Antología de Martín Lutero. Leopoldo Cervantes-Ortiz
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Antología de Martín Lutero - Leopoldo Cervantes-Ortiz страница 6

Название: Antología de Martín Lutero

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия:

isbn: 9788417131371

isbn:

СКАЧАТЬ por Da Vinci; es decir, el hombre rebelado y que no conoce a su Creador ni a su Salvador, los reformadores lo disciernen perfectamente en el hombre del Renacimiento, igualmente cuando se trata de la revuelta de los campesinos que cuando se trata de la revuelta intelectual de Castellion, pues lo que esperaban no era, en definitiva, un orden humano sino al Señor mismo. Encontramos la misma firmeza en un campo diferente de expansión del Renacimiento, el de la riqueza, del lujo, del arte por el arte, de la facilidad de la vida. Si el trabajo es legítimo, si el hombre es llamado a cumplir con todo lo que su mano encuentra para hacer, no es ni para explotar la creación ni para su felicidad, sino únicamente para obedecer a esa vocación y dar gloria a Dios por esa misma vía. No será cuestión de consagrar las fuerzas del hombre a mejorar su nivel de vida ni a desarrollar el confort y la comodidad (la disciplina moral de los reformadores era muy hostil a la facilidad de la vida). La riqueza y la acumulación de capitales también son tratados con dureza tanto por Calvino como por los teólogos de la Edad Media y en ninguna parte los reformadores aceptaron que el préstamo con intereses pudiera ser ilimitado y fuente de riqueza legítima. Solo lo toleraron en algunos casos. En el dominio del arte, nunca hicieron del valor estético una especie de valor justificativo de la obra: ¡a sus ojos no todo estaba permitido a partir del momento en que se trataba de arte! La belleza también está llamada a ser sierva del Señor y cuando no lo es, es demoniaca y no se podía esperar ningún tipo de indulgencia de parte del Creador. Así que, si los reformadores supieron decir no al nuevo mundo que se constituía, y en el que participaban; es por la misma razón que podían, a ese respecto, formular un . Los reformadores no se rehusaron por tradicionalismo ni por mantenerse en la línea del pasado o por falta de audacia, sino únicamente por fidelidad a la Revelación. No hay que dejarse llevar por ninguno de los dos juicios que, humanamente, estaríamos tentados a validar, es decir: si los reformadores dijeron es por conformarse al progresismo de su época; y dijeron no por tradicionalismo o, aún más, si decían sí, eran muy fieles; si decían no, eran muy infieles. Según los gustos, cada quien podría multiplicar sus juicios al respecto. Pero el único esfuerzo de los reformadores fue el de expresar su fidelidad a la Palabra de Dios. Y no tendríamos por qué preguntarnos si lo lograron.

      •••

      Pero hoy en día, seguramente se nos demandaría adoptar la misma actitud, a saber, estando presentes en el mundo moderno, deberíamos buscar cuál es, en relación al mundo actual y en su realidad, la fidelidad a la voluntad del Señor. Voluntad que es a la vez permanente, eterna, objetiva, idéntica a ella misma y a la vez actual, innovadora, subjetiva y que se expresa hic et nunc. Esa fidelidad no puede expresarse en un rechazo puro y simple del mundo como está, y no más que en una adhesión a las formas propuestas en un “pasadismo” de conservación de los valores muertos, ni en un progresismo de exaltación de los valores existentes. Todo viene del orden de la fidelidad a la historia que es la misma cuando se trata de fidelidad a la historia pasada de nuestros grandes antepasados, de los que debemos mostrarnos dignos, o de la fidelidad en el sentido de la historia enseñado por Marx y que nos traza nuestro deber: todo regresa a lo mismo. Se necesita desde el principio un no riguroso y total a esa fidelidad cualquiera que sea el sentido en el que se formule. La historia no es el Señor, a pesar de los muy numerosos escritos de cristianos actuales ¡que intentan hacer que lo creamos! Y nosotros no tenemos ninguna otra fidelidad que hacia la Palabra revelada; incluso si fuera contradictoria con el curso de la historia, ella misma debe comprometernos a negar los grandes ejemplos del pasado o a recusar la evolución necesaria hacia el socialismo… Ahora bien, hoy, a la mitad del siglo XX, nuestra situación es a la vez parecida y diferente a la de los reformadores. Es parecida, porque vivimos en mundo de convulsiones equivalentes a las del siglo XVI. Se podría decir que antes hubo otras como 1789, por ejemplo. Y bien, por paradójico que pudiera parecer, yo me atrevería a decir que no: efectivamente, hubo disturbios espectaculares y de fachada como en 1789 o en 1914; pero en el siglo XVI la situación era otra; no era la forma de gobierno la que se trataba de cambiar, sino el pivote de la sociedad misma: se pasó de una sociedad teocéntrica a una sociedad “antropocéntrica”. Y eso se expresó desde el principio en la pintura, en la literatura y en las estructuras sociales. En ese sentido, la Revolución de 1789, así como el Estado absoluto de Luis XIV no son más que consecuencias de la mutación del centro de la sociedad, consecuencias normales, previsibles, pero solo consecuencias, ninguna innovación. Esto es muy conocido, además de ser repasado por miles de autores. Ahora bien, nosotros asistimos a la misma revolución; la sociedad cambia de nuevo de centro, de pivote, nuevamente se produce una revolución copernicana. De la sociedad antropocéntrica, que duró del siglo XVI al siglo XX, pasamos a la sociedad tecnocéntrica. El valor supremo es la técnica, y alrededor de ella se organizan la sociedad, el Estado; la vida concreta como la vida intelectual, es el primado técnico. Y la pintura y la literatura también son testigos. Emmanuel Mounier, quien no era sospechoso de inflamar el fenómeno técnico ni de temerlo, decía que, desde la era prehistórica, el hombre no había experimentado tan grande mutación como en esta era técnica. Es así que este cambio del centro de la sociedad nos coloca hoy en la misma situación que en la de los reformadores. ¿Hoy? ¡En efecto! Pues es desde hace 20 años que el hombre tomó conciencia del hecho. En 1900 nadie se daba cuenta de lo que pasaba. Y los primeros balbuceos del hombre frente a lo técnico, por otro lado, representado solamente por la máquina, fueron lamentos poéticos sin profundidad.

      Pero, por otra parte, nuestra situación es completamente diferente a la de los hombres de la Reforma desde dos puntos de vista. En primer lugar, sabemos ahora que en el plano político, el económico, el social, la empresa de los reformadores tuvo como saldo el fracaso. En su liberación del mundo y su compromiso de tensión con él, desataron al monstruo (creo que tuvieron razón desde el punto de vista bíblico, lo reitero) y el monstruo fue demasiado fuerte para ellos. No pudieron —dentro del diálogo con el Estado— impedir que se convirtiera en totalitario, autoritario, nacionalista. No pudieron, en la elaboración de una ética cristiana, impedir a los cristianos que formaran una economía capitalista y, con ello, dejar libre curso al poder del dinero. No pudieron, en la predicación de la gracia, llevar al hombre a reconocerse como criatura, y entonces el hombre se afirmó como medida de todas las cosas, sin amo y sin deber. Seguramente es el riesgo de cualquier verdadera toma de posición cristiana. Fue el mismo riesgo que en los tres primeros siglos de la Iglesia. Y la reacción de prudencia fue evitar ese riesgo montando la enorme máquina de las leyes, de las reglas, de la moral, de las organizaciones, todo en lo que devino la Iglesia romana. Y fue eficaz. Pero la verdad revelada estaba muerta. No se trata de actuar con prudencia frente a esa prudencia. Los reformadores conocieron el riesgo de la fe. Colocaron a la sociedad en la misma situación de riesgo. La verdad fue reanimada, pero el pecado del hombre volvió amargos los frutos. Ahora todos los sabemos: ya no estamos en la situación de inocencia que fue posible en el siglo XVI. Conocemos el peligro. Somos hijos de esa flama. Ya no podemos comprometernos con la creencia de que las cosas se pondrán bien porque la verdad será proclamada, porque la sociedad será feliz, porque el Estado será justo y fiel. Tal vez tendríamos fácilmente la convicción contraria y de hecho estaríamos inclinados a no mezclarnos en esa aventura, permaneciendo entre nosotros o más aún, adhiriendo al cristianismo a alguna doctrina social que fuera garantía para la sociedad, al mismo tiempo que nuestra fidelidad a Jesucristo fuera garantía para la vida. Esa doctrina podría ser el socialismo o el liberalismo, aunque esa actitud es también inadecuada y conduce a la misma herejía que el constantinismo. La experiencia y el fracaso de los reformadores nos conducen también a mirar dos veces antes de hacer lo que sea, y con frecuencia hemos sido conducidos a no hacer nada.

      Nuestra situación es diferente a la del siglo XVI desde un segundo punto de vista. El siglo XVI todavía fue un siglo cristiano; las reglas tenían un punto dominante desde la perspectiva social, económica, intelectual; el cristianismo era un punto de referencia para todo el mundo, prácticamente era el único sistema intelectual global, la única forma de pensamiento posible y aún las tendencias agnósticas se situaban al interior del cuadro cristiano, como lo demostró Febvre. Desde entonces, lo que pasaba dentro de la Iglesia tenía una gran importancia. Todo el mundo tomaba en serio los conflictos eclesiásticos. Todo el mundo tenía una opinión respecto de la conducta (¡no de los dogmas!) de los monjes o de la formación de la СКАЧАТЬ