La Constitución que queremos. Varios autores
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Название: La Constitución que queremos

Автор: Varios autores

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9789560012876

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СКАЧАТЬ la idea de que ciertas reformas estructurales requieren de «grandes acuerdos» entre los actores políticos, que les den viabilidad: la famosa política de los consensos, aquella que caracterizó al período de transición o de postdictadura, fenómeno político que implicó algo más que la renuncia a ciertas identidades ideológicas de los partidos de izquierda5 y forzó una suerte de «gran consenso al centro», caracterizando la pretensión del fin de las ideologías. Se ha afirmado que si no hay un tal gran acuerdo, los cambios responderían al mero voluntarismo de la coalición gobernante o, peor, del mandatario «de turno». Este tipo de afirmaciones exige revisar qué quiere decir consenso, respecto de qué materias este puede ser deseable o necesario, y cuál es la finalidad política que podría esconder quien lo invoca (casi siempre como límite a una decisión democrática). En efecto, el consenso puede ser razonable respecto de las instituciones políticas básicas, aquellas que permiten una convivencia democrática. Sin embargo, las especificidades de su implementación, así como los énfasis en la distribución de los costos y riquezas de la vida en sociedad, generalmente están sujetos a la política contingente, aquel espacio de deliberación y disputa entre proyectos políticos alternativos que luchan por la adhesión popular. Es decir, una sociedad puede garantizar estabilidad democrática cuando sus instituciones básicas han sido debidamente consensuadas y se ha garantizado el espacio necesario para la disputa democrática. Cerrar ambas instancias bajo el argumento del consenso genera dos grandes tipos de efectos: i. impone la protección del statu quo (siempre construido sobre la exclusión de alternativas), y ii. debilita la democracia al anular la regla de mayoría para la toma de decisiones (vaciando de contenido tanto el disenso como la propia democracia).

      La sedimentación social y cultural de grandes reformas estructurales requiere estabilidad en el tiempo. Para ello, el consenso es fundamental. Sin embargo, esgrimirlo como un requisito habilitante del proceso constituyente no es más que un recurso retórico falaz, que pretende desarticular la reivindicación por una nueva constitución: i. el primer acuerdo necesario para el proceso constituyente no se refiere a los contenidos de una eventual nueva constitución, sino a la necesidad de contar con una. Se trata de una decisión preliminar que le corresponde tomar al pueblo soberano por ejemplo, a través de un plebiscito habilitante6, y ii. ese gran consenso relativo a la necesidad de contar con una nueva constitución podría, eventualmente, faltar en las cúpulas dirigenciales (cuestión que es, por cierto, discutible); sin embargo, la ciudadanía respalda mayoritariamente la necesidad de una nueva constitución, como lo han demostrado todas las mediciones y encuestas realizadas en los últimos años (al menos mientras las encuestas incorporaron dicha pregunta), algunas referenciadas previamente.

      Se trata de una limitación política a la potencia transformadora de un proceso constituyente, precisamente porque este recurso retórico ha sido utilizado por quienes, sistemáticamente, se han opuesto a todo cambio constitucional –entorpeciendo la deliberación democrática en torno a la cuestión constitucional y defendiendo, como regla vigente por defecto ante la falta de «acuerdo», el proyecto constitucional de la dictadura–, logrando así contener las iniciativas impulsadas por la vía reformista. Esa capacidad de contención que han mostrado los defensores de la Constitución de Pinochet se mantiene vigente, articulándose a través de instituciones políticamente neutralizadas, por ejemplo, a través del quórum de dos tercios para la reforma constitucional. Incorporar este elemento en el itinerario da cuenta de cómo la vía reformista se agotó y que no es capaz de dar más de lo (poco) que ya dio, pues no es ni ha sido capaz de reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad; es más, ni siquiera tiene la capacidad de plantearse dicho objetivo.

      Ambas aproximaciones críticas a la vía reformista que se ha seguido desde 1989 y que se presenta como agotada, derivan en la necesidad de una apertura radical de la participación política, a quienes se han visto sistemáticamente postergados de incidir en la solución de la cuestión constitucional. Esa apertura supone viabilizar una participación política decisoria, en los contenidos del proceso constituyente, a quien detenta el poder político originario: el pueblo soberano. Ese pueblo (los pueblos) lleva varios años movilizado en defensa de una serie de demandas ciudadanas, entre las que destaca la asamblea constituyente como una vía de solución a la cuestión constitucional, instancia que podría establecer nuevas formas democráticas para el ejercicio del poder político (tanto el que se ejerce en el plano institucional como en la sociedad).

       4.2 . Asamblea Constituyente y nuevas relaciones de poder

      Llegados a este punto, luego de revisar las relaciones entre la Constitución Política del Estado y la constitución política de la sociedad, es posible concluir que la solución no es un nuevo texto constitucional, sino una nueva forma institucional para el ejercicio del poder político, tanto a nivel de las instituciones del Estado como de la sociedad y su soberanía popular. En definitiva, nuevas prácticas para el ejercicio autónomo de la soberanía popular. Para poder abordar el desafío constituyente que se configura en esta etapa del desarrollo político del país, será necesaria la articulación entre las diversas demandas ciudadanas que, de manera explícita o no, confluyen en la necesidad de una nueva constitución que les dé viabilidad. Muchas de estas reivindicaciones emanan de la radical mercantilización de diversos espacios de la vida –educación, salud, seguridad social, trabajo, medio ambiente–, avalada por el soporte ideológico de la Constitución vigente y sus normas de amarre.

      Si llegamos a tener una nueva constitución –donde nueva significa una reordenación de las fuerzas políticas–, este debiera ser la consecuencia del proceso y no su puntapié inicial. En ese sentido, si bien una asamblea constituyente podría significar una contribución importante en ese proceso –según cómo se lleve, claro–, lo importante es la forma en que los sujetos políticos comienzan a rearticularse, construyendo nuevas formas para su agenciamiento político, transformando las relaciones de poder a las que están sometidos. Para ello, me parece fundamental considerar la diferencia entre la Constitución Política del Estado y la constitución política del pueblo: podría cambiar la forma como se ejerce el poder político en las instituciones del Estado, desarticulando aquellos enclaves autoritarios que han neutralizado la potencia transformadora de la soberanía popular; pero no tendrá ningún impacto si las relaciones de poder en el seno de la sociedad conservan sus estructuras actuales. Una nueva constitución debe surgir de nuevas prácticas políticas, prácticas emancipatorias.

      A este respecto, me parece que los mismos actores que ya fracasaron en su pretensión constituyente en 2005, no pueden decir nada distinto de lo que ya dijeron. Sus formas de representación simbólica de la realidad se encuentran configuradas, ineludiblemente, a partir de las relaciones materiales de poder político y económico que los condicionan en tanto sujetos, en tanto agentes políticos. Su sistemática inclinación por recurrir a la institucionalidad diseñada en dictadura, esperando poder desplegar una potestad constituyente que genere una nueva Constitución (como en 2005), demuestra que sus capacidades de comprensión del contexto normativo e institucional están condicionadas por esa misma institucionalidad. Solo la incorporación de nuevos agentes políticos, nuevos tipos de sujetos capaces de sostener discursos diferentes de los hegemónicos, que provengan de otros contextos materiales y no solo de los sectores privilegiados, dará paso a una forma distinta de representación simbólica –o podríamos decir constitucional– de la realidad. Aquí la clave está, efectivamente, en la forma. La forma es el fondo: si no se establece un mecanismo que garantice una efectiva participación de la ciudadanía en la definición de los contenidos de una nueva constitución (especialmente de los grupos subalternos, que han sido postergados de esta discusión), asegurando una participación igualitaria en condiciones de imparcialidad, el resultado será el mismo de 2005: una norma (eventualmente) mejor técnicamente, quizá con uno o dos enclaves autoritarios menos, pero no será una Carta nueva, ni logrará superar su endémico déficit de legitimidad.

      La historia constitucional reciente muestra cómo una serie de intentos por democratizar el texto de 1980 han contribuido marginalmente en dicho СКАЧАТЬ