La Constitución que queremos. Varios autores
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Название: La Constitución que queremos

Автор: Varios autores

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9789560012876

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СКАЧАТЬ es decir, aquel proceso omnipresente, continuo y cambiante a través del cual toda organización social se desarrolla y se reproduce a sí misma, construyendo un significado compartido, transmitido de generación en generación, y abierto al debate y correcciones;

      ii) El choque cultural como una distribución desigual del poder. Desde el punto de vista de la teoría política, la cultura importa no tanto como el estudio de la diferencia de las prácticas culturales, sino como desigualdad, o sea, determinar qué cuenta como justo tratamiento para los grupos minoritarios;

      iii) El proceso de significación radica en las personas, no en la cultura. Como plantea Dhamoon (2007, pp. 30-49), lo cultural se define como un proceso de construcción de significado. Este énfasis es decisivo pues modifica el análisis desde el objeto de la cultura distinta (la entidad que tiene un significado) al proceso que expresa esa identidad diversa.

      iv) Las culturas tienen potestades normativas. El último elemento de la noción de cultura es lo que Shachar (2001, p. 2) denomina comunidad nomoi. Con ello se refiere a un grupo que tiene una visión del mundo comprensiva y distinguible que se concreta en potestades normativas que crean leyes para la comunidad. Estos grupos se distinguen no sólo por sus particulares sistemas de significado, sino por pretender regular a través de la ley la conducta de la comunidad de sus miembros.

      2. Articulando una constitución plurinacional

      Me propongo ahora explorar las bases de una propuesta constitucional que se haga cargo adecuadamente de nuestra realidad plurinacional. Partamos por decir que en Chile está casi todo por hacer, especialmente desde el punto de vista constitucional. No hay reconocimiento expreso en la Carta Fundamental de los pueblos indígenas, no hay derechos colectivos o de acomodo de ninguna especie, no hay autonomía territorial ni funcional; el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) recién fue ratificado el año 200812 y la jurisprudencia es escasa y deficiente. Para construir esa propuesta, debemos comprender, primero, por que, el constitucionalismo moderno es tan refractario, en general, a las demandas culturales.

       2.1. La necesidad de un nuevo constitucionalismo

      Como nos recuerda Bonilla (2006, pp. 80-108), siguiendo el clásico trabajo de Tully (1995, pp. 58-98), el constitucionalismo moderno ha ocultado, sistemáticamente, la diversidad cultural. La razón descansa en que «el lenguaje del constitucionalismo moderno que ha llegado a ser respetado fue diseñado para excluir o asimilar la diversidad cultural y justificar la homogeneidad» (Tully 1995, p. 58). La tradición constitucional moderna está estructurada por un «espectro limitado del uso de términos tales como pueblo, autogobierno, ciudadano, derechos, igualdad, reconocimiento, nación y soberanía popular» (Bonilla 2006, p. 83).

      El lenguaje hegemónico del constitucionalismo moderno ignora, excluye y suprime la diferencia cultural de diversas formas; entre las más relevantes, las que siguen: a) cuando define al soberano como una comunidad de individuos homogéneos que mediante un acto voluntario y racional crean una constitución; b) cuando se sostiene sobre la ficción de que las constituciones se crean en momentos fundacionales y que éstas son una condición previa para la democracia, pero no son parte de ella; c) cuando defiende que las instituciones políticas y jurídicas características de las constituciones posrevolucionarias son expresión de un estadio superior de progreso social, económico y cultural; y d) cuando asocia artificialmente una nación con un solo Estado que, además, posee una sola autoridad central y uniforme, garantía de estabilidad política y orden interno (Bonilla 2006, p. 87).

      Los rudimentarios Estados de derecho que emergieron en el siglo XIX en los países de América Latina son herederos de esa tradición constitucional hegemónica. Ello se refleja en la influencia de la «doctrina napoleónica de la unidad del Estado. La progresiva consolidación de esta doctrina en los novísimos países respondía a las siguientes premisas: una sola nación, un solo pueblo, una sola forma de organizar las relaciones sociales, una sola ley, una sola administración de justicia. Como consecuencia de ello se adoptó como principio fundamental la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos que integran al Estado, independientemente de su origen» (Figuera 2015, pp. 21-22).

      Como plantea Figuera (2015, pp. 22-29), los pueblos indígenas latinoamericanos se habían visto inmersos en un proceso histórico que terminó por anularlos políticamente. La conquista primero, luego la colonización y finalmente la usurpación de sus tierras ancestrales consolidó el despojo. Obviamente, los incipientes países latinoamericanos no desconocían la pluralidad cultural y nacional que los constituía, pero la fórmula monoétnica y unitaria se explicaba por la necesidad política de consolidar la frágil identidad nacional. El pago, con todo, fue extremadamente alto: sumisión, asimilación y exterminio.

      Llegado el siglo XX, los pueblos indígenas continuaron sin ser una preocupación genuina para el derecho constitucional latinoamericano. Recién con la creación de la OIT se comenzó a prestar atención a las denominadas poblaciones indígenas con la adopción del Convenio N° 107 del año 1957, aunque con un claro sesgo asimilacionista. Luego se evolucionó hacia el reconocimiento pleno de los pueblos indígenas con el Convenio N° 169, que entró en vigor en 1991 y a la fecha ha sido ratificado por veinte Estados, trece de ellos de Latinoamérica13. Chile lo hizo hace menos de 10 años. La evolución internacional alcanzó un nuevo hito al adoptarse por la Asamblea General de las Naciones Unidas la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas el año 2007, la que reconoce a los pueblos indígenas el derecho a la libre determinación.

      En casi todos los Estados latinoamericanos, gracias al impulso que supuso el Convenio 169, se cuestionó por parte de los pueblos indígenas el paradigma del Estado-nación sobre el que se construyeron las repúblicas del sur del mundo, reivindicando la introducción de reformas constitucionales y legales. «Aunque en muchos casos ha existido una brecha en la implementación de dichas reformas, en la práctica, en diversos contextos de la región se han impulsado políticas y procesos de reconocimiento de tierras y territorios indígenas y se han puesto en marcha mecanismos para hacer posible la participación política y/o la autonomía indígena en ciertas esferas, como en materia de justicia» (Aylwin et al. 2013, p. 30).

      La historia de Chile, en contraste, es bien distinta. Chile es el único Estado en Latinoamérica con una presencia indígena significativa y territorialmente asentada que no ha sido reconocida a nivel constitucional. Para comprender la singularidad del caso chileno, especialmente respecto de la nación mapuche, debemos retroceder en el tiempo hasta los albores de la república. Tal como plantea Clavero (2017, pp. 107-128), la relación entre el naciente Estado chileno y Wallmapu14 se inserta en la emergencia de definir sus fronteras. Chile se independiza, pero se encuentra al sur del Bío-Bío con Wallmapu, revitalizando la práctica de los tratados que los españoles impulsaron desde el siglo XVI para relacionarse con la nación mapuche. El más importante de esos tratados fue el Parlamento General de Tapihue, que consagró básicamente una confederación entre Chile y Wallmapu. Sin embargo, las constituciones chilenas posteriores a ese tratado, de forma consistente con el constitucionalismo moderno descrito más arriba, lo omitieron absolutamente. «El Tratado del Parlamento de Tapihue representa un reconocimiento mutuo entre Mapu y Chile, que el segundo, pues no el primero, desprecia y dilapida. La confederación se mantiene por parte indígena contra viento y marea a duras penas hasta verse conquistada y desposeída no sólo de territorio y recursos, sino también de derecho propio y autogobierno» (Clavero 2007, p. 117)15.

      Sobre esa omisión jurídica, pero también gracias a una historiografía fantasiosa, se construyó la artificial idea de que Chile fue, desde sus inicios, un Estado nación homogéneo y unitario. Este relato se ha mantenido en lo medular inalterado hasta la actualidad16. Ni la aprobación el año 1993 de la mal denominada Ley Indígena17, СКАЧАТЬ