Название: Hermanas de sangre
Автор: Тесс Герритсен
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Rizzoli & Isles
isbn: 9788742811634
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—Suéltalo, Alice —dijo él.
—¡Súbeme! ¡Súbeme!
—He dicho que lo sueltes.
Elijah levantó una piedra y la dejó caer sobre la mano de ella. Alice dejó escapar un alarido, soltó la rama y se deslizó hasta aterrizar sobre un lecho de hojas muertas.
—Alice. Alice.
Atontada por la caída, miró el círculo de cielo que se recortaba arriba y divisó la silueta de la cabeza de Elijah inclinado hacia delante, atisbando para verla.
—¿Por qué me haces esto? —inquirió ella entre sollozos—. ¿Me puedes decir por qué?
—No es nada personal. Sólo quiero ver cuánto tiempo tarda. Siete meses para un gatito. ¿Cuánto crees que tardarás tú?
—¡No puedes hacerme esto!
—Adiós, Alice.
—¡Elijah! ¡Elijah!
Vio cómo las tablas de madera tapaban la abertura, eclipsando el círculo de luz. Su último atisbo del cielo se desvaneció. «Esto no es real —pensó—. Es una broma. Sólo pretende asustarme. Me dejará aquí abajo sólo unos minutos y luego volverá para sacarme. Claro que volverá.»
Entonces oyó que algo golpeaba sobre la cubierta del pozo. «Piedras. Está apilando piedras.»
Alice se levantó e intentó escalar fuera del hoyo. Encontró el resto de una enredadera seca, que de inmediato se desintegró entre sus manos. Dio arañazos en la tierra, pero no consiguió encontrar un sitio donde agarrarse, no podía siquiera subir un palmo sin caer otra vez. Sus gritos taladraron la oscuridad.
—¡Elijah! —chilló.
La única respuesta que obtuvo fueron los golpes de las piedras al caer sobre la madera.
Capítulo 1
Pesez le mattin que vous n’irez peut-être pas jusqu’au soir
Et au soir que vous n’irez peut-être pas jusqu’au matin.1
PLACA GRABADA EN LAS CATACUMBAS DE PARÍS
Una hilera de calaveras relucía en lo alto del muro de fémures y tibias apilados de manera confusa. A pesar de que era junio y la doctora Maura Isles sabía que en las calles de París, veinte metros más arriba, brillaba el sol, sintió un escalofrío al avanzar por el oscuro corredor cuyas paredes estaban forradas de restos humanos casi hasta el techo. A pesar de estar familiarizada con la muerte, incluso de tutearse con ella y de haberse enfrentado a ella en múltiples ocasiones sobre la mesa de autopsias, se quedó anonadada ante la magnitud de esa exhibición y la cantidad de huesos almacenados en aquella red de túneles debajo de la Ciudad de la Luz. La excursión de un kilómetro le había permitido ver sólo una pequeña parte de las catacumbas. Prohibidos a los turistas, había numerosos túneles secundarios y cámaras repletas de huesos, con sus oscuras bocas abiertas seductoramente tras las rejas cerradas con candado. Allí estaban los restos de seis millones de parisienses que en el pasado habían sentido el sol en su cara, que habían experimentado el hambre, la sed y el amor, que habían sentido en su pecho los latidos del propio corazón, la ráfaga del aire al entrar y salir de sus pulmones. Tal vez nunca llegaran a imaginar que un día desenterrarían sus huesos de su lugar de reposo en el cementerio y los trasladarían a aquel lóbrego osario debajo de la ciudad.
Que algún día los exhibirían para que grupos de turistas los contemplasen embobados.
Ciento cincuenta años atrás, con el fin de dejar espacio a la continua afluencia de muertos en los abarrotados cementerios de París, habían desenterrado los esqueletos y los habían trasladado a la enorme colmena que formaban las antiguas canteras de piedra caliza que se extendían bajo la ciudad. Los peones que trasladaron los esqueletos no los habían amontonado de cualquier manera; habían realizado su macabra tarea con sentido artístico, apilándolos de modo que adoptaran formas caprichosas. Como albañiles esmerados, habían levantado altos muros decorados con capas alternas de calaveras y huesos largos, transformando la descomposición en manifestación artística. Y habían colgado placas grabadas con citas sombrías, recordatorio para todos los que recorrían aquellos pasillos de que nadie escapa a la muerte.
Una de aquellas placas captó la atención de Maura, que se detuvo entre la marea de turistas para leer lo que decía. Mientras se esforzaba por traducir las palabras utilizando el vacilante francés que había aprendido en el instituto, oyó el discordante sonido de risas de niños en los oscuros pasillos y el acento nasal de un hombre de Texas que murmuraba a su esposa:
—¿Puedes creer que exista un sitio así, Sherry? Me pone la carne de gallina... La pareja de Texas se alejó y sus voces se extinguieron hasta que de nuevo reinó el silencio. Por un momento, Maura se quedó a solas en la cámara, respirando el polvo de los siglos. Bajo la tenue penumbra de la luz del túnel, el moho había crecido entre las calaveras, cubriéndolas con una capa verdosa. En la frente de una de ellas, como una especie de tercer ojo, se abría el agujero de una bala.
«Sé cómo te llegó la muerte.»
El frío de los túneles se le había filtrado en los huesos, pero no se movió, decidida a traducir aquella placa, a sofocar el horror acometiendo esa tarea intelectual inútil. «Vamos, Maura. ¿Tres años de francés en el instituto y no puedes descifrar esto?» En aquellos momentos se había convertido ya en un reto personal, que mantenía a raya todas las ideas sobre la mortalidad. Entonces las palabras adquirieron significado y Maura sintió que se le helaba la sangre... Dichoso aquel que siempre se enfrenta a la hora de su muerte y todos los días se prepara para su fin.
De pronto fue consciente del silencio. No había voces, ni eco de pasos. Dio media vuelta y abandonó aquella lóbrega cámara. ¿Cómo había podido quedarse tan rezagada de los demás turistas? Estaba sola en el túnel, a solas con los muertos. Pensó en repentinos apagones de luz, en tomar el camino equivocado en medio de la más absoluta oscuridad. Había oído comentar que, un siglo atrás, unos trabajadores parisienses se habían extraviado en aquellas catacumbas y habían muerto de hambre. Apresuró el paso, ansiosa por alcanzar al resto del grupo, por unirse a la compañía de los vivos. Sintió que el apremio de la muerte era demasiado cercano en aquellos túneles. Pensó que las calaveras la miraban con resentimiento; eran un coro de seis millones de personas recriminándola por su curiosidad morbosa.
«Hubo una vez en que estuvimos tan vivos como tú. ¿Crees poder escapar al futuro que aquí contemplas?»
Cuando por fin salió de las catacumbas y llegó a la zona soleada de la calle Remy Dumoncel, respiró profundas bocanadas de aire. Por una vez agradeció el ruido del tráfico, las prisas de la gente, como si se le acabara de conceder una segunda oportunidad de vivir. Los colores le parecieron más brillantes; los rostros, más afables. «Mi último día en París —pensó—, y sólo ahora aprecio de veras la belleza de esta ciudad».
Había pasado gran parte de la semana anterior encerrada en salas de reuniones, asistiendo a la Conferencia Internacional de Patología Forense. Había dispuesto de muy poco tiempo para visitar la ciudad, y hasta las excursiones programadas por los organizadores de la conferencia estaban relacionadas con la muerte y las enfermedades: el museo de la Historia de la Medicina, el antiguo anfiteatro de la Escuela de Cirugía.
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