Götterdämerung. Mariela González
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Название: Götterdämerung

Автор: Mariela González

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788417649494

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СКАЧАТЬ se atusó el pelo oscuro, se ajustó la corbata por enésima vez. Nunca entendería qué veían a aquellos adornos los humanos. Aunque, a decir verdad, muchos entre los suyos los habían adoptado. Si algo les gustaba a los trasgos desde tiempos inmemoriales, ya se sabía, era imitar los modelos de otros. Y la indumentaria fue uno de los primeros aspectos que abrazaron con entusiasmo en el año de la apertura de los Senderos. Se acabó eso de los gorros rojos picudos, de las ropas estrambóticas hechas con retales. Ahora podían acceder a esa moda sobria que realzaba la elegancia natural de su piel.

      Recordó la primera vez que su hermano Anxo le había dicho algo del estilo. Que estaba deseando poder viajar a Francia y visitar a no sabía qué sastre para que le hiciera un traje a medida. Del final de la frase no se acordaba bien, porque antes de que terminara comenzó a partirse a carcajadas, tanto que se dobló sobre sí mismo y acabó tirado por los suelos. Cosas así eran las que habían granjeado a Gus el desprecio de su familia desde que era niño. Aunque el colofón vino luego, claro.

      Pero, en fin, la corbata era un mal menor. Y aquella noche tampoco le molestaba demasiado, teniendo en cuenta lo bien que había empezado. El encuentro con el súcubo había sido breve pero emocionante. Se habían escabullido hasta una de las habitaciones de la servidumbre justo cuando todos comenzaban a entrar, habían cerrado la puerta a cal y canto con una pizca de Glamerye… y, qué demonios, había merecido la pena. Tal vez, en comparación con otros escarceos, había durado apenas un suspiro, pero el torbellino embriagador que lo había devorado y zarandeado tardaría en írsele de la cabeza. De hecho, se sentía un poco mareado todavía. Aquel horrible vals surgiendo de la pianola no ayudaba. Decidió acercarse a una de las mesas, situadas para que no dejaras de contemplar los cuadros en las paredes, en busca de algo que llevarse a la boca. Algo dulce, quizás. Su cerebro tenía que reponer fuerzas.

      «Y pensar que a los mortales las súcubos les roban la energía», se dijo el trasgo, conteniendo una risita cómplice consigo mismo. Tomó un pastelillo de coñac y lo devoró casi sin masticar. Miró un momento los rostros anónimos a su alrededor; a algunos les sacó el Sayo enseguida, a otros le costó más. Y no, no era porque el alcohol corriera por sus venas: cada raza del pueblo feérico tenía una manera propia de utilizar el Glamerye y no siempre era sencillo distinguirlas. Por allí campaban un par de nereidas, de piel clara y ligeros ribetes azulados en el pelo, aun en su forma humana. Más allá, un gatosombra de tez oscura; sabía que Heidelberg, una ciudad amante de la noche, atraía bastante a esta raza. Vislumbró a un sidhe, a un centauro y una huldra. Había muchos más, pero no prestó especial atención. Estaba habituado ya a aquel mosaico y su mente divagaba en otras cuestiones. Por ejemplo, en que se moría de ganas en contarle el episodio del súcubo a Viktor, pero sabía que no debía acercársele todavía; no mientras aquella libido poderosa palpitara en su sangre. Le afectaría, le provocaría una de esas terribles migrañas y ya lo tendría enfurruñado para el resto de la noche.

      En todo caso, sería mejor que lo encontrase. Lo había notado extraño, agitado, cuando acudían hacia el palacio. El tener que tratar de nuevo con Lake, quizás la perspectiva de un evento social tan concurrido como aquel… Todo ello influía, pero no eran más que los pesos ligeros de la balanza, lo sabía bien. Por encima de todo, como no podía ser de otro modo, estaba ella.

      Erin Davies. La persona que acababa de aparecer en su campo de visión, como si aquel pensamiento fugaz la hubiera invocado.

      Y Gus no era el único que la había visto: también lo había hecho Viktor, a quien encontró en un rincón, mirándola. «Sabía que no debía dejarlo solo».

      Pero ahora ya no podía hacer nada. El tamaño del salón era considerable y había numerosos grupos de personas entre él y Erin. No podría llegar antes que Vik, quien se encontraba a unos pasos de distancia, a espaldas de la mujer. Tampoco tuvo claro que debiera hacerlo. Una parte de él lo conminaba a correr hacia allí: tenía que cuidar de su amigo, impedir que volviera a caer en esa espiral autodestructiva de obsesión, del mismo modo que no se puede permitir que un antiguo alcohólico se aproxime a una taberna. Un simple encuentro como ese podía fastidiarlo todo. ¿Pero hasta qué punto tenía potestad para hacerlo? ¿Era lícito que irrumpiese de ese modo, como un intruso?

      Ah, era demasiado difícil decidir. Suspiró, tomó otro pastelillo y volvió a metérselo tal cual en la boca.

      Observó. Qué más podía hacer.

      Erin charlaba con un par de personas (humanos ambos), sonriendo, tan encantadora como se esperaba de una dama de la alta sociedad. El cabello pelirrojo se mostraba en todo su esplendor, los tirabuzones bailaban sobre sus hombros cada vez que se reía. Por lo que sabía, era reacia a recogérselo o a alisarlo; le gustaba dejar bien clara su herencia escocesa, hacer honor a las montañas salvajes en las que había tenido su hogar tiempo atrás. Tampoco se le veían excesivos afeites en el rostro, en el que las pecas destacaban sin reparo ni complejo alguno. Llevaba un vestido azul con adornos plateados, sencillo, pero a la par elegante. La última moda, no cabía duda, y eso que Gus no tenía ni idea de aquello. No había más que compararla con el resto de jóvenes a su alrededor. Erin, aun sin pretenderlo, desde la naturalidad en sus gestos, relucía como una piedra preciosa en medio de un montón de arena.

      A su lado se encontraba Algernon Wilkins. Filántropo y expedicionario, hombre hecho a sí mismo a partir de una fortuna legada por el trabajo de su familia en la industria maderera; quizás uno de los nombres más conocidos de aquella sala. Vestía una levita negra y unos pantalones grises, muy en consonancia con el vestido de su esposa. A diferencia de esta, su cabello era oscuro, incluso su tez, a pesar de su procedencia inglesa. No había más que mirarlos para darse cuenta de la unión férrea que había entre ambos. Aunque cada uno mantenía una conversación distinta, en ocasiones parecían intervenir en la del otro; no con afán de controlarlo o de interrumpir sino de hacer algún apunte, alguna broma que era celebrada con una sonrisa y un asentimiento. Gus no podía escucharlos, pero no era nada complicado advertir aquellos gestos cómplices, aquellas miradas devotas, y lo que significaban.

      «Maldita sea, Vik». El trasgo notó que la escena le taladraba el pecho, allá donde debía estar su corazón huido. «Tendrías que rendirte a la evidencia de una vez, con solo verlos».

      Viktor lo sabía, por supuesto. Lo sabía desde hacía mucho. Lo sabía entonces, a apenas un par de metros de ellos. Solo, pese a las decenas de personas a su alrededor. Abandonado como un navío con las velas rotas en la inmensidad de aquella sala.

      Había anhelo en la mirada del poeta, donde parecía concentrarse toda su alma. Cariño preñado de recuerdos, de palabras nunca pronunciadas y de otras fallidas. El arrepentimiento y la culpa entrechocando sus floretes, hiriendo en el lance cada uno de los puntos débiles del hombre. El deseo de volver a tocar aquellos brazos blancos y enredar sus dedos en los tirabuzones, de sentir aquel aliento contra el suyo. Durante un momento, Gus temió que su amigo fuera a acercarse más, a cometer una insensatez. Lo vio levantar un tanto las manos hacia Erin. ¿Iba a llamarla? ¿A presentarse frente a ella, en medio de su conversación?

      Por fortuna, el momento de alarma pasó pronto. Viktor bajó las manos. A Gus le pareció que sonreía, si es que aquello era posible. Aunque su simbiosis no era tan fuerte como en los primeros días, en aquel momento, como antaño, el trasgo volvió a notar la conexión muy profunda en su pecho. Tanto que él mismo soltó un gemido en voz baja ante el aguijonazo. Resultaba difícil explicar qué era aquel dolor. Aquella tristeza que, no obstante, se sentía satisfecha con el breve encuentro. Con saber que estaba respirando el mismo aire que ella.

      «Así que solo deseabas esto», pensó Gus, observando cómo Viktor se alejaba de Erin y Algernon, cómo serpenteaba entre la muchedumbre hasta colocarse al lado de una de las pinturas y centrarse en su contemplación.

      Tomó un tercer pastelito, lo masticó bien esta vez, pensativo. Quizás esperaría un poco más antes de contarle todo aquello СКАЧАТЬ