían El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, Helena egipcíaca y Arabella, hasta que un accidente cerebrovascular fulminante acabó con la vida de Hofmannsthal poco después del funeral de su hijo, que se había suicidado dos días antes. Aunque Strauss siguió componiendo hasta cinco óperas más, libretísticamente hablando ya nunca levantaría cabeza.
Hugo von Hofmannsthal (1874-1929)
La abundante correspondencia entre Strauss y Hofmannsthal revela la excelente relación que los unió, en general, y el grado de compenetración y minuciosidad que alcanzó su colaboración artística:
En la página 77 de Elektra necesito una larga pausa después del primer grito de Elektra: «¡Orestes!». Intercalaré un intermedio orquestal delicado y estremecido mientras Elektra observa a Orestes, al que acaba de recuperar (…) ¿Podría usted añadirme un par de versos antes de pasar al tono sombrío que comienza con las palabras: «No, no debes tocarme», etc.?
Tres días después, Hofmannsthal remitió a Strauss ocho versos que el músico calificó de «maravillosos», y en su carta de respuesta añadió:
Es usted un libretista nato; es éste el mayor cumplido de que soy capaz, pues para mí es mucho más difícil escribir un buen texto de ópera que una buena pieza teatral.
Sin embargo, para el compositor de poemas sinfónicos Richard Strauss parece que la música no sólo debía ser prima, sino incluso sopra le parole. En un ensayo de Electra, el músico rugió desde el podio exigiendo a la mayor orquesta reunida en un foso hasta entonces que tocase todavía más fuerte, pues aún oía vociferar a Clitemnestra…
Tras el paroxismo de Electra, el músico comunicó al libretista que la próxima sería «una ópera de Mozart». En principio iba a llamarse Ochs —apellido del barón, que significa «buey»— pero al final se impuso un título que a Strauss no le gustaba, El caballero de la rosa. Pero a Pauline, su esposa, sí. Y quien manda, manda.
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