Mirando al Cielo. Antonio Peláez
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mirando al Cielo - Antonio Peláez страница 5

Название: Mirando al Cielo

Автор: Antonio Peláez

Издательство: Bookwire

Жанр: Сделай Сам

Серия:

isbn: 9789874043245

isbn:

СКАЧАТЬ bien, está bien! —replica el cura— mire don Rafael, siendo sacerdote me ha tocado confesar a mucha gente antes de su muerte… por tal motivo, he podido presenciar el momento mismo en que sus almas se van al Cielo.

      —¡Y! ¡Qué carajos me quiere decir con eso! —contesta Picazo apresurando al cura.

      —Lo que le quiero decir, don Rafael, y por favor no me lo vaya usted a tomar a mal, es que me ha tocado estar presente al instante en que muchas almas son llevadas al Cielo después de la confesión, pero nunca me ha tocado estar en el momento en que un alma es arrebatada al infierno… por lo que le pido me permita estar con usted.

      Al escuchar aquello, Picazo endurece el rostro y sujetando el arma con ambas manos le apunta al cura quien simplemente cierra sus ojos.

      —¿Sabe una cosa, pinche curita? Nunca había escuchado de nadie tan irreverente petición, por lo que déjeme decirle que ahorita mismo se va ir usted a visitar a su patrón antes que yo… —la pistola queda en las manos de Picazo apuntando al cura por varios segundos, pero sorpresivamente la deja caer sobre la cama y comienza a llorar…

      Al escuchar aquel llanto desconsolado, el cura abre los ojos y se sorprende al ver a aquel hombre llorar como si fuera un niño. Se acerca y mueve con dos dedos la pistola de la cama como si fuera un escorpión colocándola sobre el buró.

      —Padre —dice Picazo entre sollozos—, usted me conoce, usted sabe lo que hice y que no tengo perdón de Dios.

      —Dice usted bien, don Rafael, todos en el pueblo conocemos lo que usted hizo, pero conozco también la misericordia de Dios.

      —¿Misericordia? ¡Cuál misericordia, padre! Sé que me he fregado a muchos en el camino ¡pero lo de José, padre! Lo de Joselito ni yo mismo me lo puedo perdonar… ¿Cómo diablos me lo puede perdonar Dios?

      —Usted está hablando de justicia, don Rafael, pero yo estoy hablando del amor de Dios, del amor de un padre que perdona cosas que la justicia no perdona. Y sepa usted, don Rafael, que la confesión no es un acto de justicia, sino un acto de amor. Por lo que le pido que se dé usted la oportunidad de experimentar la misericordia de Dios, y a mí la oportunidad de ejercer mi ministerio como sacerdote

      Picazo se limpia bruscamente algunas lágrimas de la cara y baja la vista antes de comenzar a hablar.

      —José era un niño bueno padre... y yo siendo su padrino me lo eché… ¿Y sabe por qué, padre…? Porque no quiso renunciar a su fe. Ahora dígame, padre… ¿cree usted que la misericordia de Dios puede perdonar semejante pecado?

      El cura ve en las palabras de aquel hombre el dolor que había guardado durante varios años.

      —Mire, don Rafael, el amor de Dios es más grande que cualquier pecado, lo único que nos pide para perdonarnos es un sincero arrepentimiento y la humildad para pedir perdón.

      —Le juro, padre, que yo no quería matar al muchacho, pero ese escuincle no me dejó alternativa… Busqué muchas maneras para poder salvarlo, pero ninguna fue más grande que su deseo de ir al Cielo. Ahora, que si usted dice que Dios perdona todo, ayúdeme padre y escuche mi confesión… Hace ya más de tres años de su muerte y el dolor en mi alma me atormenta como si fuera ayer…

       Sahuayo Michoacán, 1927

      José, un chico de trece años de aspecto agradable y juguetón, ríe con dos de sus mejores amigos en la plaza del pueblo mientras juegan canicas. Trino, el mayor de los tres, era un chamaco de condición humilde, atrevido como pocos y de un corazón grande y valiente. Chema, el más pequeño, era un chiquillo habilidoso y el mensajero de todos, su mayor orgullo era ser el ayudante de don Alberto, el fotógrafo del pueblo.

      Cuando llega el turno de José para jugar su canica, Trino levanta la vista y señala en dirección a una niña que pasaba frente a ellos vestida de blanco en compañía de su mamá.

      —¡Mira, José!

      José voltea y ve a Valentina, una linda niña de doce años que le sonríe al pasar junto a él. José se sonroja y la persigue con la mirada hasta perderla entre la gente de la plaza…

      —¡Ya tírale, carnal! —le grita Trino rompiendo el encanto de aquel momento. José regresa a la realidad y al momento de recoger su canica para volver a jugar, descubre dibujado en la tierra un enorme corazón.

      —¡Y esto! —exclama José, al tiempo que las carcajadas de sus amigos despiertan su enfado y, más aún, cuando los mira fingir haciendo pantomimas de abrazos y besos de amor… Finalmente, al ver aquellas payasadas termina riendo con ellos, mientras barre con su zapato el corazón dibujado en la tierra, eso sí, sin desaprovechar la oportunidad para empolvar a sus amigos.

      —¡Órale, carnal! Si no es para tanto —protesta Trino sacudiéndose la ropa poniéndose de pie. José sonríe y toma su canica colocándose en cuclillas para iniciar el juego nuevamente, pero se sorprende al ver cómo las canicas comienzan a brincar en el suelo por una extraña vibración.

      La gente se apresura hacia la orilla de la calle y José y sus amigos corren también logrando colarse al frente de toda la multitud. A lo lejos distinguen la caballería del ejército federal cuando entraba al pueblo, levantando nubes de tierra, que obligaba a los transeúntes a orillarse con prontitud hacia los costados de la calle para no ser atropellados.

      —¡Mira, carnal! —le dice Trino a José señalando.

      Al frente del destacamento venía el general Tranquilino Mendoza, quien montaba un caballo tordillo, pavoneándose como si fuera un conquistador español. Junto al general venía el diputado Picazo, quien al pasar junto a su ahijado José y sus amigos, se endereza sobre su montura llevándose la mano a la frente para saludarlo como si fuera un militar. Trino contesta el saludo de forma displicente diciendo:

      —No… pos sí que es padrote tu padrino.

      —Pos si el méndigo se siente un pavo real, ¿a poco no? —agrega Chema.

      —¡Ya cállense y dejen de criticar a mi padrino… mejor vamos a jugar! —los reprime José.

      —¡Uy! ¿pos qué dijimos? —protesta Trino y los tres regresan a la plaza del pueblo a seguir con sus canicas.

       1531

      Nuevamente en la habitación de Picazo, el cura ve cómo se comienza a desvanecer el diputado y pregunta alarmado:

      —Señor, señor… ¿está usted bien? —Picazo abre pesadamente los ojos y se sujeta el estómago con un gesto de dolor.

      —Ese méndigo asesino de la estación no sabía que se necesitan más de dos balas para acabar con Rafael Picazo… disculpe, padre… ¿en qué iba?

      —En que el general Mendoza entró al pueblo con usted.

      —Sí, sí… déjeme decirle, padre, que ese general Mendoza era menos querido que yo en el pueblo, había tomado Sahuayo con la fuerza del ejército, y al ser yo el diputado y la autoridad, pos lo tenía que apoyar, aun sabiendo que atraería la antipatía de todo el pueblo contra mí. Cuando el presidente Calles rompe toda relación con la Iglesia y ordena expulsar a los sacerdotes extranjeros, no cierra únicamente las iglesias y colegios, sino que también arremete СКАЧАТЬ