Fiebre de amor (Dominique). Fromentin Eugène
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Название: Fiebre de amor (Dominique)

Автор: Fromentin Eugène

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ en adelante respecto de aquella identidad de sí mismo que tanto había cuidado establecer hasta entonces? Una sola y última fecha muy visible seguía a todas las demás y coincidía exactamente con la edad de Juan, el primer hijo que le había nacido.

      Una gran concentración de espíritu; una activa e intensa observación de sí mismo, el instinto de elevarse muy alto cada vez más, y de dominarse no perdiéndose de vista nunca; las transformaciones arrastradoras de la vida con la voluntad de reconocerse en cada nueva faz; la naturaleza que se hace comprender; sentimientos que nacen y enternecen un joven corazón nutrido de su propia sustancia; aquel nombre que se enlaza con otro y versos que se escapan de él como el aroma de una flor en primavera; los esfuerzos fracasados hacia las altas cumbres del ideal; la paz, en fin, que se hace en un espíritu borrascoso, tal vez ambicioso, y de seguro martirizado por quimeras; he ahí, si no me engaño, lo que se podía leer en aquel registro mudo, más significativo en su confusa nemotecnia que muchas memorias escritas. El alma de treinta años de existencia aún conmovida, palpitaba en aquel estrecho gabinete; y cuando Domingo estaba en él, delante de mí, asomado a la ventana, un poco distraído y tal vez perseguido aún por el eco de antiguos rumores, era cosa de saber si había venido para evocar lo que él llamaba la sombra de él mismo o para olvidarla.

      Un día tomó un paquete de libros colocado en un oscuro rincón de la biblioteca; me hizo sentar, abrió uno de los volúmenes y sin más preámbulo se puso a leer a media voz. Eran poesías sobre asuntos demasiado gastados después de muchos años de vida campestre, de sentimientos heridos o de pasiones tristes. Los versos eran buenos, de un mecanismo ingenioso, libre, imprevisto, pero poco líricos en resumen, aunque las intenciones del autor lo fueran mucho. Los sentimientos eran delicados, pero vulgares, y las ideas débiles. Aparte la forma que, lo repito, por sus raras cualidades discordaba notablemente con la indiscutible debilidad del fondo, parecía aquello ensayo de un hombre joven que se expansiona en versos y se cree poeta porque cierta música interior le pone en el camino de las cadencias y le impulsa a hablar con palabras rimadas. Tal era, a lo menos, mi opinión, y no teniendo por qué guardar consideraciones al autor, cuyo nombre ignoraba, se la di a conocer a Domingo con la misma crudeza que ahora la escribo.

      – He ahí juzgado al poeta, y bien juzgado, ni más ni menos que por él mismo. ¿Hubiera usted usado igual bravura si hubiese sabido que los versos eran míos?

      – Absolutamente – repliqué un poco desconcertado.

      – Tanto mejor. Eso me demuestra – continuó Domingo, – que lo mismo en bien que en mal me estima usted en lo que valgo. Hay otros dos volúmenes de fuerza semejante a la de este otro. También son míos. Tendría el derecho de negarlo puesto que en ellos no figura mi nombre; pero no sería usted, por cierto, la persona a quien ocultaría yo debilidades que tarde o temprano conocerá usted en totalidad. Yo, como tantos otros, les debo acaso a esos ensayos fracasados alivio y enseñanzas útiles. Demostrándome que no soy nada, lo que he hecho me ha dado la medida de los que son algo. Esto que digo es modestia a medias; pero no le extrañará a usted que no distinga la modestia del orgullo cuando sepa hasta qué punto me es permitido confundirlos.

      Había dos hombres en Domingo: eso no era difícil adivinarlo. «Todo hombre lleva en sí mismo uno o muchos muertos», me había dicho sentenciosamente el doctor, que también sospechaba un gran renunciamiento en la vida del campesino de Trembles. Pero el que no existía ya, ¿había, siquiera, dado señales de vida? ¿Y en qué medida? ¿En qué época? ¿Había traicionado alguna vez su incógnito con algo más que dos libros anónimos e ignorados?..

      Tomé los dos libros que Domingo no había abierto; el título me era conocido. El autor, cuyo nombre no había tenido tiempo de penetrar muy hondo en la memoria de la gente que lee, ocupaba con honor un puesto de mediano rango en la literatura política de quince años atrás. Ninguna publicación más reciente me había hecho saber que vivía y escribía aún. Formaba parte del pequeño número de escritores discretos que nunca son conocidos más qué por el título de sus obras, cuyo nombre alcanza fama sin que ellas salgan de la sombra, y que pueden desaparecer o retirarse del mundo sin que el público, que no se comunica con ellos más que por sus escritos, llegue a saber lo que de ellos ha sido.

      Repetía yo los títulos de los libros y el nombre del autor; miraba a Domingo, y comprendiendo que le adivinaba, sonrió y me dijo:

      – Sobre todo no linsonjee usted al publicista para consolar al poeta. La más real diferencia que entre los dos hay consiste en que la prensa se ha ocupado del primero y no ha hecho igual honor al segundo. ¿Si razón ha tenido para callar respecto del uno, no se ha equivocado al acoger bien al otro? Tenía muchos motivos – continuó – para cambiar de nombre como antes tuve graves razones para mantener el anónimo; razones que no emanaban tan sólo de consideraciones de prudencia literaria y de modestia bien entendida. Ya ve usted que hice bien, puesto que nadie sabe hoy día que aquel que firmaba mis libros ha concluido prosaicamente por hacerse alcalde de su pueblo y cultivador de viñas.

      – ¿Y ya no escribe usted? – le pregunté.

      – ¡Ah, no!.. Eso se acabó. Por otra parte, desde que no tengo nada que hacer, puedo decir que no me queda tiempo para nada. En cuanto a mi hijo, he aquí lo que pienso acerca de él. Si yo hubiera llegado a ser lo que no soy, consideraría que la familia de los de Bray había producido bastante, que su misión estaba cumplida, que mi hijo sólo tenía que procurarse descanso. Pero la Providencia ha dispuesto otra cosa: los papeles se han trocado. ¿Es esto mejor o peor para él? Le dejo el esbozo de una vida incompleta que él completará, si no me equivoco. Nada acaba; todo se transmite, hasta las ambiciones.

      Luego que abandonaba aquella habitación peligrosa poblada de fantasmas en la cual se comprendía que una multitud de tentaciones debían acosarle, Domingo tornaba a ser el campesino de Trembles. Dirigía una frase cariñosa a su esposa y a sus hijos, tomaba la escopeta, llamaba a los perros, y si el cielo sonreía íbamos a terminar el día en el campo empapado de agua.

      Hasta noviembre duró aquella vida fácil, familiar, sin grandes expansiones, pero con el abandono sobrio y confiado que Domingo sabía poner en todo lo que no estaba mezclado con asuntos de su vida íntima. Gustaba del campo como un niño y no lo ocultaba; pero hablaba de él como hombre que en el campo habita, no como literato que lo canta. Había palabras que nunca pronunciaban sus labios, porque jamás conocí hombre que fuese más pudoroso que él en cierto orden de ideas, y la confesión de sentimientos llamados poéticos era un suplicio que estaba muy por encima de sus fuerzas.

      Tenía por el campo una pasión tan sincera, aunque contenida en la forma, que le llenaba de voluntarias ilusiones y le impulsaba a perdonar muchas cosas a los aldeanos aunque les reconociera ignorantes y cargados de defectos y aun de vicios. Vivía en perenne contacto con ellos, pero no compartía ni sus costumbres, ni sus gustos ni uno solo de sus prejuicios. La extrema sencillez de su traje, de sus maneras y de su vida todo era excusa de superioridades que ninguno de los que le trataban hubiera sospechado. Todos en Villanueva le habían visto nacer, crecer, y después de algunos años de ausencia tornar al país natal y arraigarse en él. Había viejos para quienes con sus cuarenta y cinco años ya era siempre Dominguito; pero de todos los que a diario pasaban cerca del castillo de Trembles y reconocían en el segundo piso, a mano derecha, aquel cuarto que fue su habitación de niño adolescente, ni uno solo sospechaba, por cierto, el mundo de ideas y de sentimientos que le separaba de ellos.

      He hablado de las visitas que Domingo recibía y me cumple volver sobre ese asunto por razón de un suceso del cual fui, hasta cierto punto, testigo, y que le impresionó hondamente.

      Entre los amigos que según costumbre se reunieron en Trembles para festejar a San Huberto, estaba uno de los más viejos camaradas de Domingo, llamado D'Orsel, muy rico, que vivía retirado, según se decía, sin familia, en un castillo situado a una docena de leguas de Villanueva.

      Era D'Orsel de la misma edad que su antiguo camarada, СКАЧАТЬ