Название: Medianoche absoluta
Автор: Clive Barker
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: Abarat
isbn: 9788417525903
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—No era nada importante.
—Entonces cuéntame lo que soñaste.
El único ojo de Voorzangler se movió a izquierda y derecha buscando la forma de evitar encontrarse con la mirada inquisitiva del gran arquitecto. Pero Pixler siempre había sido capaz de mirarlo fijamente hasta hacerle sentir incómodo.
—Está bien —dijo—. Se lo contaré. Soñé que todo lo que tenía que ver con el descenso iba perfectamente bien, excepto que…
—¿Excepto que qué?
—Cuando usted llegaba al lugar más profundo…
—¿Sí?
—Ya había una ciudad allí.
—Ah. ¿Y sus habitantes?
—Se habían marchado miles de años antes. Habían tenido grandes aletas con escamas. Y sus rostros eran bellos. Había mosaicos en las paredes. Ojos muy brillantes y ambiciosos.
—¿Y qué les había pasado?
Voorzangler negó con la cabeza.
—No habían dejado ninguna pista. A no ser que su ciudad perfecta fuera la pista.
—¿Qué clase de pista es la perfección?
—Bueno, debería saberlo, señor.
A Pixler no se lo convencía con tanta facilidad.
—¿Por qué has tenido que tener ese sueño tan estúpido? Podrías haber gafado todo este proyecto.
—Somos científicos, señor. No creemos en las maldiciones.
—No me digas en qué debo creer. Encuéntrame al Niño.
—Lo están buscando.
—¿Y no lo han encontrado?
—De momento no.
—No te molestes. Simplemente había pensado que le gustaría despedirse de mí.
Las puertas automáticas del batiscafo se estaban cerrando. Un atisbo de ansiedad cruzó el rostro del gran arquitecto, pero no dejó que lo dominara. Los tres grandes cabrestantes (uno de ellos suplía al batiscafo de energía, el segundo lo proveía de aire limpio y el tercero y más grande sostenía el peso de la inmensa embarcación) estaban soltando cuerda a un ritmo constante ahora. Voorzangler observó las lecturas de las pantallas que rodeaban la cabina. Centenares de cámaras diminutas, como bancos de peces de un solo ojo cuyo movimiento e iridiscencia se habían diseñado para hacer salir de la oscuridad a todas las criaturas misteriosas que cazaban en las opresivas profundidades, rodeaban la columna descendente por la que bajaría el batiscafo.
—¿Qué ocurrirá si no regresa? —preguntó una voz melancólica.
Voorzangler apartó la mirada de las pantallas.
Era el Niño el que había hablado. Por primera vez, la sonrisa lo había abandonado. Observó el descenso del batiscafo con la expresión de un niño verdaderamente desamparado.
—Debemos rezar para que lo haga —dijo Voorzangler.
—Pero yo siempre le he rezado a él —contestó el Niño.
—Entonces, mi pequeño, te sugiero que pienses en otro dios tan pronto como puedas.
—¿Por qué? —preguntó el Niño con un leve tinte de histeria en la voz—. ¿Crees que papá morirá ahí abajo?
—¿Acaso pensaría yo eso? —dijo Voorzangler sin resultar convincente.
—Os oí hablar a los dos de unas cosas que viven en las oscuras profundidades. Se llaman recogacks, ¿verdad?
—No son cosas sino personas, muchacho —dijo Voorzangler—. Ellos se llaman los requiax.
—¡Ja! —dijo el Niño como si hubiera pillado a Voorzangler diciendo una mentira—. Entonces existen.
—Esa es una de las cosas que ha bajado a averiguar tu padre, si existen o no.
—No es justo. Él es mío. Si baja a la oscuridad y nunca vuelve a subir, ¿qué haré yo? Me suicidaré. ¡Eso es lo que haré!
—No, no lo harás.
—¡Sí lo haré! ¡Ya verás como sí lo hago!
—Tu padre es un hombre muy especial. Un genio. Siempre va a estar buscando nuevos sitios que explorar y nuevas cosas que construir.
—Bueno, ¡pues lo odio! —dijo el Niño. Sacó su tirachinas, lo cargó con una piedra y apuntó con él a la pantalla más grande. Era imposible que fallara. La pantalla se hizo añicos cuando la piedra la golpeó y explotó en una lluvia de chispas blancas y fragmentos de Cristal Patentado de Commexo.
—¡Deja eso inmediatamente! —dijo Voorzangler.
Pero el Niño ya había vuelto a cargar su tirachinas y estaba disparando. Una segunda pantalla se hizo pedazos.
—Tendré que llamar a los guardias si no te…
No hizo falta que terminara. El Niño acababa de ver algo en las pantallas que le hizo olvidarse del tirachinas. Las cámaras espías apuntaban a una chica: una chica a la que el Niño conocía, al menos de vista, porque su padre había evocado su imagen para él la noche que había vuelto de Martillobobo, donde la había conocido.
—Se llama Candy Quackenbush, mi pequeño —dijo el Niño, imitando a la perfección la voz de su creador.
Ver a Candy hizo que toda la rabia que el Niño sentía contra Pixler desapareciera de su mente. Ahora lo consumía la curiosidad.
—¿A dónde te diriges, Candy Quackenbush? —dijo en una voz tan baja que Voorzangler no pudo oírlo—. ¿Por qué no vienes a la ciudad y nos hacemos amigos? Necesito un amigo.
Se dirigió a la pantalla más baja que mostraba su imagen y, tras extender la mano, la colocó suavemente sobre su cara.
—Por favor, ven —murmuró—. No me importa esperar, estaré aquí. Pero ven. Por favor.
Capítulo 5
Remanentes de maldad
Unas tres semanas después de que las aguas del mar de Izabella hubieran traspasado el umbral entre Abarat y el Más Allá, hubieran inundado muchas de las calles de Chickentown y demolido con su fuerza y su furia los edificios antiguos más bonitos del pueblo, junto con el juzgado, la iglesia y la biblioteca pública Henry Murkitt, el padre de Candy, Bill Quackenbush, empezó a dar paseos nocturnos por el pueblo.
Bill СКАЧАТЬ