Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer
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Название: Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

Автор: Matthias Bauer

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Morbus Dei (Español)

isbn: 9783709937129

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СКАЧАТЬ hemos llegado, ya se ve la localidad de Deutsch-Altenburg.

      Johann miró hacia delante. En la orilla que quedaba a estribor se distinguían unas casas bajas.

      – Dejadme hablar a mí —dijo el conde—. Conozco a esa gente.

      Amarraron la gabarra en un embarcadero. Las cabañas de la orilla parecían torcidas, pero sólidas. Tres hombres del conde se colocaron firmes al final de la pasarela del embarcadero para ahuyentar a curiosos y mendigos. No muy lejos de allí, unos niños jugaban con el fleje oxidado de un barril.

      Johann esperó pacientemente al lado del prusiano, a pesar de que el tiempo se le hacía eterno desde que Von Binden había desembarcado con su hija. Hans y Karl se habían apostado en proa sin decir nada y montaban guardia para actuar en caso de posibles contratiempos.

      El sol casi se había puesto cuando Von Binden regresó en compañía de un hombre que llevaba un maletín negro. Los dos avanzaron a paso rápido por el embarcadero y subieron a bordo.

      El médico tenía el pelo blanco y revuelto, la cara alargada y las manos grandes como palas. El maletín parecía tener tantos años como él. Sin perder el tiempo en palabras, se colocó junto al prusiano, abrió el maletín, lleno de instrumental plateado, y lo primero que hizo fue comprobar la respiración y el pulso del herido.

      Johann, Hans y Karl miraban preocupados a su amigo.

      El médico arrugó la frente, plagada de manchas de vejez, y observó la venda teñida de rojo.

      –¿Herida de bala?

      Johann asintió con la cabeza y el médico torció el gesto.

      – Tengo que quitarle el vendaje. – El acento bohemio de su voz ronca era tan inconfundible como la peste a vino de su aliento—. Si la hemorragia ha cesado y la bala no se ha astillado, hay esperanzas. Si la herida sigue sangrando, ni siquiera el ilustrísimo cirujano de nuestro – carraspeó ruidosamente— querido emperador podría hacer algo por él.

      Miró a los hombres con sus ojos enrojecidos y comenzó a quitar el vendaje con cuidado. El prusiano gimió mientras le retiraban poco a poco el jirón de tela empapado de sangre, pero la temida hemorragia no se produjo.

      – De momento, va todo bien – dijo el médico.

      Separó con el dedo índice y el pulgar los bordes de la herida, ennegrecidos por la pólvora, y la examinó. Luego se chupó el dedo índice de la otra mano y metió ligeramente la punta en la herida.

      «Carniceros y curanderos – pensó Johann—, todos son lo mismo.»

      – Es posible que sobreviva, la arteria femoral parece intacta. – El médico cerró el maletín y se levantó tambaleándose. – No soporto los barcos, llevadlo a mi granja.

      Con estas palabras abandonó la embarcación.

      Markus levantó al prusiano con muchísimo cuidado, casi como si fuera una pieza de porcelana fina, y lo bajó a tierra firme. Los demás lo siguieron, preocupados.

      Johann echó un vistazo alrededor. Utilizar la palabra «granja» para designar la casa del médico era como llamar «catedral» a la madriguera de un zorro. Las paredes eran un entramado de tableros destartalados y las ranuras entre ellos estaban tapadas toscamente con barro. El cañizo podrido del techo olía como si una compañía de soldados hubiera hecho allí sus necesidades.

      Aun así, Johann respiró hondo y trató de calmarse.

      Está ayudando. Muéstrate agradecido.

      El prusiano yacía sobre la mesa de madera que había en el centro de la habitación. El médico había colocado sus utensilios plateados al lado, encima de un trapo limpio. A su espalda, unos hierros de marcar reposaban con la punta en el fuego de la chimenea. Dos candiles colgados en las enormes vigas del techo proporcionaban la luz necesaria.

      – Tengo que extraerle la bala – dijo el médico—. Espero que no pierda demasiada… – Se interrumpió y miró a Hans. – Ve a buscar un cordero a la granja vecina. Diles que te envía Leonardus y que se lo pagaremos más tarde.

      Hans no entendía por qué, en una situación de emergencia como aquélla, tenía que ir a buscar comida, pero asintió y salió de la cabaña.

      Leonardus sacó de un arcón varias correas largas de un palmo de anchura y ató al prusiano a la mesa tan fuertemente como pudo.

      –¿Os hace falta ayuda? – preguntó Johann.

      El médico negó con la cabeza.

      – Pero quédate aquí con el conde. Y sujetadlo si se despierta, porque entonces no bastará con las correas.

      Cogió una jarra oscura de barro y bebió tan ávidamente que el vino le brotó por la comisura de los labios y le manchó el jubón. Eructó, se limpió la boca con la manga y puso cara de determinación

      – Adelante – dijo.

      Johann miró con preocupación a Von Binden, pero el conde no le devolvió la mirada.

      El médico practicó un corte de medio palmo en la herida, se chupó el dedo índice y el pulgar y empezó a hurgar dentro. El prusiano empezó a gemir y a temblar débilmente. Johann le sujetó la cabeza.

      – Aguanta, amigo mío – dijo en voz baja.

      Leonardus torció el gesto.

      –¿Dónde estás, maldita…?

      Cada vez salía más sangre de la herida y Von Binden quiso detener la hemorragia con un paño.

      – Dejadlo, conde, así se limpia la herida – dijo el médico, sin mostrar la menor emoción, y siguió hurgando con los dedos.

      El prusiano gimió más alto y Johann le secó el sudor de la frente.

      ¡Aguanta, amigo mío! ¡Hazlo por mí!

      –¡Ajá, ya te tengo! – exclamó el médico, y sacó los dedos bruscamente del cuerpo del prusiano. Luego, entornando los ojos, examinó la bala de plomo a la luz de un candil—. Parece que estás intacta, maldita hija de…

      –¡Señor Leonardus! – lo interrumpió Johann, al tiempo que señalaba la herida.

      El médico lo tranquilizó con un gesto de la mano, dejó la bala y agarró uno de los hierros que se habían puesto al rojo vivo en el fuego.

      – Esto no le va a gustar – dijo, y aplicó el hierro contra la herida.

      El prusiano intentó levantarse, pero las correas se lo impidieron. Un olor dulzón a carne quemada colmó de pronto la cabaña, y a Johann lo asaltaron los recuerdos del lazareto después de una batalla. El médico devolvió el hierro a su sitio y cogió una espátula de madera con la que extrajo de un recipiente de cerámica una masa viscosa y parduzca, que aplicó sobre la herida quemada.

      – Cámbiale el vendaje cuatro veces al día y aplícale ungüento de trementina – le dijo a Johann, mirándolo severamente a los ojos—. Y utiliza siempre vendajes limpios, ¿entendido?

      Johann asintió y le tomó el pulso a su amigo:

      – El СКАЧАТЬ