Fiebre de amor (Dominique). Fromentin Eugène
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Название: Fiebre de amor (Dominique)

Автор: Fromentin Eugène

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ absorbido en ellas; bastante indiferente al curso de las estaciones para equivocarse de mes como podía tergiversar la hora; invulnerable a tantas sensaciones de las cuales estaba yo acribillado, deliciosamente herido en todo mi ser; frío, metódico y tan correcto y regular de humor como era desigual el mío, Agustín vivía a mi lado sin preocuparse de lo que pasaba en mí ni sospecharlo siquiera. Salía poco, raras veces abandonaba su habitación en la cual trabajaba desde la mañana a la noche y sólo se permitía reposo en las noches de estío que no se velaba y porque le faltaba la luz del día. Leía, tomaba notas; por espacio de meses y meses le veía yo escribir en prosa y las más veces muchas cosillas en diálogo. Un calendario le servía para elegir series de nombres propios. Los estampaba en forma de lista con anotaciones; les asignaba una edad, señalaba los rasgos fisonómicos de cada uno, su carácter, alguna originalidad, una rareza, algo ridículo. Era el personal imaginado para los dramas o las comedias. Escribía muy de prisa, con una caligrafía simétrica, muy clara, y parecía dictarse los escritos a media voz. Algunas veces, cuando una observación más aguda surgía de la pluma, sonreía; y después de un párrafo largo y compacto en el cual alguno de sus personajes había hablado largo y tendido, reflexionaba un instante, como si tomara aliento, y oíale yo murmurar: «Vamos a ver, ¿qué replicamos?» Y cuando le venía el deseo de hacer confidencias, me llamaba y me decía: «Oiga esto, señorito Domingo.» Raras veces llegaba a comprenderle. ¿Cómo era posible que me interesara por asuntos de personas a quienes no conocía, a las cuales jamás había visto?

      Todas aquellas complicaciones de diversas existencias tan perfectamente extrañas a la mía, me parecía que pertenecían a una sociedad imaginaria en la cual maldito si deseaba penetrar.

      – Ya lo comprenderá usted más tarde – decía Agustín.

      Bien se me alcanzaba que lo que tanto deleite encerraba para mi joven preceptor, era el espectáculo del juego de la vida, el mecanismo de los sentimientos, el conflicto de intereses, de ambiciones, de vicios; pero, lo repito, para mí era indiferente que el mundo fuese como un gran tablero de ajedrez – según decía Agustín, – que la vida fuese una partida mejor o peor jugada y que hubiese reglas para ese juego.

      Con frecuencia Agustín escribía cartas y las recibía, muchas timbradas en París. Estas eran las que abría con más prisa y leía con mayor interés, animado el rostro por la emoción – él que de ordinario se mostraba tan discreto, – y la llegada de aquellas cartas estaba siempre seguida por cierto abatimiento que sólo duraba algunas horas o por una animación y una verbosidad extraordinaria que persistía por muchas semanas.

      Una o dos veces le vi hacer un paquete de ciertos papeles, encerrarlo en un sobre con dirección a París y entregarlo con especial recomendación al encargado del correo en Villanueva. Luego notábase que esperaba con febril ansiedad una respuesta que no llegaba siempre, por lo visto. Después, otra vez comenzaba a llenar cuartillas, como un roturador que pasa de uno a otro surco. Se levantaba muy temprano, y se apresuraba a emprender el trabajo como si alguien le obligara o hubiese tomado un destajo, se acostaba muy tarde y jamás se acercaba a la ventana para averiguar si llovía o hacía sol; seguro estoy de que se marchó de Trembles ignorando que en las torrecillas había veletas, sin cesar agitadas, que señalaban los cambios de dirección del viento y la alternada vuelta de ciertas influencias atmosféricas.

      – ¿Qué le importa a usted eso? – solía decirme cuando veía que me preocupaba del viento.

      Gracias a una prodigiosa actividad por la cual no se afectaba su salud y que parecía ser su natural elemento, a todo proveía: a su trabajo y al mío. Me sumergía en el estudio, me obligaba a leer y releer los libros, me exigía interpretar, analizar, copiar, y no me dejaba salir al aire libre más que cuando advertía que estaba aturdido por causa de aquella violenta inmersión en un mar de palabras.

      Bajo su dirección y su cuidado aprendí rápidamente – y en verdad sin grandes fatigas – todo lo que debe saber un niño cuyo porvenir todavía no está definido, pero de quien se pretende hacer, por lo pronto, un colegial. Su propósito era abreviar los años de colegio preparándome lo más de prisa posible para los estudios superiores.

      Así pasaron cuatro años, al cabo de los cuales consideró que estaba ya en condiciones de abordar la segunda enseñanza, y con inconcebible espanto veía yo acercarse el instante de abandonar mi casa de Trembles.

      Jamás olvidaré los días que precedieron a mi próxima partida: fue como un acceso de sentimentalismo enfermizo, sin la más leve apariencia de razonamiento, tanto, que una verdadera desventura no lo hubiese ocasionado más vivamente. Había llegado el otoño y todo lo que me rodeaba concurría a determinar aquel estado de mi alma. Un solo detalle le dará a usted idea de esto.

      Agustín me había impuesto como prueba definitiva de mi preparación, una composición latina sobre el tema de la partida de Aníbal cuando abandonó Italia. Bajé a la terraza sombreada por las parras, y al aire libre, sobre el parapeto mismo que bordea el jardín, me puse a escribir.

      Aquel tema formaba parte del escaso número de hechos históricos que me interesaban y, por excepción, era de todos ellos el que tenía la virtud de conmoverme profundamente. La batalla de Zama me había siempre causado la más personal emoción como catástrofe en la cual veía yo tan sólo el heroísmo sin preocuparme del derecho. Me acordaba de todo lo que había leído, trataba de representarme al hombre detenido por la fortuna adversa, a su país cediendo más bien a fatalidades de raza que no a contrastes militares, descendiendo a la costa, no abandonándole sin pena, lanzándole un postrer adiós de desesperación y de reto, y bien que mal trataba de expresar lo que me parecía ser la verdad, sino histórica, lírica al menos.

      La piedra que me servía de pupitre estaba tibia; los lagartos se paseaban casi al alcance de mi mano tomando el sol. Los árboles, que ya no eran del todo verdes, el día menos caluroso, las sombras más dilatadas, el ambiente tranquilo, todo hablaba con el encanto del otoño, época de declinación, de desfallecimiento y de odios. Los pámpanos amarillentos caían uno a uno sin que el más leve soplo de viento agitara los sarmientos. El parque estaba silencioso. Los pajarillos cantaban con un acento que me llegaba hasta lo más hondo del corazón. Una conmoción profundísima, indescribible, indominable me dominaba como ola próxima a romper, extraña mezcla de amargura y de satisfacción íntima. Cuando Agustín bajó a la terraza hallome llorando.

      – ¿Qué tiene usted? – me dijo. – ¿Es Aníbal quien le hace llorar?

      Por toda respuesta le presenté las páginas que había escrito.

      Me miró con cierta sorpresa, se aseguró de que nada había en torno de nosotros que pudiera explicar el efecto de tan gran emoción, lanzó una mirada rápida y distraída sobre el parque, el jardín, el cielo, y añadió:

      – Pero, ¿qué le pasa a usted?..

      Después se puso a leer mi trabajo.

      – Está bien – me dijo luego que hubo leído la composición; – pero es un poco insípido. Puede usted hacer algo mucho mejor, aunque este escrito le colocaría a usted en un buen rango de cualquier clase de cierta importancia. Aníbal experimentó demasiada pesadumbre; no tuvo bastante confianza en el pueblo que le esperaba en armas al otro lado del mar. Adivinaba el contraste de Zama – me dirá usted. – Pero su derrota no se debió a su impericia. Habría ganado la batalla si hubiese tenido el sol a la espalda. Por otra parte le quedaba Antiocus; y después de Prusias traidor, el veneno. Nada está perdido para un hombre en tanto que no ha dicho su última palabra.

      Llevaba en la mano, abierta ya, una carta de París que hacía pocos minutos había recibido. Estaba más animado que de ordinario; cierta excitación fuerte, alegre, resuelta, brillaba en sus ojos, cuyo mirar era siempre muy directo, pero que por lo común se iluminaba poco.

      – Mi СКАЧАТЬ