Antología de Martín Lutero. Leopoldo Cervantes-Ortiz
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Название: Antología de Martín Lutero

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9788417131371

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СКАЧАТЬ la muchedumbre se involucraba, pues ya se había modificado la creencia de los hombres y porque la estructura de una parte esencial de sus vidas también había cambiado. Lo que los Reformadores pudieron entonces decir y hacer teológicamente, tenía repercusiones reales sobre el comportamiento de los hombres.

      Pero hoy, el cristianismo es un residuo del pasado, o mejor dicho, los hombres lo consideran como un sistema de creencias y de pensamiento un poco antiguo, con sus cartas de nobleza y situado en una cartografía compleja de millares de sistemas filosóficos, económicos y políticos, y todos tienen su valor y un valor legítimo. Desde un punto de vista muy concreto, la Iglesia —incluso la romana— no tiene gran influencia. Para los no cristianos, aparece como una fuerza que busca mezclarse en lo que no le concierne cuando interviene en lo político y en lo social. Se le quiere dar su lugar, que es en lo espiritual, pero sobre todo que no salga de su ghetto, que no sea para poner un poco de su influencia, al servicio de tal o cual orden de Estado. Es decir: es bueno que la Iglesia ortodoxa apoye la guerra del Estado soviético y el movimiento por la paz. Es bueno que las Iglesias bautistas o presbiterianas apoyen el anticomunismo del Estado norteamericano. Es bueno que la Iglesia protestante alemana no apoye la revolución hitleriana. Pero nada más, nada más allá. Una Iglesia anexa a la corriente político-social dominante, eso es lo que se tolera. En esas condiciones, se comprende mejor por qué las discusiones teológicas no tenían para el hombre del mundo ninguna importancia, y se les veía con una sonrisa de conmiseración: “¡Ah, esos intelectuales!”. Sabemos todo eso muy bien y es justo lo que hace que no tomemos en serio una reflexión como la que aquí planteo. Aun si supiéramos claramente lo que nos hace falta ser, lo que nos hace falta hacer para permanecer fieles a la Revelación, nuestras decisiones, nuestras actitudes, nuestras declaraciones no tendrían un gran valor ni hacia las autoridades, ni desde el punto de vista económico, ni hacia las masas. Eso es lo que es totalmente diferente al siglo XVI. Lo sabemos bien y es lo que nos conduce a un cierto desánimo: “Para qué tanto esfuerzo por pensar con exactitud, para qué buscar la actitud justa de la fidelidad, ya que nada de eso tendrá efecto, ya que nadie nos escuchará, y no podremos comprometernos al diálogo con nadie, y en el plano de la eficacia hemos sido reducidos a nada”. Simplemente quisiera decir que no es en principio falta de eficacia, sino primeramente falta de fidelidad. Lo que importa es la obediencia —hacia la que hemos intentado poco y para nada. Conviene aquí recordar los siglos de silencio del pueblo de Israel: el gran silencio de Dios que fueron como 200 años durante la esclavitud en Egipto entre el periodo de José y el de Moisés, y el gran periodo de silencio de Dios, de casi 400 años, entre Esdras y los últimos profetas, hasta la aparición de Juan el Bautista. La cuestión para Israel era, durante esos siglos de ausencia, mantener a pesar de todo y contra todo, la esperanza y la fidelidad. Esa es ya nuestra cuestión también.

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      Me parece que hemos sido llamados a situarnos en relación con este mundo nuevo, pero también en relación con el mundo antiguo que se desvanece. Nuestra situación es una mezcla inextricable de una cosa y de la otra y, sin embargo, se puede llegar a discernir lo que pertenece a una y a la otra, lo que va en declive y lo que se anuncia en el horizonte, y no podemos enterrar una sin ver venir la otra, así como recibir de oficio lo que ya viene. Lo que nos queda, pese a tal vez ser inútil o una tentativa vana, puede no importar si no está la vía de la verdad. Respecto del mundo antiguo, quizá estaríamos de acuerdo en no extrañar aspectos en vías de desaparición. El capitalismo tradicional con la apropiación privada de los medios de producción, con la explotación del hombre por el hombre, con la edificación de una sociedad entera alrededor del dinero y, como consecuencia, el desencadenamiento de productos inútiles; todo ello no puede dejarnos lamentos; no nos podemos ligar a esta forma en la que la injusticia y la falta de humanidad han rebasado en volumen y en densidad todo lo que existía antes, desviando lo que pudo ser una fuente de bien para todos. Así también el colonialismo, ligado al capitalismo, la conquista supuestamente legítima de los “países salvajes”, la explotación desenfrenada de las riquezas naturales, el desprecio por el hombre inferior que está vencido bajo apariencias de civilización, de elevación del nivel de vida y de introducción del cristianismo. La palabra “apariencia” nos introduce sin duda a una de las características más importantes de esta sociedad: su hipocresía. La colonización imperialista que se justifica con móviles idealistas (y que son presentados en apariencia) como el capitalismo, se justifica con la libertad individual y económica, con la vocación del hombre al trabajo, etcétera… Hipocresía que encuentra su más alta expresión en la afirmación de la libertad cuando se introduce al hombre en la peor esclavitud. Así que, pongamos mucha atención a esta hipocresía característica de este mundo decadente, la vivimos y lo hacemos en medio de ella (es en nombre del Espíritu que los tecnólogos más virulentos como Alfred Sauvy, Jean Fourastié, etcétera, han desarrollado la tecnología en su nombre y es en nombre de la libertad que se reglamenta, se planifica, se organiza, se condiciona material y psicológicamente al individuo) y la hipocresía fue lo propio de los regímenes hitlerianos y los estalinianos, como de la misma manera del régimen soviético. Probablemente estamos en presencia del legado trágico del antiguo mundo al nuevo. Tal vez habría otras cosas del mundo pasado que podríamos enterrar sin lamentos, como el individualismo desencarnado del siglo XIX, la democracia formal, el cientificismo idealista, etcétera… y ya no podemos tardar en hacerlo. El problema de los nefastos legados que deja el antiguo al nuevo mundo, nos parece grave. Acabamos de citar la hipocresía colectiva, pero el otro legado a considerar es el nacionalismo. Es esta forma de estructura sociopolítica, convertida en religiosa por la adoración del hombre hacia su nación, que parecía bien ligada a la sociedad occidental del siglo XIX y que condujo a su ruina en medio de desastres y de sangre. He aquí que el abominable expande su poder en el mundo entero: los árabes se hacen nacionalistas, los africanos se hacen nacionalistas y los asiáticos también se hacen nacionalistas, y los comunistas también son nacionalistas, incluso ellos, cuya doctrina contiene, sin embargo, ¡el fermento del anti-nacionalismo! Así que esos nacionalismos diversos presentan exactamente los mismos caracteres que los de Europa occidental, a pesar de algunos análisis superficiales que parecerían oponerse a ellos. Parece cierto que la Iglesia debe luchar en todos los países contra todos los aspectos de esos dos vicios del mundo antiguo, la hipocresía sociopolítica y el nacionalismo, así como esforzarse para aprovechar el cambio de estructuras sociales para comprometerlas y meter a las otras en la vía de la desaparición.

      Por el contrario, debemos intentar salvar de nuestro tiempo, algunas adquisiciones que ellas también están amenazadas, pues precisamente por su debilidad y su humildad, son verídicas y justas. Como cristianos y, además, cristianos reformados, nos hace falta estar ligados a la democracia. ¡No porque ella sea un régimen cristiano ni porque sea ideal, ni porque presente más virtudes que cualquier otro gobierno! Es precisamente su debilidad, esa posibilidad de desorden, de incertidumbres, en esa posible ineficacia que aparece el más humano de los regímenes, el más susceptible de respeto por el hombre, el más abierto y, ahora, el más humilde. La democracia no es buena en sí misma pero no tiene la pretensión del orgullo y no cree ser la verdad y la justicia en sí misma. ¡Dios nos guarde de cualquier régimen que pretenda ser la Verdad, la Justicia y el Bien! La democracia es relativa, ella se sabe relativa y es eso mismo lo que debe atarnos a ella seriamente. Ella se ofrece con un inmenso abanico de tendencias expresadas y permite que las posibilidades del hombre, no sean ahogadas desde el principio. Y es por esa misma razón que debemos defender la laicidad frente a los Estados que pretenden encarnar la verdad y discernir lo absoluto; es para nosotros los cristianos (pues la verdad ha sido revelada) un deber dentro de la sociedad civil, sostener la ausencia de una verdad humana y gubernamental o, para tomar un aspecto positivo, sostener la laicidad. Nos hace falta tomar muy en serio todo lo que está contenido en ese término y que enumeraré en cuatro proposiciones: ningún poder en el mundo puede expresar una verdad en sí mismo, porque el hombre no reconoce nada más que verdades, y solo fragmentos, jamás lo absoluto; y dentro de esa opinión del hombre, solo hay parcelas de las verdades humanas; desde ahí, todas las opiniones deben expresarse libremente en la sociedad. No podemos pedir al Estado que asuma cualquier forma de verdad cristiana: es al Estado al que se le encarga la misión sin ayuda externa; el Estado, siendo laico, no tiene el deber de volverse absoluto, pues no puede jamás tomar СКАЧАТЬ