Mirando al Cielo. Antonio Peláez
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Название: Mirando al Cielo

Автор: Antonio Peláez

Издательство: Bookwire

Жанр: Сделай Сам

Серия:

isbn: 9789874043245

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СКАЧАТЬ los primeros rayos del sol, una máquina de ferrocarril escupe humo y silba insistentemente mientras llega a una pequeña estación de la provincia de México.

      Rafael Picazo, un hombre maduro y de buen ver, se baja del primer vagón vistiendo gabardina oscura y sombrero tejano. Después de caminar algunos pasos sobre el solitario andén, escucha a sus espaldas una voz ronca que lo llama:

      —¡Rafael!

      Picazo da media vuelta y entrecierra los ojos buscando reconocer la misteriosa figura de un hombre que aparece entre el vapor de la máquina acercándose lentamente hacia él. Aquel tipo de aspecto rudo y malencarado detiene su paso a pocos metros, saca una pistola y descarga dos balazos en el vientre de Picazo. Don Rafael se desploma pesadamente sobre el suelo. Con la mirada nublada y confusa puede ver cómo las botas de su agresor se acercan arrastrando las espuelas hasta detenerse frente a él.

      —¡Nos vemos en el infierno, Rafael! —el sujeto escupe un salivazo sobre su víctima, da media vuelta y desaparece entre el vapor de la máquina de la misma forma en que había surgido.

      Los incesantes manotazos que golpeaban el grueso portón de madera de la casa parroquial despiertan un concierto de ladridos callejeros, rompiendo la tranquilidad de la noche.

      —¡Voy... ya voy!

      Envuelto en un grueso sarape* y cargando un tambaleante quinqué, el señor cura camina con paso apresurado proyectando su vacilante sombra sobre la pared de piedra de un estrecho patio que lo lleva a la entrada.

      —¡Que ya voy!

      Al llegar al pesado portón de madera, introduce una llave de hierro que acciona un crujiente mecanismo permitiendo que la puerta ceda pesadamente. El cura ve frente a él dos pequeñas monjas ataviadas con el hábito de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, quienes lo miraban de forma suplicante.

      —Padre, usted disculpará los modos y la hora, pero tiene que ir a confesar a mi hermano Rafael.

      El cura, que bien conocía la reputación dudosa de aquel hombre, clava su mirada en ambas mujeres y pregunta con cierta incredulidad:

      —¿Fue su hermano quien pidió la confesión? —las monjas se miran entre sí manifestando complicidad.

      —Pues la verdad no, padre —contesta la mayor de las dos— pero se está muriendo y usted lo tiene que ir a confesar.

      El señor cura entrecierra los ojos recorriendo lentamente los rostros de aquellas monjas que lo miraban impacientes en espera de su respuesta.

      —Está bien, está bien. Esperen aquí un momento, nomás me cambio y en seguida regreso.

      Minutos más tarde, las dos monjas seguidas por el señor cura, recorren las oscuras y empedradas calles del pueblo de Sahuayo, una pujante población de Michoacán que se encontraba a poco más de un centenar de kilómetros de la ciudad de Guadalajara.

      Al llegar frente a una casa refinada con fachada de cantera que se distinguía de entre las demás, las monjas se detienen y abren la puerta cruzando el umbral hacia un pequeño recibidor que se encontraba parcialmente oscuro.

      —Pase, padre, pase usted por favor, que mi hermano Rafael se encuentra ahí dentro —le comenta la monja mayor y señala con su dedo en dirección a un oscuro pasillo.

      El señor cura se adelanta algunos pasos y a mitad de camino es aterradoramente sorprendido por doña Consuelo, la esposa de don Rafael, quien ante el inesperado encuentro con el cura da un brinco.

      —¡Doña Consuelo!

      —¡Padre! ¡Pero qué susto me ha dado usted!

      —¡Pues hija… el susto ha sido mutuo!

      —¿Y cómo es que ha podido entrar aquí?

      —Por ellas, señora… ellas me han dicho que pasara.

      Doña Consuelo mira sobre el hombro del cura y al no ver a nadie, le pregunta extrañada:

      —¿Ellas?

      —¡Las monjas! —responde el cura con seguridad.

      Doña Consuelo mira al cura desconcertada y ante la duda de aquella mirada, el cura voltea y se percata de que las dos religiosas ya no están, que habían desaparecido.

      —¡Vaya hombre! Pues no entiendo qué habrá podido pasar con las hermanas, se habrán quedado atrás —afirma el cura un tanto confuso.

      —¿Atrás? Disculpe, padre, pero no entiendo de qué me está usted hablando.

      —¡De sus cuñadas, doña Consuelo, las dos hermanas monjas de don Rafael que venían conmigo ¡y la verdad no entiendo por qué ya no están!

      —¿Mis cuñadas? —doña Consuelo vuelve a mirar sobre los hombros del cura escudriñando nuevamente todo el pasillo sin ver a nadie—. ¡Qué extraño, padre! porque Anita y Adela se encuentran ahora mismo en el convento de Uruapan con su congregación. Hace tan solo unos minutos que hablé con ellas para darles la noticia de su hermano.

      El cura frunce el ceño y se queda mirando a doña Consuelo desconfiado.

      —Sin bromas, sin bromas, doña Consuelo, sus cuñadas las monjas son las que me han traído aquí para que pudiera confesar a su hermano… ¡y yo no miento, señora!

      —Disculpe usted, padre, mi intención no era dudar de usted en ningún momento, pero todo parece tan difícil en estos momentos que… —la doña interrumpe sus palabras sin saber qué más decir.

      Ambos se miran por espacio de algunos momentos, hasta que doña Consuelo decide no darle más vueltas al asunto y rompe el silencio.

      —Mire, padre, de cualquier forma que haya sido, me alegro de que usted haya venido hasta aquí para confesar a mi marido. Sígame por favor.

      La mujer encamina al señor cura por el oscuro pasillo, pero durante el trayecto le surge la duda de si el padre sabría la razón por la cual su esposo se encontraba en aquel trágico estado, por lo que detiene el paso y le pregunta:

      —Disculpe, padre… ¿usted sabe la causa? —doña Consuelo detiene sus pa,labras mostrando inseguridad.

      —¿Lo que le pasó a don Rafael? —la interrumpe el cura— la verdad no, señora, no tuve el tiempo de preguntar. En cuanto las misteriosas y desaparecidas monjas me lo pidieron, vine sin demora a confesar a su marido; simplemente me comentaron de la gravedad de su hermano y me trajeron hasta aquí.

      —¿Entonces no sabe usted nada?

      —¡Que no, señora! ¿por qué no me lo dice usted de una buena vez?

      —Pues solo se sabe que venía en el tren de la ciudad de México y, al detenerse en la estación de Lechería, alguien le disparó.

      —¡Vaya, hombre!... ¿y cómo se encuentra ahora?

      —Mal padre, bastante mal. Cuando lo trajeron ya le habían retirado las balas, pero el doctor aún teme por alguna hemorragia interna.

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