La caída. Guillermo Levy
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СКАЧАТЬ Ambos acontecimientos reforzaron a ese progresismo que optaba por cambios no violentos del orden político. La coagulación progresista, suscitada por el alfonsinismo, la renovación peronista y la gran parte de los organismos de derechos humanos había construido un límite a la aprobación a ese intento guerrillero.

      La caída del Muro de Berlín venía a refrendar una conclusión que el progresismo post recuperación democrática había sacado: los procesos revolucionarios traían sangre, autoritarismo y caída. De ahí en más, ese progresismo empezaría a buscar energías vitales en las socialdemocracias realmente existentes o a bucear en nuevas teorizaciones. El comunismo europeo no era bandera del progresismo argentino, pero su caída impactó en su agenda cultural, al menos en una buena parte.

      La nueva agenda del eufórico neoliberalismo fue permeando la agenda política y cultural de parte del progresismo argentino: los excesos ya no estaban representados por la violencia política, sino por la corrupción y la prepotencia institucional. Esta categoría nació sesgada para hacer visible en forma negativa solo algunas prácticas de poder estatal y no otras. El objetivo era denostar gobiernos que intentaran ejercer la política con autonomía de las corporaciones. Así, sería prepotencia institucional la propaganda oficial financiada con fondos públicos y no el endeudamiento externo impuesto para financiar fuga de capitales. El neoliberalismo había metido la cola y el todo el progresismo argentino vivió bajo la idea de compartir una agenda común durante los noventa mientras al Estado lo condujo Carlos Menem. Si bien este progresismo ya era un campo escindido, donde el peronismo constituía un eje central del borde que separaba ambas experiencias, las enormes diferencias no explotaron hasta antes de la crisis de 2001 y, sobre todo, hasta el kirchnerismo. También, en una escala más chica, fue clave el rol del Encuentro Memoria Verdad y Justicia (EMVJ) como un eje que reunió a todos los espacios progresistas militantes en contra de Menem, convocados por la recién creada Central de Trabajadores Argentinos (CTA).

      Para las elecciones presidenciales del 14 de mayo de 1989, el radicalismo ofreció a Eduardo Angeloz quien, ante la crisis económica, se inscribió en las salidas ortodoxas que se proponían para la crisis de deuda, tanto en Argentina como en América Latina. El radicalismo de Alfonsín –que había sondeado conjuntamente con Alan García resolver la crisis de la deuda de una manera no ortodoxa y había participado en el Grupo Contadora para colaborar con la resolución de los conflictos armados en Centroamérica– se vio enfrentado a una propuesta radical embarcada en resolver la crisis económica con recetas neoliberales. Con las candidaturas de Eduardo Angeloz y Carlos Menem, el progresismo que había coagulado en los primeros años de la recuperación democrática quedó perplejo y se preparó para reforzar sus identificaciones con los recursos que proveyó el Gobierno de Carlos Menem.

      El menemismo afirmó y reconfiguró ese orbe progresista. Una mirada moralista se reactualizó sobre el liderazgo de Menem, sus excesos y sus frivolidades. Un moralismo antiexceso y, con esto, una crítica a la corrupción. Una dimensión que siempre había existido en el discurso político argentino, pero la novedad de la visión ortodoxa neoliberal era que la corrupción no solo era un delito sino un exceso de gasto público. Reducir la corrupción era parte del achicamiento de la inversión pública. El neoliberalismo reconfiguraba así el universo progresista.

      Se reeditaron las dimensiones políticas y discursivas que había organizado el progresismo. Había algo de liberalismo social y bienestarista con altas dosis de moralismo. El límite al poder menemista, y a su ejercicio hedonista y corrupto, puso en diálogo nuevamente a una buena parte de este progresismo con el antiperonismo. Hay circuitos imaginarios de la historia política argentina que se conectan y el antiperonismo se vio reforzado con el menemismo. Ya había empezado con Ítalo Luder, morigerado por la figura de Cafiero y vuelto a la escena con el propio Menem.

      Pero existe otra dimensión central a destacar. Una dimensión donde se vislumbran quiebres que explotarían con fuerza a partir de 2003. La dimensión vinculada a una de las banderas más sensibles desde la transición democrática y que ha configurado el universo progresista: los derechos humanos y sus organizaciones.

      Las críticas al Gobierno de Menem por los indultos a los genocidas de la dictadura y a los efectos de sus políticas sociales fueron orientando a un progresismo más cómodo con las figuras de Estela de Carlotto y Graciela Fernández Meijide que con la de la propia Hebe de Bonafini. Hebe de Bonafini, que reivindicaba el carácter revolucionario de los desaparecidos, se negó a conciliar con la política de derechos humanos del alfonsinismo, como sí lo hicieron en alguna medida otros organismos. En 1994 se inició una discusión en términos muy duros por las indemnizaciones a los hijos e hijas de desaparecidos que profundizó aún más heridas y divisiones en ese pequeño pero tan potente universo de los organismos de derechos humanos.

      En esos años se fue reconfigurando la grieta en el universo progresista que solo se hizo visible y estalló bien entrado el kirchnerismo. Esa grieta, solapada por el antimenemismo, tuvo su momento de unidad en 1996 cuando, a los veinte años del golpe de 1976, la única bandera que pudo juntar desde radicales alfonsinistas hasta la izquierda partidaria fue la de la recién nacida CTA opuesta a la CGT, que en su mayoría sostenía al Gobierno de Menem. El Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, (EMVJ) juntó a todo el arco progresista, la izquierda y los organismos de derechos humanos en el marco de la lucha contra la impunidad y contra el menemismo. Su unidad frágil y no exenta de tensiones estallaría diez años después, cuando se cumplieran los treinta años del golpe. La ruptura en 2006 del EMVJ marcó otra pata de la grieta del universo progresista: la división entre los que asumían al kirchnerismo como el gobierno popular que expresaba las mejores tradiciones y expectativas de la transición democrática renacidas después de la larga noche neoliberal, y la mayoría de la izquierda partidaria, algunas organizaciones sociales y organismos de derechos humanos también, que no reconocían en el kirchnerismo más que un menemismo con oportunismo progresista. Por derecha, la grieta del universo progresista ya estaba avanzada y su emblema sería Lilita Carrió, como representante de una mirada sobre el kirchnerismo muy parecida a la de la izquierda partidaria y que arrastraría a parte de ese universo progresista antiperonista configurado al calor del alfonsinismo a acompañar, con más o menos entusiasmo, a Cambiemos desde el ballotage de 2015 y después los cuatro años de gobierno. Intelectuales, periodistas y referentes de la cultura que habían sido antimenemistas durante toda la década de los noventa, y que siempre marcaron su repudio absoluto a la última dictadura, acompañaron al Gobierno de Mauricio Macri bajo la premisa de la no vuelta al Gobierno del kirchnerismo como ordenador de todas las ideas y posiciones políticas. Representaron la voz de ese progresismo que hizo las paces con la agenda neoliberal a cambio del no retorno del peronismo al control del Estado.

      El menemismo había impulsado un progresismo que fue buscando formas de representación política y social. Quien mejor capturó ese impulso fue el Grupo de los 8, integrado por los únicos ocho diputados peronistas que rompieron con su bloque luego de las primeras medidas de Carlos Menem. De los 128 diputados que tenía el peronismo, entre los que continuaban y los que fueron electos en 1989, solo 8 rompieron el bloque. Luego varios de ellos serían los armadores del Frente Grande.

      Después de quedar en claro que la Argentina, con un gobierno peronista, se estaba constituyendo en la primera experiencia monetarista y neoliberal del continente en democracia, se empezó a vislumbrar algo: el progresismo existía y podía ser representado. Salirse del bipartidismo argentino llevándose ese circulante identitario que no encontraba interpelación en un radicalismo en reordenamiento y en un menemismo prepotente. El Pacto de Olivos de 1993, que posibilitó la reforma constitucional de 1994, la crisis desbordante de 1989 y, en menor medida, la negociación con Aldo Rico en los sucesos de 1987, le habían provocado una herida a la relación entre radicalismo y progresismo.

      La foto emblemática de Alfonsín y Menem caminando por la Residencia de Olivos, en las vísperas de la negociación de la salida del radicalismo del poder, marcó una reunificación de la clase política, de la realpolitik, y dejó poco espacio para un horizonte progresista.

      Menem pactó СКАЧАТЬ