Название: Fiebre de amor (Dominique)
Автор: Fromentin Eugène
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Aun conociendo usted estos lugares tan bien como yo, es dificilísimo que llegue a comprender hasta qué punto yo los hallaba deliciosos: todos lo eran para mí, hasta el jardín que, ya lo ve usted, es bien modesto. Había en él árboles, cosa rara en todo el contorno, y muchos pájaros en ellos, porque el arbolado los atrae y no los podrían hallar en otra parte; había también en él, orden y desorden, paseos enarenados que conducían a las verjas de entrada y que halagaban cierto afán que siempre tuve por los sitios en que puede uno discurrir con cierto aparato; paseos en los cuales las damas de otra época habrían podido desplegar sus vestidos de ceremonia; oscuros rincones, bosquecillos húmedos, apenas penetrados por el sol, en los cuales todo el año crecía el verdoso césped sobre la tierra esponjosa, lugares solitarios visitados sólo por mí, que ofrecían cierto aspecto de vejez y de abandono y estaban llenos de recuerdos. Gustábame sentarme en los macizos que limitan las sendas e informarme de la edad de los arbustos que los poblaban, todos muy viejos; tanto, que aseguraba Andrés que ni mi padre, ni mi abuelo, ni mi bisabuelo los habían visto plantar. Por las tardes, desde lo alto de la casa contemplaba el jardín; en el ángulo del parque los almendros, los primeros árboles cuyas hojas arrancaba el viento de septiembre, formando raro transparente sobre el fondo llameante del cielo teñido por los rojos destellos del sol poniente. En el parque había muchos árboles blancos, los fresnos y los laureles en los cuales habitaba una multitud de zorzales y de mirlos durante todo el otoño; y más lejos se destacaba un grupo de añosas encinas – el árbol que se despoja el último y reverdece el primero; que hasta en diciembre conservaba su rojiza hojarasca, cuando todo el bosque parecía muerto; que asilaba en sus nidos a las urracas y ofrecía elevado lugar de reposo a las aves de alto vuelo; en cuyas ramas se posaban los primeros cuervos que el invierno atraía al país.
Cada estación nos traía sus huéspedes y cada uno de ellos elegía el más adecuado alojamiento: los pájaros de primavera en los árboles en flor; los de otoño un poco más alto; los del invierno en la espesura, en los grupos de árboles de hoja perenne, en las encinas y en los laureles. Algunas veces, en pleno invierno, por la mañana, un ave más rara volaba en algún rincón muy solitario del bosque; su vuelo era ruidoso, torpe, pero rápido; era una chocha-perdiz llegada por la noche; subía chocando las alas con las ramas desnudas de los árboles y se deslizaba entre ellos; apenas se le veía un momento, el tiempo preciso para mostrar su pico largo y recto. Después ya no se volvía a encontrarla hasta el año siguiente por la misma época y en el sitio mismo, al punto que parecía ser el mismo emigrante que retornaba.
Las tórtolas llegaban en mayo, al mismo tiempo que las abubillas o cucos. En las noches serenas y tibias oíase su arrullo, suave y lento, cuando en el aire había un hálito de juventud que parecía exhalarse de la activa expansión de la savia nueva. En las profundidades de la espesura, sobre el límite del jardín, en los cerezos blancos, en las alheñas en flor, en los tilos cargados de aromosos ramos, toda la noche – durante aquellas largas noches en que yo dormía poco, cuando brillaba la luna o a veces caía la lluvia, lenta, caliente, silenciosa, como lágrimas de gozo, – para mi delicia y mi tormento gorjeaban o no los ruiseñores. Callaban si el tiempo era triste; y si brillaba el sol recomenzaban sus trinos prometiendo el próximo verano. Después de la cría ya no se les oía. Y muchas veces, a fines de junio, cuando el sol abrasaba, en la espesura del bosque solía encontrar un pajarito mudo, de color oscuro, azorado, que erraba sólo revoloteando de rama en rama: era la avecilla de primavera que nos abandonaba.
En la campiña, los prados, próximos a madurar, amarilleaban; los sarmientos más viejos crepitaban; las viñas mostraban sus primeros botones. Las mieses, aun verdes, se extendían a lo lejos por todo el llano, ondulantes, teñidas de amaranto y de rojo. Un mundo sin fin de insectos, de mariposas, de pájaros se agitaba, se multiplicaba bajo aquel sol de junio en indescriptible expansión de vida. Las golondrinas surcaban el aire, y por las noches, cuando los vencejos cesaban de perseguirse lanzando agudos chillidos, salían los murciélagos, y aquel raro enjambre que parecía resucitado en las cálidas noches, comenzaba su incierto revoloteo en derredor de las viviendas. Desde que comenzaba la recolección del heno la vida del campo era de constante fiesta. Era el primer trabajo colectivo que obligaba a reunirse en el mismo sitio numerosos grupos de trabajadores.
Estaba yo presente cuando se guadañaban los prados, cuando se hacinaba el heno, y gozaba dejándome llevar sobre alguna carreta que regresaba al poblado. Tendido en lo más alto de la enorme carga como niño en un gran lecho, mecido por el dulce movimiento del vehículo rodando sobre la hierba cortada, miraba desde más alto que de ordinario un horizonte que me parecía infinito. Veía el mar extendiéndose hasta perderse de vista, por encima de la línea verdosa de los campos cultivados; los pájaros pasaban volando más cerca de mí; experimentaba la sensación de un ambiente más amplio, de una extensión más vasta que me hacía perder por un momento la noción de la vida real.
Apenas recolectados los forrajes comenzaban a amarillear los trigos. Y se reproducían el mismo trabajo, igual movimiento en estación más cálida, bajo sol más vivo, con alternativas de fuertes vientos o calma atmosférica que producía jornadas de espantoso calor y noches como auroras, precursoras de días de tormenta en que el ambiente, cargado de irritante electricidad, reaccionaba aparatosamente. Menos embriaguez y más abundancia: haces de mies cayendo sobre la tierra cansada de producir y consumida por el sol: he ahí el verano. El otoño de nuestro país ya lo conoce usted; es la estación bendita. Después el invierno; el círculo del año cerrándose sobre él. Entonces habitaba más en mi cuarto; mis ojos, siempre despiertos, se ejercitaban en penetrar las nieblas de diciembre y las tupidas cortinas de lluvia que cubrían la campiña de un lato más sombrío que la escarcha.
Cuando los árboles quedaban del todo despojados de sus hojas abarcaba yo mejor la extensión del parque. Nada lo engrandecía tanto como la bruma invernal cubriendo de un velo azulado la lejanía y falseando la noción exacta de la distancia. Ninguno o muy escaso ruido, pero cada nota más perceptible; por la noche, sobre todo, extrema sonoridad en el aire. El canto de un pinzón se prolongaba infinitamente en las alamedas desiertas y mudas, sin obstáculos a la vibración, embebidas de aire húmedo y penetradas de silencio. El recogimiento que caía entonces sobre Trembles era inexplicable; durante cuatro meses de invierno condensaba, concentraba, grababa con caracteres indelebles en mi espíritu aquel mundo alado, sutil, de visiones y de dones, de ruido y de imágenes que había vivido durante los otros ocho meses del año con una actividad que tanto asemejaba a un ensueño.
Entonces se apoderaba Agustín de mí. La estación le ayudaba: en ella le pertenecía СКАЧАТЬ