Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús. Fernández Juan Patricio
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СКАЧАТЬ esto el P. Orozco ordenó al P. Arce que fuese en busca del origen del río Paraguay explorando en el ínterin las voluntades de los Chiquitos y de las otras naciones que hallase dispuestas á recibir el Santo Bautismo, y que á lo largo de la costa de aquel río esperase á los Padres Constantino Díaz, natural de Ruinas, en Cerdeña; Juan María Pompeyo, de Benevento, en el reino de Nápoles, Diego Claret, de Namur, en la Galo-Bélgica; Juan Bautista Neuman, de Viena, en Austria; Enrique Cordule, de Praga, en Bohemia; Felipe Suárez, de Almagro, en la Mancha, y Pedro Lascamburu, superior de todos, de Irún, en Guipúzcoa; todos los cuales, saliendo de las Misiones de los Guaraníes, emprendían por agua el camino hacia el lago de los Xarayes para ser sus compañeros en la conversión de aquellos pueblos.

      Alegre el santo varón con la posesión de tanta dicha, como verse digno de una señalada Misión, sin perder punto de tiempo, se partió de Tarija con el hermano Antonio Rivas, y llegando á Santa Cruz de la Sierra, se aparejaba ya para pasar adelante en su derrota, cuando el infierno, que interesaba tanto en que se embarazasen sus designios, levantó contra él un torbellino de persecución tan fiero, que si no hubiera encontrado con un corazón y celo tan apostólico, hubiera bastado á contrastarle totalmente: porque habiendo sucedido otro Gobernador, á D. Agustín de Arce, mudaron las cosas de semblante y tomaron otro color, y sabiendo sus intentos, procuraron apartarle de su propósito con cuantas más razones y autoridad pudieron, diciéndole era aquella una empresa que no saldría felizmente por más fatigas que padeciese por conseguirla; que siendo los Chiquitos, como decían, muy bárbaros y bestiales, ¿cómo había de poder sujetarlos de grado al yugo de Cristo y refrenar sus depravadas costumbres con la estrechez de la ley Evangélica, cuando ellos jamás habían querido aplicarse á ninguna de tantas idolatrías de los confinantes con ser muy conformes con la disolución de sus procederes? ¿Cómo había de introducir el amor de Dios y del prójimo en corazones faltos, aun de lo que la naturaleza dicta á las fieras más crueles y salvajes? Que era mucha su animosidad, si ya no era temeridad revestida de celo, en querer arrojarse á morir, cuando menos mal le fuese, á ser vendido bárbaramente; que no se fiase de la voluntad que aquéllos salvajes habían mostrado de ser cristianos, pues todo lo hacían á fin de dejar descuidar á los españoles, y cogiéndolos de improviso, robarles las haciendas con insultos. Y que cuando aquéllas razones no les conveciesen para desistir de la empresa, advirtiese y supiese que el clima era sobremanera nocivo á la complexión de los extraños, y que padeciendo casi todos los años contagio aquellos pueblos, no le perdonarían á él. Que por tanto enderezase sus designios á otra mies y escogiese otro campo que correspondiese el cultivo con fruto más digno de sus fatigas.

      Con estos y otros argumentos de este jaez procuraban muchos caballeros (mejor diré el mismo infierno) apagar la encendida caridad que ardía en el pecho del P. Joseph, pero viendo que nada aprovechaba, intentó otra máquina más formidable. Esta fué el interés, único contagio de las cosas hechas, ó que se han de hacer por Dios.

      Habíase formado tiempo antes una Compañía (llamémosla así) de mercaderes europeos que hacían feria de los indios, y los compraban tan baratos, que una mujer con su hijo, valía tanto como entre nosotros vale una oveja con su cordero.

      Entraban éstos en las tierras de los indios circunvecinos y en breve tiempo hacían gran presa de esclavos; y cuando no tenían bastantes, so color de vengar alguna injuria recibida, daban de improviso sobre las Rancherías y pasada á cuchillo la gente que podía tomar armas, ó si no abrasada viva dentro de sus casas, llevaban cautiva la chusma, y vendían en el Perú estas mercancías muy caras, con que al año montaba la ganancia muchos millares de escudos.

      Llevaba muy mal la piedad de los españoles que la codicia destruyese y acabase aquellos pueblos é infamase el buen nombre de la nación, y no menos se sentía la fe de que tales maldades de los suyos la desacreditasen ó hiciesen sumamente abominable con todas aquellas naciones; pero por no romper á las claras con aquellos mercaderes y alborotar la provincia, no se atrevían los Regidores á reclamar en Tribunal Supremo; hasta que los años pasados, estimulados de nuestros misioneros, de los Moxos y de los Chiquitos, se quejaron gravemente en la Real Audiencia de Chuquisaca, pero por haber ido á defender mercancías tan inícuas en la Audiencia cierta persona de mucha autoridad y juntamente muy rica y poderosa, aquel sapientísimo Senado, temeroso de alguna revolución en la provincia, tuvo por consejo más acertado remitir toda la causa al Príncipe de Santo Bonol Virey y Capitán general de estos Reinos de Perú, quien con cristiana piedad despachó rigurosas provisiones, so pena de perdimiento de bienes y destierro del país, á cualquiera que osase comprar y vender á los indios: y al Gobernador que lo permitiese, condenó en privavación de oficio y multó en doce mil pesos para el Fisco Real.

      De esta manera, con incomparable gozo y júbilo de los españoles, se desterró y exterminó totalmente de toda aquella provincia de Santa Cruz de la Sierra esta infame mercancía, que apoyada de la codicia se había mantenido allí de pie firme, con gran dolor de los celosos.

      He querido referir aquí todo lo dicho, atendiendo más al enlace de los infieles que á las circunstancias de los tiempos en que sucedieron. Prosigamos ahora nuestra historia.

      Habiendo, pues, llegado el P. Joseph á Santa Cruz, halló entablada tan de asiento esta mercancía, y tan apoyada con la autoridad de gente de mucha suposición, que á pecho menos constante y firme que el suyo, á quien nunca asustó el miedo, ni respeto humano, hubiera sido imposible resistir á la fuerza de tantos contrastes; por lo cual es inexplicable lo que padeció y trabajó para desarraigar trato tan inícuo; porque echando de ver los interesados que de poner los nuestros el pie en aquellas naciones se les había de seguir menoscabo cierto de sus intereses y aun acabárseles del todo, se le opusieron con todo el esfuerzo posible, previendo de antemano lo que no mucho tiempo después sucedió, que nuestros católicos reyes, por instancias de los nuestros, harían aquellos pueblos vasallos suyos, y libres é independientes y los encabezarían en su Real Corona, de que les resultaría ruina irreparable de su grangería.

      Pero fueron vanas todas las baterías que asestaron contra su designio, porque cuando este santo varón conocía era voluntad de Dios lo que emprendía, no había respeto humano, miedo de peligro, ni fuerza de embarazos poderosa á hacerle dar un paso atrás, ni desistir de lo comenzado.

      Interpuso ruegos y súplicas muy eficaces y supo hablar con tanta energía de espíritu, que aquellos mercaderes, teniendo la nota de impíos y crueles, se dieron por vencidos, mejor diré y con más verdad, persuadidos á que, ó consumido de los muchos trabajos que era preciso padecer, ó muerto á manos de los bárbaros, acabaría en breve la vida, le dieron paso franco para que desahogase su santo celo.

      Sólo faltaba ya quien le sirviese de guía en su viaje, porque sin ella era imposible entrar y penetrar las tierras de los Chiquitos; y me persuado que el no hallar por entonces algún práctico en los caminos, fué astucia y traza del demonio, que preveía la ruina que había de causar á su partido el celoso Misionero. Pero era éste incansable y no dejaba piedra por mover para conseguir su condución á aquellas provincias; con que á costa de bastantes trabajos halló, finalmente, dos hombres de aguante, con quienes se concertó para que le guiasen y llevasen hasta las primeras Rancherías de los Piñocas.

      Triunfante, pues, de esta manera de todo el infierno, que contra él se había conjurado, se puso en camino á los nueve de Diciembre; y sabiendo que el contagio hacía por aquel tiempo gran riza en aquella gente, cada momento le parecía un siglo por llegar cuanto antes y poder remediar, ya que no los cuerpos, á lo menos las almas de aquellos miserables.

      Por eso le parecía poco arrojarse por los despeñaderos, subir sierras muy altas, vadear ríos muy peligrosos, meterse por pantanos muy cenagosos y profundos y pasar otros grandes riesgos de la vida; antes en todos éstos se hallaba una suavidad indecible, llevando siempre muy fijo el corazón y la mente en el extremo abandono en que se hallaban aquellos pobres gentiles; no tenía reposo ni quietud viendo la pérdida de tantos; y lo que más le llegaba al alma, que ellos mismos, de grado, pedían ser lavados en las saludables aguas del santo bautismo.

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