Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
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СКАЧАТЬ odio de algunos napolitanos descontentos, el clero, la nobleza y la magistratura, principalmente, acogió apresuradamente la sospecha y fulminó la acusación. Reunidos en un propósito los descontentos, y contando con pretexto tan plausible, escribieron al cardenal D. Gaspar de Borja, que estaba en Roma y era de las personas en quien más confianza depositaba la Corte de España, rogándole que viniese con sigilo á apoderarse del mando, so pena de perderse el reino. Vino el de Borja, y fué de tal manera que no lo advirtió el duque de Osuna hasta que estaba dentro de los castillos de Nápoles. Pusiéronse al punto de parte del recién venido todos los nobles con sus gentes, los tribunales y clero, con sus familiares y allegados, mas el pueblo permaneció fiel al Virrey. Hubiera podido empeñarse una batalla de éxito, harto dudosa y quizás funesta á los conjurados, si el Duque no se resignara á dejar el mando y tornar á España. Prueba en su notorio valor y soberbia, de singular patriotismo, y bastante para poner en duda la acusación que se le hacía, si ya no fuera para calificarla de injusta. En tanto Saboya y Venecia, particularmente la última, celebraron el suceso con demostraciones de triunfo, indicio también no poco importante para sospechar de dónde pudo venir la acusación contra Osuna.

      Mas ya es razón de que, dejadas las cosas que pasaban por fuera de España, veamos las que por dentro acontecían al propio tiempo. El duque de Lerma, que desde antes de comenzar á reinar Felipe III fué su consejero y el árbitro de sus determinaciones, había continuado muchos años con el propio favor. Así todas las veces que hemos hablado hasta aquí de los intentos de la Corte y del gobierno de España, debe entenderse de los del duque de Lerma. No había mejorado de condición y de conducta el favorito por virtud de los años; antes á medida que ellos pasaban, iba aumentándose su codicia y su despilfarro, y ofreciendo mayores pruebas de ineptitud. Enriquecióse con los despojos de los moriscos y otros arbitrios, á punto de poder gastar cuatrocientos mil ducados en las fiestas que se celebraron por el doble matrimonio del Príncipe y de la Infanta de España, y de dedicar más de un millón á obras pías. Sólo en donaciones adquirió más de cuarenta y cuatro millones de ducados, según sus contemporáneos, aunque la cantidad es tal que pudiera pasar por increíble. Contemporáneamente llegaba la Hacienda á tal extremo de penuria, que no pudiera concebirlo la mente si no hubiera sido mayor todavía en los siguientes reinados. Las rentas estaban empeñadas por la mitad de su valor y debíanse crecidas cantidades á usureros genoveses y de otras naciones, que consumían con los intereses que sacaban del Estado el resto de ellas. Las plazas fuertes se mostraban, por consecuencia, desmanteladas; los ejércitos, mal pagados y descontentos; no se reponían los arsenales; no se conservaba la marina; no podía emprenderse obra alguna de interés público. El Duque ni se atrevía á aconsejar al Rey que impusiese nuevos tributos, ni quería tampoco aminorar los gastos del Estado. En 1617 dieron las Cortes de Castilla los ordinarios diez y ocho millones, en nueve años, á dos cada uno, sin que por eso se viese más desahogo en la Hacienda.

      Había sostenido el de Lerma la ruinosa guerra de Flandes, ni más ni menos que si nos perteneciesen aún aquellos Estados; se había entremetido sin necesidad forzosa en ciertos asuntos de Italia, y había enviado desdichadas expediciones contra Argel y contra Irlanda, levantado á precio de oro discordias en Francia y expulsado al propio tiempo á los moriscos. Esta conducta varia del privado, ya buscando la paz para España, ya lanzándola audazmente á descomunales empresas, empujado por el orgullo nacional, fué censurada por el Papa Clemente VIII en un dicho, que por lo oportuno merece mención histórica. Representábale cierto fraile no poco favorecido del de Lerma cuán conveniente parecía la expulsión de los moriscos, y mostraba recelos de que sin ella se perdiese España, cuando le respondió el sagaz Pontífice: «Si estando, como decís, de esa suerte oprimidos con tal freno y rodeados de enemigos no hay quien se averigue con vosotros, ¿que sería si os viéseis libres?» Y así era la verdad; que con tantos peligros y dificultades como agobiaban á España, no dejaba de entremeterse en todo, cosa que acrecentó mucho la pobreza y decaimiento del reino, sin darle ninguna ventaja, ni aun aparente de gloria ó engrandecimiento. Murmurábase por todas partes del Ministro; el clero y los grandes plebeyos miraban de consuno en él la causa de todos los males, y juzgaban que con solo perderle se remediarían: ilusión harto frecuente en las naciones afligidas del yugo de un favorito ó de un mal ministro, sin pensar en que tan fácil como es obrar el daño, tan difícil y lento es el repararlo después de causado.

      En fin, combatido por todas partes el Ministro, sintió vacilar su ánimo; comprendió que no estaba lejos el día en que había de perder la gracia del Rey, y temió que entonces se le sujetase á recio castigo. Para evitarlo redobló sus cuidados, poniendo cerca de la persona del Rey, con cargo de sumiller de corps, á su hijo el duque de Uceda, joven de escaso mérito, más ducho ya en las intrigas y algo en negocios, y dotado de algunas prendas de cortesano. Y habiendo ascendido al capelo el maestro Javierre, confesor ahora del Rey, puso en tal lugar al Padre Luis de Aliaga, que era confesor suyo, hombre al parecer de humildes intentos, pero en verdad muy codicioso y soberbio. No tardó de esta manera en haber tres favoritos á quien contentar en la Corte y á quien dar mercedes, pues todos las admitían sin empacho del Rey y de los particulares. Hubo muy luego quien prefiriese comprar por su dinero el favor de Uceda y del Padre Aliaga, á gastarlo en favor y amparo del de Lerma, como antes se solía, tal hemos visto que hizo el duque de Osuna.

      No se descuidaba tampoco D. Rodrigo Calderón por su parte, que era acaso el que tenía más talento de todos, y así la confusión de los negocios y la inmoralidad de los gobernantes iban llegando al último punto. Mas estando la influencia en tantas manos no podían menos de originarse discordias, y con efecto se originaron muy pronto. El mozo Uceda comenzó á disputarle á su padre la gracia del Rey, ayudado al principio del confesor, que, como suele suceder en ánimos viles, cobró al viejo Duque desde luego tanto odio como obligaciones le debía, tomando el beneficio por ofensa de su vanidad, y la gratitud antigua por desmerecimiento de su actual grandeza. La lucha entre el padre y el hijo fué larga, y de ejemplo tan miserable, como penosa memoria. Pronto se vió estallar otra entre Uceda y el confesor, que no quería compañero en la privanza, mas concertáronse al fin viendo que separados no podían derribar al de Lerma. Éste en tanto procuraba tenazmente defenderse. Puso en la cámara del Rey á su sobrino el conde de Lemus y á D. Francisco de Borja, también deudo suyo, para que combatiesen á su hijo y lo sostuviesen á él en el mando. Pero ni uno ni otro supieron contrapesar el influjo de Uceda y de Aliaga. Era el duque de Lerena ayo del príncipe de Asturias D. Felipe, y aun siendo niño como era, propusiéronse Lemus y Borja darle en él un apoyo que lo sostuviese, moviéndole con continuas alabanzas á amarlo, al paso que desacreditaban al de Uceda. Súpolo éste, y entre él y su confidente Aliaga lograron que D. Francisco de Borja fuese honrosamente desterrado, dándole el virreinato de Aragón. Entonces el de Lemus, dotado de no vulgar espíritu, fué á ver al Rey para rogarle que de desterrar á Borja no le dejase á él en la corte: «idos adonde quisiéreis» – le contestó Felipe – , y el Conde se retiró al punto á sus haciendas, después de haber hecho los más generosos esfuerzos por salvar á su tío el duque de Lerma, y con el dolor de que éste, lejos de agradecérselo, llegase en los últimos días á dudar de su lealtad.

      En tanto, en la opinión pública se mostraba de día en día mayor el odio y mayor el esfuerzo para derribar el poder del viejo Duque, achacándole todo lo que hacían entre muchos. Doblaban sus enemigos los esfuerzos, multiplicaban las trazas y los expedientes y las intrigas, y aunque á todo respondía el de Lerma, valiéndose de la maña y artificios de Calderón, no dejaban de llevarle ventaja, porque con su largo gobierno traía ya gastados todos los resortes de su poder y prestigio personal. Sosteníale, sin embargo, en su puesto el cariño del Rey, que no se había disminuído en lo más pequeño, y por lo mismo fué preciso que sus adversarios inventasen algo para neutralizar tal influjo. Halló el Padre Aliaga el remedio, que fué ya de por sí, ya por medio de frailes de su confianza, el dejar entender al Rey en pláticas y confesiones, que llamándole Dios á la gobernación del reino, era gran pecado dejarla en manos de otro. Tal idea, imbuída en el ánimo devoto del Rey, se mantuvo en él hasta su muerte, causándole vivísimos y extraños remordimientos. Conoció el duque de Lerma que no podía resistir ya mucho tiempo, y para procurarse un seguro en todo trance, pidió y obtuvo de Roma el capelo de Cardenal. Verdad es que siempre manifestó alguna inclinación en СКАЧАТЬ