Antología de Martín Lutero. Leopoldo Cervantes-Ortiz
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Название: Antología de Martín Lutero

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9788417131371

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СКАЧАТЬ Las dos únicas vías que nos están prohibidas son la preocupación por una fidelidad tan pura y una teología tan trascendente que lleva a aceptar toda conducta del hombre, definida por las fuerzas sociológicas —es, por lo opuesto, la búsqueda de cierta interpretación de la Biblia, de cierta teología, como para legitimar una doctrina social, una toma de posiciones políticas, un impulso sentimental y las dos son, en definitiva, una misma traición.

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      Seguramente, una de las más importantes consecuencias de la Reforma bajo la óptica del mundo, fue la desacralización en sus diversas formas. Los reformadores recordaron con vigor que Dios está en el cielo y el ser humano en la tierra; que el mundo es el lugar del Príncipe de este mundo; que el hombre es por naturaleza —y de manera definitiva— pecador y sin ninguna posibilidad de hacer el bien: el mundo es el mundo. Y por ello está habitado por potencias sagradas, y nada en el mundo excede a la grandeza del hombre; no hay misterio en el mundo, no hay barreras naturales que signifiquen algo en sí mismas.

      La presencia de lo sagrado al interior de este mundo asegura, en efecto, de manera intrínseca, una significación de los sucesos en la historia: los hombres saben por ellos mismos lo que hacen y a dónde van; esto les es dicho y asegurado por la existencia de algo sagrado en la historia; igualmente lo sagrado pone además límites a la acción del hombre: hay tabúes, existe lo que se puede y lo que no se puede hacer. Hay lo que es lícito y lo que es ilícito, no por causa de un edicto del hombre, ni por causa de prohibiciones expresas, sino por la naturaleza misma de las cosas, por el orden natural, por una verdad infusa en el mundo. Y de un lado como del otro, surge una escala de valores; lo sagrado provee al hombre, de manera irrecusable, el discernimiento del bien y del mal, lo deseable y lo sublime, frente a los cuales no hay dudas ni críticas. Y, pacientemente, la escolástica medieval, asumiendo un mundo habitado por lo sagrado, había bordado punto por punto una teología cristiana sobre este mundo social, había elaborado lo sagrado salido del cristianismo, englobando y modelando lo sagrado de la naturaleza. Lentamente, la Iglesia había sacralizado lo que podía pretender de la autonomía, el poder del Estado como los ritos paganos de las cofradías o de la caballería. Se trataba, entonces, de hacer adoptar las leyes de la moral cristiana como prohibición sagrada de toda la sociedad y de la perspectiva del Juicio como lo sagrado de la significación. Se trataba de encontrar en cada cosa, el punto de unión entre la naturaleza y la gracia, entre la realidad del mundo y la verdad de Dios, entre la posibilidad del hombre y la exigencia del Espíritu. Y se instituye desde entonces, como la expresión de lo sagrado, todo el mundo intermediario, el de los santos y de las brujas; ese, que es el mismo, del derecho natural y de la razón Imago Dei; el de los Méritos y de la fe implícita, el del poder temporal de la Iglesia junto a la sacralización del Estado. Todo el problema consistía en saber dónde y cómo, en ese mundo intermediario, lo Sagrado de Dios se infundía en lo sagrado del Mundo.

      Y he aquí que brutalmente, los reformadores intervienen en esta sutil y delicada construcción; he ahí que ellos “rechazan de golpe mil años de teología casi unívoca” y rompen la tela fácilmente tejida. No hay nada sagrado en el mundo y, además, la Iglesia y el Estado no son más sagrados uno que otro. Las cosas son cosas: no hay espíritus en ellas, la materia es materia, incluso si es del hombre. No hay nada de venerable en la naturaleza —la historia no tiene significación por ella misma; nada está, por sí mismo, prohibido; el hombre dejado a sí mismo es un ciego, incapaz de ningún bien y destinado a la muerte. Si la historia tiene un sentido, es por la atribución de una significación extrínseca, que viene de Dios. Si el hombre hace el bien, es por la acción extrínseca de Dios que actúa sobre él por la gracia y no existe ninguna continuidad posible de la naturaleza y de la gracia… El mundo, desacralizado, vuelve a ser plenamente el mundo. No un mundo sin ley, sino un mundo que no tiene las mismas leyes que la Iglesia, un mundo que no puede ser cristianizado desde el exterior, bajo la óptica de que no se puede actuar con la hipocresía de hacer como si se fuera cristiano sin serlo, como si lo sagrado que se desea no fuera otra cosa que idolatría, ilusión, mentira y rechazo de Dios.

      Esta desacralización ha traído innumerables consecuencias. Y a partir de ahí, ya no se podía vivir solamente en la ilusión. Nos hemos despertado brutalmente en un mundo desencadenado —el hombre puso sus manos sobre todas las cosas, pues ya nada era sagrado para él. Es entonces que comenzó la gran aventura técnica. De ahí en adelante todo estaba permitido en el mundo. Ya no se tenía que temer la venganza de los espíritus que ya habían huido de las cosas. Y por ese mismo golpe comenzó a ponerse todo en cuestión. Y todo podía estar sometido a la duda, todo podía ponerse en juego: el poder del Estado, así como el de los padres y la jerarquía social; todo ello era natural y, en consecuencia, también era sometido a la crítica de la razón —así debería comportarse el hombre natural, asumiendo él mismo su condición en un mundo y una sociedad que les habían sido puestos entre sus manos. Desde entonces, la situación fue honesta y clara. La Iglesia ya no podía ejercer poder ni sobre el mundo ni sobre el hombre, ni tampoco imponerle leyes. Todo lo que sí podía era anunciar la Palabra de Dios a ese mundo y a ese hombre, testimoniar por sus obras y por la vida de los cristianos, y por sus palabras, la obra cumplida por Dios en ese mundo y para ese hombre.

      Así, en primer lugar, se establecía no una conciliación —una síntesis entre la Revelación y el orden natural—, sino una situación nueva, una tensión entre las dos fuerzas, con una calidad radicalmente diferente, con un origen y un fin igualmente opuestos. Esto quedó profundamente marcado a nivel del Estado. En lugar de pretender una subordinación del Estado cristiano a la Iglesia, pretendía una canalización en la jerarquía de ambas potencias; la Reforma inaugura la liberación del Estado con respecto de la Iglesia —el Estado ya no es cristiano. Es él mismo. Ya tiene una función, por lo demás inscrita en el plan de Dios. Y la Iglesia solo puede dirigirse a él estableciendo un diálogo en el que se anuncia al Estado la voluntad del otro, la palabra que debe, por ella misma y sin un sistema de coacción exterior jurídica y política, inducir al Estado hacia una política justa y hacia una aceptación voluntaria del servicio a Dios. Las cartas de Calvino al rey de Inglaterra son, a ese respecto, muy significativas.

      Pero, esta consideración de la dualidad de la Iglesia y del mundo, conducía a una segunda consecuencia: desde el momento en que ya no existía lo sagrado incluido en el mundo, la decisión de la conducta en la vida depende del hombre. Este hombre ha sido puesto frente a la Palabra de Dios, que le ha afectado y debe opinar personalmente. Es responsable de sus respuestas. Ya no está incluido en un orden que lo lleva naturalmente, espontáneamente hacia una conducta cristiana, incluso si casi ya no tiene convicción. La conmoción traída por la Reforma es que no se puede ser cristiano sin estar consciente de ello, obedeciendo a la naturaleza, siguiendo una ley de inercia; la fe supone ya una conciencia, la aprehensión voluntaria y el desarrollo de cierta cultura. Hacerse cristiano es un acto contra natura, y ese cristiano está entonces llamado, dentro de su sociedad, a afirmar la exigencia de Dios, pues cuando decíamos más arriba que la Iglesia se sitúa en un estado de tensión en relación al mundo, se trata menos de autoridades eclesiásticas (que la Reforma despoja de su prestigio y de su exclusividad) que de los fieles mismos, cada uno donde se encuentre. Desde luego, casi no se puede tener la esperanza de que todos acepten la Palabra de Dios y se hagan cristianos. Probablemente la mayoría de los hombres pertenecerá al mundo laico (aunque esto no fuera muy evidente para los reformadores, en vista de que vivían en una sociedad fuertemente cristianizada, lo que podía ser la causa de que no se percataran de este hecho). Pero al menos que esos hombres supieran lo que hacían, que fueran puestos frente a sus responsabilidades, entonces los equívocos se habrían disipado, que lo cristiano se comporte como un no cristiano, y que sus motivos sean revelados (¡a eso corresponde la famosa reputación de honesto y de rigor de los protestantes!). El individuo es así llamado a la toma de conciencia y eso fue, sin duda, ¡la segunda gran obra de la Reforma! Toma de conciencia de sí mismo, de sus motivos, de su autonomía y de su responsabilidad. Toma de conciencia del mundo en el que se sitúa, de sus disputas y de sus conflictos. Toma de conciencia de la Palabra de Dios, de su verdad personal y de su objetividad: a todos los niveles el individuo es así suscitado. Pero si esto conduce al cristiano a más autenticidad dentro de la fe, esto conduce СКАЧАТЬ