Fiebre de amor (Dominique). Fromentin Eugène
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Название: Fiebre de amor (Dominique)

Автор: Fromentin Eugène

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      Lo que de mí tengo que decirle es poca cosa, y podría reducirse a algunas palabras nada más: un campesino que se aleja un momento de su aldea, un escritor descontento de sí mismo que renuncia a la manía de escribir; y el techo de la casa nativa destacándose sobre el comienzo y el final de su historia. El prosaico desenlace que usted conoce, es lo mejor que resultará de mi historia en cuanto a moralidad y quizás lo más novelesco como aventura. Lo demás no es instructivo para nadie, y sólo sabría conmover mis recuerdos. No he tratado de hacer misterio, créame, pero hablo de ello lo menos posible por razones particulares que en nada se parecen al deseo de hacerme más interesante que lo que soy en realidad.

      Varias personas están mezcladas en los hechos que voy a referirle: una es un amigo muy antiguo – difícil de definir y todavía más difícil de juzgar sin amargura, – del cual acaba usted de leer la carta de despedida y de luto. Jamás se explicó acerca de una existencia que no pudo agradarle. Mezclarle en estas confidencias es casi rehabilitarle. Otra, no tengo porque referirme a ella poniendo discreción en mis palabras; figura en situaciones que hacen de él un hombre público; o le conoce usted o probablemente llegará a conocerle, y no creo disminuir en lo más mínimo sus méritos revelándole a usted la modestia de su linaje. En cuanto a la tercera persona, cuyo contacto ejerció vivísima influencia en mi juventud, está colocada ahora en condiciones de seguridad, de dicha y de olvido capaces de imposibilitar toda comparación entre los recuerdos del que de ella le hablará y los suyos.

      Puede decirse que no tuve familia; menester ha sido que mis hijos me dieran medios para apreciar la dulzura, la firmeza que caracterizan a los vínculos que me faltaron cuando yo era niño como ellos. Mi madre apenas tuvo fuerzas para amamantarme y murió. Mi padre vivió algunos años más que ella; pero en tan mísero estado de salud, que dejé de sentir el influjo de su presencia muchos años antes de perderle. Su muerte es un hecho que para mí se produjo en puridad mucho antes de su fallecimiento. Realmente, pues, no conocí a la una ni al otro, y el día que me quedé solo llevando luto por mi padre, no aprecié ningún cambio que me hiciera sufrir. La palabra huérfano, que oía repetir en torno mío, como expresión de desventura, tenía para mí un sentido muy vago: viendo que las personas dedicadas a mi servicio me compadecían, llorando, me daba cuenta de que era digno de compasión, pero nada más.

      En medio de aquellas buenas gentes crecí vigilado de lejos por una hermana de mi padre, la señora Ceyssac, que no vino a establecerse en Trembles, hasta que el cuidado de mi fortuna y de mi educación reclamaron decididamente su presencia. Encontró en mi un niño salvaje, inculto, en plena ignorancia, fácil de someter, difícil de convencer, vagabundo en toda la extensión de la palabra, sin la menor idea de disciplina y de trabajo y que se quedó con la boca abierta la primera vez que le hablaron de estudio y empleo del tiempo, asombrado ante la idea de que la vida no estuviera reducida al hecho de corretear de acá para allá por el campo. Hasta entonces no había hecho yo nada más que eso. Los únicos recuerdos que me quedaban de la existencia de mi padre eran éstos: en los escasos momentos en que le daba un poco de reposo la enfermedad que le consumía, salía, ganaba a pie el muro exterior del parque y se paseaba horas y horas tomando el sol, marchando penosamente apoyado en un grueso bastón, dándome la impresión de la ancianidad decrépita. Entretanto corría yo por el campo entretenido en tender lazos a los pájaros. No habiendo recibido otras lecciones, creía yo imitar, poco más o menos exactamente, lo que había visto hacer a mi padre. Mis camaradas eran todos hijos de campesinos de la vecindad o muy perezosos para ir a la escuela o demasiado pequeños para trabajar la tierra, y todos ellos me animaban con su ejemplo a vivir sin preocuparme lo más mínimo del porvenir. La educación que me resultaba agradable, la sola enseñanza que no me impulsaba a rebelarme, y fíjese usted bien, lo único que debía dar frutos durables y positivos me venía de ellos. Llegaba a mí confusamente, por rutina, el conocimiento de esa porción de hechos y pequeñeces que constituyen la ciencia y el encanto de la vida campesina; y para aprovechar tales enseñanzas poseía yo todas las aptitudes deseables: salud robusta, ojos de aldeano, es decir, una vista admirable, el oído acostumbrado desde muy temprano a percibir los ruidos más leves, piernas infatigables, y con todo esto gran afición a las cosas que suceden al aire libre, que se observan, que se escuchan, poco gusto por lo que se lee y una curiosidad insaciable por lo que se refiere: las historias maravillosas contenidas en libros me interesaban mucho menos que las consejas y ponía las supersticiones locales muy por encima de los cuentos de hadas.

      A los diez años me parecía a todos los chicos de Villanueva: sabía tanto como cualquiera de ellos, y algo menos que sus padres; pero entre ellos y yo había una diferencia imperceptible entonces, que se determinó de pronto más adelante: la existencia y los hechos que nos eran comunes me causaban sensaciones que ellos no sentían. Así, es evidente para mí, cuando me acuerdo, que el placer de poner trampas tendidas a lo largo de las enramadas, de espiar a los pájaros, no era lo que más me cautivaba en la caza; y lo prueba que el único testimonio un poco vivo que me queda de aquellas emboscadas continuas es la visión neta de ciertos lugares, la noción exacta de la hora y de la estación y hasta la percepción de ciertos ruidos. Acaso juzgue usted demasiado pueril el que me acuerde de que, hace treinta y cinco años, un día que levantaba mis trampas en un terreno recientemente labrado, hacía este o el otro tiempo, que las tórtolas de septiembre cruzaban con un batir de alas muy sonoro, y que en torno del llano los molinos de viento esperaban con las aspas desnudas el viento que no llegaba. No sabría decir yo, cómo es que una particularidad de tan nimio valor pudo fijarse en mi memoria con la data precisa del año y hasta del día, hasta el punto de hallar su lugar en este instante en la conversación de un hombre más que maduro ya; y al citar este hecho – como podría hacerlo con otros muchos, – sólo me propongo hacerle notar a usted que algo se desprendía ya de mi vida externa y se formaba en mí cierta memoria especial muy poco sensible a la impresión de los hechos, pero de singular aptitud para fijar el recuerdo de las sensaciones.

      Lo que había de más positivo – sobre todo para quienes mi porvenir hubiera podido ser objeto de atención, – es que aquella manera de vivir mal llamada sana y vigorizadora, constituía una pésima forma de educación.

      Por muy despreocupado que yo fuese, tuteándome y codeándome con camaradas de aldea, en el fondo estaba solo: porque era solo de mi raza, solo de mi rango, y en desacuerdo, por múltiples conceptos, con el porvenir que me esperaba.

      Me ligaba a gentes que podían ser mis servidores, no mis amigos; me arraigaba sin advertirlo, sabe Dios con qué resistentes fibras, en lugares que habría de abandonar lo más pronto posible; adquiría, en fin, costumbres que no conducirían más que a hacer de mí la persona ambigua que usted conocerá más adelante, mitad campesino y mitad dilettante, tan pronto lo uno como lo otro, y muchas veces uno y otro sin que jamás ninguno de los dos prevaleciera. Mi ignorancia, como queda dicho, era extrema: mi tía se dio cuenta de ello y se apresuró a traer a Trembles un preceptor, joven maestro del colegio de Ormessón. Era un espíritu bien conformado: sencillo, discreto, preciso, nutrido de lecturas, teniendo una opinión sobre todas las cosas, dispuesto a proceder, pero nunca antes de haber discutido los motivos de sus actos, muy práctico y por fuerza muy ambicioso. A nadie como a él he visto entrar en la vida con menos ideal y más sangre fría, ni apreciar su destino con visual más firme contando con menos recursos. Tenía la mirada franca, el gesto libre, la palabra neta; y exactamente el atractivo, el tipo y el talento que son necesarios para deslizarse insensiblemente en las masas e imponerse. Un carácter semejante, en oposición absoluta con el mío, era el más apropiado para hacerme sufrir; pero debo añadir que, además de ser realmente bueno, poseía una rectitud de espíritu a toda prueba. Aparentaba más de treinta años, aunque sólo contaba veinticuatro, y se llamaba Agustín, nombre que usaré para designarlo, hasta nueva orden.

      Tan pronto como se instaló entre nosotros cambió mi vida, en el sentido a lo menos de que de ella hicieron dos partes. No renuncié a las costumbres adquiridas, pero me fueron impuestas otras. Tuve libros, cuadernos de estudio, horas de trabajo; con eso se acrecentó mi afición a las distracciones permitidas en los intervalos dedicados al recreo, y lo que bien puedo llamar mi pasión por el campo aumentó con la necesidad de СКАЧАТЬ