Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Morbus Dei: Bajo el signo des Aries - Matthias Bauer страница 6

Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

Автор: Matthias Bauer

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Morbus Dei (Español)

isbn: 9783709937129

isbn:

СКАЧАТЬ se sentó a su lado.

      –¿Ha sobrevivido? – preguntó Von Binden sin dejar de mirar a su hija.

      Johann asintió con la cabeza.

      – Había oído hablar de estos métodos, pero nunca pensé que realmente existieran.

      – La Iglesia hace todo lo posible por impedir que se practiquen. Lo nuevo siempre es obra del diablo – dijo el conde.

      –¿Y lo es? – Johann le dirigió una mirada dubitativa.

      El conde se encogió de hombros.

      –¿Y qué no es obra del diablo? Todos nacemos como pecadores y morimos como pecadores, y mientras vivimos también cometemos pecados. Creo que si una cosa sirve de ayuda no puede ser tan mala.

      Johann carraspeó.

      – Seguro que el cordero no piensa lo mismo.

      Von Binden sonrió.

      – Hay quien cree que la sangre también transfiere cualidades del animal a la persona.

      –¿Y el prusiano se volverá manso como un cordero? – Johann soltó una sonora carcajada—. ¡No llegará ese día!

      Los dos hombres se entretuvieron observando las artes acrobáticas de la pequeña. Fue un instante de paz, el primero desde hacía mucho tiempo.

      – Me pregunto qué hace un hombre con semejantes conocimientos en un pueblo de mala muerte. ¿No debería ser médico en la corte?

      – Leonardus no ha vivido siempre aquí —contestó Von Binden—. Lo conocí en la corte del príncipe Fernando Augusto de Lobkowicz, el duque de Sagan. Su hija sufrió una grave caída mientras cabalgaba. Un perro asustó al caballo con sus ladridos y, por si eso fuera poco, luego mordió a la joven en el muslo. Fue una sentencia de muerte… para el chucho – dijo el conde, sonriendo, pero enseguida volvió a ponerse serio—. No había manera de que su hija se curara. Ni sangrías, ni emplastos de hierbas, ni oraciones… Todo era inútil. Cuando parecía que la joven llegaba al fin de sus días, el príncipe mandó a buscar a Leonardus y le ordenó que le hiciera una de esas transfusiones sobre las que corrían tantas leyendas. Leonardus se negó porque era consciente de que la joven estaba muy débil. Pero el príncipe le aseguró que, si ocurría lo que él no quería ni imaginar, no lo culparía, puesto que ésa habría sido la voluntad de Dios. Así pues, Leonardus hizo la transfusión a conciencia, pero la muchacha murió al cabo de unas horas.

      El conde escupió un trozo de tabaco de mascar y prosiguió:

      – El príncipe de Lobkowicz enloqueció. No sólo le retiró a Leonardus todos sus privilegios, sino que hizo todo lo posible para que jamás volviera a tratar a alguien de sangre azul. En realidad, a nadie. Después de perder todos sus bienes y privilegios y, finalmente, también a su esposa, Leonardus se retiró a esta localidad, a Deutsch-Altenburg. Todavía no lo ha superado.

      – Y por eso bebe tanto – comentó Johann, pensativo.

      – No – replicó Von Binden—, antes también le gustaba empinar el codo.

      IV

      Nubes de pólvora, gritos y órdenes por todas partes. A sus pies, muertos y heridos.

      Se oían disparos atronadores.

      De repente, el prusiano se derrumbó al lado de Elisabeth, los dos se cayeron. Al prusiano le salía sangre de la pierna.

      – Elisabeth…

      La joven lo miró aterrorizada, se levantó a duras penas y le tendió la mano, plagada de venas negras.

      – Heinz, yo…

      De repente, un soldado apareció detrás de ella, la agarró y se la llevó a rastras. Elisabeth se resistió con todas sus fuerzas. En vano.

      Aún vio cómo Karl ayudaba al prusiano a levantarse y se lo llevaba a la gabarra, donde Johann esperaba.

      Luego se encontró delante de un carruaje negro, la puerta se abrió y…

      Elisabeth se despertó sobresaltada del sueño inquieto, las sacudidas del carro de los prisioneros no le permitían descansar. Los demás cautivos, apiñados unos contra otros, también intentaban dormir para no tener que hacerse una y otra vez las mismas preguntas.

      ¿Adónde nos llevan? ¿Qué van a hacernos?

      Fuera se oyeron órdenes, voces amortiguadas por los pesados toldos, el carromato aminoró la marcha y finalmente se detuvo.

      Los cautivos se despertaron unos a otros. La inquietud se propagó entre todos. Esperaron en la oscuridad, con el temor de no saber si aquello era el final, si ocurriría lo inevitable.

      Oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta y luego enmudecían. Elisabeth contuvo el aliento.

      Aflojaron los toldos desde fuera y los levantaron. Entró una luz cegadora y los prisioneros cerraron los ojos. Algunos se agazaparon en los rincones oscuros para esconder la piel sensible a la luz del día.

      A pesar del dolor, Elisabeth entreabrió los ojos, tenía que saber si…

      Las siluetas de varios hombres delante de la puerta. Ninguna posibilidad de huida.

      La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Fuera había cuatro soldados, dos a cada lado, y otro asomó la cabeza dentro del carro.

      –¡Fuera! – ladró con voz ronca—. Podéis hacer vuestras necesidades ahí arriba y beber agua de la fuente. Pasaréis la noche en esa granja. Si alguien intenta huir, le dispararemos. Y si alguien arma jaleo, también. Y si alguien me pone nervioso, ¡lo mismo! ¿Preguntas? ¡Ninguna!

      Elisabeth bajó la primera, temblando. Le dolía todo por haber estado tantas horas sentada. Observó el entorno. Aunque antes, cuando habían retirado los toldos, les había parecido que entraba la luz deslumbrante del sol de mediodía, era la hora del crepúsculo. El horizonte estaba más claro a la derecha; por lo tanto se dirigían hacia el sur. Cerca de allí había una casa de labranza calcinada, en las puertas de la granja aún se veían unas grandes cruces de San Andrés blancas pintadas, que ya presentaban huellas del paso del tiempo. Elisabeth conocía esa señal de aviso: la peste había estado allí.

      Los primeros prisioneros se precipitaron hacia la fuente y bebieron agua con avidez. Las madres se fueron con sus hijos detrás de los matorrales, vigilados con cien ojos por los soldados. Otros enfermos se quedaron en la oscuridad protectora, no bajarían del carro hasta que fuera noche cerrada.

      El carruaje negro en el que Elisabeth había salido ese mismo día de Viena se había detenido mucho más adelante, en una posada que había al otro lado del camino.

      Elisabeth respiró con fruición el aire frío del anochecer. Notó que se le despejaba un poco la cabeza.

      De todas las cuestiones que la preocupaban, sólo dos eran importantes: ¿Dónde estaba Johann? ¿Y cómo diantre la encontraría?

      De momento, ninguna de las dos preguntas tenía respuesta. Por lo tanto, lo único que podía hacer era seguir con vida y tratar de huir en cuanto surgiera la menor oportunidad. Se lo debía a Johann, СКАЧАТЬ