Götterdämerung. Mariela González
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Читать онлайн книгу Götterdämerung - Mariela González страница 13

Название: Götterdämerung

Автор: Mariela González

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788417649494

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СКАЧАТЬ en la vida siendo un cobarde, y no iba a cambiar eso ahora.

      Viktor trató de calmar el apresurado latido de su corazón. De sus dos corazones: por si fuera poco, la cada vez mayor concurrencia de la sala y los sentimientos encendidos con el baile y la música provocaban un estímulo creciente en su ojo derecho. Era una de aquellas ocasiones en las que ni siquiera cerrar el párpado tras el parche le ayudaba. El palpitar no cesaba, la sensación que comenzaba como un leve pinchazo se iba convirtiendo poco a poco en una estocada que empezaba a cavar hasta su cerebro. Porque allí, claro, cada una de las energías estallaba en un color, una imagen, incluso un sabor. No siempre era sencillo contenerlo. Aquel espectáculo de fuegos artificiales que era su sinestesia, que en condiciones normales y controladas suponía un alimento para su creatividad, en reuniones desordenadas como aquella se convertía en un castigo enloquecedor.

      Eso, por una parte. Por otra, la presencia de Erin, tan cercana, tan ajena a él, lo había afectado más de lo que quería admitirse a sí mismo. Estaba seguro de que lo tenía todo dominado, después de tanto tiempo, tantas noches meditando y fraguando en su alma la resignación. Pero no era así.

      Se plantó frente a una pintura del período holandés, Las siete alegrías de la virgen, de Hans Memling. No le llamaba demasiado la atención, como casi nada del arte cristiano, que se le antojaba vacuo (que todavía siguiera existiendo gente aferrada a aquella religión, rezando a un Dios ausente y silencioso, le resultaba un misterio), pero su sobriedad sirvió para calmarle un poco. Recorrió la escena despacio, deteniéndose cuanto podía en los detalles, tratando de desgranar la historia. Le gustó lo pragmático de sus colores y de los gestos de sus personajes, como si ninguno tuviera nada que ocultar o que mostrar más que lo que quedaba a simple vista. Aquel ritual de concentración en una obra siempre actuaba como un bálsamo para su alma. También fue así entonces, aunque en menor medida. Ninguno de sus mecanismos de defensa cotidianos servía frente a todo lo que Erin provocaba en su ánimo, lo que desenterraba en su memoria.

      Había sido demasiadas cosas a la vez para Viktor. De niños, cuando sus padres la adoptaron tras morir los de ella, una hermana a la que martirizar tirando del pelo y hacer rabiar con tonterías. Un poco más crecidos ya, compañera de confidencias, y sobre todo de descubrimiento de escritores y poemas. Nació en ambos a la vez el deseo de experimentar con las palabras, de conseguir que encajaran para darle explicación a ese sinsentido que era el mundo. Y ya mayores, como parecía destinado, el amor.

      «El amor cobra demasiadas formas, como todos estos desgraciados de aquí», se dijo Viktor con amargura, mirando a su alrededor y desviando enseguida la vista, volviéndola de nuevo al cuadro para evitar el mareo. La había amado, por supuesto, con una fuerza y una devoción que ahora, desde la distancia de los años, se le antojaban arrebatadoras. Pero también había amado el mundo de los versos, la promesa de la vida ilustrada. La ilusión del arte. Y se había decidido por esta otra clase de amor, a sus brazos había encaminado sus pasos y su espíritu. No quedó resquicio para otra cosa. No quedó lugar para Erin.

      Ahora, sin embargo, cada rincón vacío de su alma aullaba su nombre.

      ¿Cómo podía recriminarle nada? Que, después de esperar contra toda esperanza, de suplicarle con misivas, hubiera dejado el recuerdo de Viktor atrás. Y hubiese recompuesto su vida con alguien que la merecía mientras él cometía un fallo tras otro, enterrando sus esperanzas y metas. Cuando él se afanaba por abrirse camino en la universidad, lamiendo las botas a cuanto profesor avinagrado encontraba, ella empezaba a despuntar en círculos literarios modestos, con su poesía sutil y acerada. Cuando él se dejaba llevar por el ansia de reconocimiento y el narcisismo, intentando alcanzar las cimas de la Alta Poesía, ella publicaba pequeñas obras y empezaba a recibir a sus primeros pupilos: jóvenes aspirantes a poeta que la buscaban para que les enseñara cómo encontrar su voz.

      Al final, mientras él se convertía en un paria, cuando veía las costuras y las sombras detrás del mundo que había idealizado, ella llegaba a su destino. Como soñaron ambos sentados en el jardín de su casa, en el tiempo en que todo parecía nuevo y alcanzable.

      Y Algernon, su marido, parecía un buen tipo, por qué no decirlo. Viktor lo miraba de reojo, no sin cierta ansiedad; le parecía que siempre cazaba su escrutinio y le devolvía el gesto con desafío. Era una tontería, claro. Ni siquiera sabía que existía. Dudaba que Erin le hubiera hablado de ese medio hermano, medio novio tontorrón perdido en el pasado. Aquel hombre, otro de tantos nobles volcados en el fomento de la cultura y el progreso, era respetado y admirado, sobre todo en una ciudad como Heidelberg. No parecía haber hipocresía o dobles intenciones en su interés por las artes: se decía que él también pintaba, escribía, componía, al tiempo que buscaba nuevos talentos a los que apadrinar, nuevas investigaciones que alentar. Un compañero a la medida de Erin, no cabía duda.

      «Mejor que yo. Dónde vamos a parar».

      La sonrisa torcida en su rostro, los recuerdos amargos, debían de saltar a la vista, puesto que Yon’Fai, que apareció de pronto a su lado, se extrañó al verlo.

      —Herr DeRoot —dijo, casi sobresaltándolo —. ¿Os encontráis bien? Tenéis mala cara.

      Viktor cerró los ojos. Suspiró. La virgen y todas aquellas alegrías plasmadas por Memling se diluyeron en su mente.

      —Sí, no os preocupéis. Me apetecía dar una vuelta, nada más.

      —Os escabullisteis de pronto, apenas me giré a por un par de volováns. —El poeta no supo discernir si aquella inflexión en su voz era de reproche o de preocupación; no en vano estaba a su cargo. Quizás Lake le hubiera prevenido contra él: «No lo dejes ni a sol ni a sombra, no sea que se largue».

      —Lo lamento. Me agobio enseguida en esta clase de reuniones, necesitaba caminar. —Viktor quiso dar por zanjado el tema. Decidió desviar la conversación—. ¿De dónde sois, Yon’Fai? He de deciros, aun cuando os parezca un mero adulador, que siempre me he interesado mucho por la cultura del Este, por las exóticas Catay y Cipango. Por la manera en que habéis sabido proteger vuestras fronteras y vuestra cultura frente al expansionismo europeo. Me encantaría poder visitar vuestras costas. He visto grabados y parecen muy hermosas.

      Si a Yon’Fai le molestó el halago repentino, no dio muestras de ello. Al contrario: sonrió, entrelazando las manos a la espalda.

      —Bueno, ya sabéis. Gran parte de ese celo al que aludís es más política que otra cosa. —Se encogió de hombros—. Nuestros dioses aceptaron de buen grado la Unificación, pero nunca fueron partidarios de mezclar ideología y pensamientos con Europa. Demasiadas diferencias. Nací en la isla de Okinawa, si queréis algo más específico, en el reino de Ryukyu.

      —¡Oh! —El ojo humano se le encendió a Viktor de manera sincera—. He oído hablar de ella. De vuestra artesanía y vuestros enormes puertos. De vuestra resistencia a los invasores. —Aquellos temas siempre eran de su agrado. No podía evitar sentir empatía por quienes se mantenían firmes frente a los poderosos—. Incluso de ese estilo de lucha con las manos desnudas que habéis popularizado. ¿Lo practicáis?

      Yon’Fai rio con ganas.

      —Eso es lo que siempre llama la atención a todo el mundo. Sí, lo cierto es que es algo que lleva en mi familia desde hace generaciones. Digamos que he aprendido a defenderme. ¿Y qué podéis decirme de vos? Vuestro apellido no parece germano.

      —Holandés —confirmó Viktor—. Aunque mi padre se estableció en las islas británicas poco después de casarse con mi madre, antes de que yo naciera. En la isla de Skye. Negocios y demás. No he llegado a pisar Holanda después de trasladarme al continente, aunque debo admitir que me gustaría.

      No hablaron más. De pronto, СКАЧАТЬ