Название: Götterdämerung
Автор: Mariela González
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417649494
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—Lo lamento, pero somos cuidadosos con el acceso al taller —se excusó Erin. Sin más, atravesó la hendidura y Algernon la siguió. Los otros dos hicieron lo propio, con cierto recelo a causa de la casi inexistente iluminación. Al otro lado, sus pies tocaron una superficie metálica, y sus manos extendidas para tantear asieron una barandilla. Una escalera de caracol bajaba hasta el interior de la capilla; conforme se acercaban al suelo, diversos candelabros colocados aquí y allá permitieron entrever el lugar. Al llegar abajo, no obstante, tanto Viktor como Gus se detuvieron en seco. Su mirada quedó atrapada arriba.
Sobre sus cabezas, sujeto con gruesos cables de metal, pendía un velero con mascarón de proa en forma de dragón. Que hubiera un barco allí suspendido, sin partir el techo de un edificio que tenía más de cinco siglos de antigüedad, no era ni siquiera lo más extraño. Lo inusual era la cantidad de tubos y engranajes que sobresalían de su casco, que se enredaban en sus palos. Era como si aquella embarcación se hubiera peleado contra un enorme mecanismo de relojería.
—Vik… —El trasgo agarró a su compañero y le tironeó del hombro. Soltó un silbido mirando a ningún punto en concreto, tan solo recorriendo con la mirada la estancia. La planta de la capilla era amplia, y no quedaba ya mayor rastro de la presencia cristiana que alguna que otra inscripción en latín en las paredes, las vidrieras de colores que eran parte determinante de su arquitectura y aquellas escalinatas que subían hasta el altar donde se había celebrado la Eucaristía. Los bancos para los fieles, los crucifijos y demás símbolos habían desaparecido. En su lugar, repartidos sin ton ni son, se encontraban toda clase de ingenios, figuras, estructuras y armazones. «Taller», lo había llamado Erin. Bien, no cabía duda de que aquello era un taller… si diez tipos diferentes de artesanos hubieran llegado allí con sus bártulos y se hubieran puesto a trabajar donde mejor les pareciera.
Había mesas largas con probetas, crisoles y matraces. Libros apilados en todas ellas y en el suelo. En otra parte, sin embargo, vieron una hilera de maniquíes con extraños trajes y complementos de todo tipo: cuchillas que sobresalían de un brazo, corsés, botas y chaquetas con mil y un bolsillos y compartimentos. También varios tipos de maquinaria enrevesada cuyo fin no acertaron a adivinar. Carlingas de ornitópteros de diseños extraños; armazones y maquinaria diversa con tubos de metal, lentes, tuercas, ruedas dentadas. Era el sueño de un inventor loco.
—Podéis venir por aquí, por favor —llamó Algernon, unos cuantos metros delante de ellos, con voz paciente. Entendía que debía dejarles unos instantes para sobreponerse al escenario. Sin embargo, si de algo podían presumir Viktor y Gus era de una mente que se amoldaba pronto a las novedades. Echaron a andar siguiendo a sus anfitriones hasta el final de la capilla, donde los esperaban al pie de las escalinatas del altar. La mesa larga pensada para que el sacerdote celebrase los ritos seguía allí, pero parecía bastante menos sagrada ahora. Sobre su superficie había vasos y una botella de whisky, y alrededor de ella se sentaban tres personas, dos hombres y una mujer, que jugaban a las cartas. Tres seres feéricos, advirtió enseguida el ojo de Viktor. Por la cantidad de coronas que se amontonaba en el centro de la mesa tenía pinta de ser una de esas partidas que no se pueden dejar a medias. Así que no le pareció raro que uno de los hombres, un tipo ancho de espaldas, medio calvo, de rostro chato y orejas casi inexistentes, levantara una mano para chistar a Algernon cuando este quiso empezar con las presentaciones.
—Un momento, jefe. —El tipo ni levantó la mirada ceñuda de las cartas de su mano—. Los desplumo en un minuto y nos unimos a vosotros enseguida.
El hombre sentado a su izquierda era de menor altura. Mucho menor. Los pies no le llegaban al suelo, aunque no se advertía enanismo en su complexión. Una cresta de pelo cano le cruzaba el cráneo, por lo demás rapado a ambos lados. Sus rasgos eran afilados, su mirada acerada y ceñuda. La diminuta perilla que adornaba su barbilla, también nívea, tembló cuando frunció los labios, al escuchar a su rival.
—Si no sabes poner cara de póquer, Tarasque, no intentes distraernos con chorradas. El que se va a ir a dormir en pelota picada vas a ser tú.
—Ahorradme esa visión —intervino entonces la mujer. De cabello oscuro y corto, mirada calma y piel pálida, parecía mayor que Viktor, pero no carecía por ello de un brillo juvenil. Su Glamerye palpitaba a su alrededor, como un remolino de viento en un día caluroso. Su acento tenía el deje del norte de Europa—. Cuando os machaque a los dos os dejaré que volváis a la cama vestidos.
Algernon carraspeó. Erin se cruzó de brazos con cara de pocos amigos. Dos señales que el trío ya no pudo ignorar. El desplume de quien fuera tendría que esperar un poco, de modo que dejaron las cartas sobre la mesa, boca abajo, no sin muecas de fastidio.
—Nuestros invitados querrán cenar y que les mostremos sus habitaciones. Ha sido un día difícil para herr DeRoot. Así que tengamos un poco de educación, ¿os parece? —les regañó el filántropo, como si se dirigiera a unos niños descarriados.
Los tres jugadores se volvieron en sus sillas hacia los recién llegados. El instante de silencio fue inevitable; ninguno sabía quién debía hablar primero. Fue Algernon quien tomó la palabra, sin duda acostumbrado a llevar la batuta en situaciones así.
—Viktor, Gustavo, os presento a los miembros de nuestra Sociedad. Este de aquí —señaló al tipo menudo— es Juzann. Un genio del aire o djinn, venido de Mesopotamia. Nuestros ojos y oídos en la ciudad, y quien nos trajo la información sobre la fiesta de los Boisserée.
—En realidad, mis silfos son los verdaderos ojos y oídos —aclaró Juzann, saludando con una inclinación de cabeza —. Yo me limito a reunirme con ellos, escuchar sus chismorreos, pedirles favores. Digamos que a gozar de mi posición —se rio—. Pero si tuviera que darme un título en este grupito nuestro, me gustaría el de Maestro de Espías.
—Aquel, como habéis escuchado, es Tarasque. —Algernon señaló al hombretón y este saludó con la mano, con entusiasmo. —Él…
—Tarasque, ¿la bestia mítica? —interrumpió Gus, incapaz de contenerse. Tanto Viktor como él habían captado el Glamerye salvaje, aunque el nombre podía ser un apodo—. ¿La que recorría la campiña francesa hace siglos?
—El mismo —la sonrisa del hombre se ensanchó mientras se arrellanaba en la silla, o al menos una parte de él lo hacía—. Un poco menos escamoso que antaño, como puedes ver. La verdad es que maniobrar estos cuerpos humanos es mucho más cómodo. Pero no debéis inquietaros si habéis escuchado historias sobre mí: lo de aterrorizar ha quedado en el pasado. —Hizo un gesto con la mano como si arrojara algo por encima de su hombro—. Mi única intención es ayudar a ennoblecer un poco más este mundo. A menos que hablemos de jugar a las cartas, donde sigo causando pavor.
La mujer sentada a su lado se rio y meneó la cabeza.
—Mi nombre suele trabar demasiado la lengua a quienes intentan pronunciarlo por aquí. Así que podéis llamarme Mara —se presentó, sin esperar a que lo hiciera Algernon—, y como no me gustan tanto los preámbulos ni las ceremonias como a mis compañeros, os diré que habréis escuchado hablar de los de mi raza más de una vez, en viejas historias, como «jinetes de sueños». Y no es una metáfora: viajamos entre los sueños de los mortales, nos alimentamos de su imaginación, y cuando nos aburrimos dejamos caer alguna que otra pesadilla. Con eso tenéis СКАЧАТЬ