Название: Historia de la decadencia de España
Автор: Cánovas del Castillo Antonio
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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Al cabo se completó la expulsión en Valencia, y en el año siguiente (1610) fuéronse dando edictos y expulsando á los moriscos que quedaban en las demás partes de España. De las costas de Valencia pasaron las armadas á las de Cataluña y Aragón, y fué también D. Agustín Mejía; salieron de allí los moriscos sin resistencia alguna, coadyuvando muy eficazmente al logro de la empresa el Capitán general de Rosellón y Cataluña, duque de Monteleón, y el Virrey de Aragón, don Gastón de Moncada, marqués de Aitona. Á los de Extremadura los expulsó el licenciado Gregorio López Madera; á los de Castilla, el conde de Salazar, D. Bernardino de Velasco, y á los de las Andalucías, el duque de San Germán, Capitán general de la provincia, sin que en parte alguna se notase ya resistencia. Luego se hicieron indagaciones é inquisitorias por las ciudades y campos para rebuscar á los pocos moriscos que habían quedado escondidos; algunos fueron cazados en los montes, como fieras; otros fueron atraídos con halagos y embarcados, y así acabó de desarraigarse aquella raza triste de nuestro suelo. Á fines de 1610 podía reputarse por terminada la obra.
Tachóse de impolítico y de injusto el edicto en las naciones extranjeras; tanto, que el cardenal Richelieu dijo de él que fué el consejo más osado y bárbaro que hubiese visto el mundo. Sobre todo han sido censuradas ciertas disposiciones derechamente encaminadas á enriquecer la hacienda del Rey con los despojos, ó más bien la del duque de Lerma y sus parciales. De cierto pueden considerarse aquellas medidas como desacertadas y fatales para España. Aun en el trance extremo en que estaban las cosas, aun siendo tan necesario el reprimir duramente á los moriscos y siendo tan peligrosos á la Monarquía, pudiéronse hallar expedientes que no causasen con su expulsión total tamaños males. Había moriscos que profesaban sinceramente la religión católica, y tanto que murieron como mártires por ella entre los de su nación. Los más de ellos ignoraban ya la lengua y literatura árabe, y, por el contrario, hablaban la lengua y dialectos de España como los mismos cristianos; escribían libros que podían pasar por clásicos en nuestra literatura, y mostraban gran conocimiento de nuestros escritores y de los escritores greco-latinos, que andaban entonces en moda. Cursaban en nuestras Universidades, aprendían nuestras artes, á la par que nos enseñaban las suyas; y en sus gentilezas y bizarrías y hasta en la desenvoltura de sus mujeres, más se parecían á los españoles que á los moros ó turcos, sus hermanos. Aun los hubo tan apegados á nuestras cosas, que en el destierro conservaron nuestra lengua y costumbres, y las guardaron por mucho tiempo después, transmitiéndolas de sus personas á las de sus descendientes en las muchas ciudades y villas que fundaron en África. Y los más de ellos sentían tanto amor al suelo de España, que por no dejarlo hicieron al Rey los ofrecimientos más extraordinarios, ya prestándose á rescatar á todos los cautivos cristianos en Berbería, ya á pagar las flotas y las guarniciones españolas de sus provincias.
Algo pudiera, por tanto, aprovecharse en tanta gente y tan diversa, conservando en el reino á los que lo mereciesen, y expulsando con efecto á los más indóciles y aun á los sospechosos de sedición, siendo cierto que contendría á los que se quedasen el castigo de los que se iban. Lo principal era apartarlos de las costas y meterlos en el interior de España; y eso bien pudo hacerse con muchos, sin peligro alguno ni dificultad muy grande, que yermos y tierras baldías que poblar no faltaban ciertamente en nuestro suelo. Pero no se pensó en otra cosa que en echarlos y en tomar sus despojos. Ni aun esto se logró como se quería; antes bien, fueron ellos quien nos empobrecieron: unos, llevándose, como los judíos, grandes letras de cambio; otros, que, aprovechándose del permiso que se les dió de exportar oro y plata, dejando la mitad para las arcas reales, pusieron en circulación inmensa cantidad de moneda falsa y de falsas alhajas, y se llevaron consigo el oro y plata de buena ley. No alcanzaron tampoco los moriscos el fruto de este último engaño, por la ocasión disculpable. Muchos de los barcos que habían de transportarlos, mal preparados y dispuestos y por demás cargados, naufragaron, haciendo presa el mar de millares de cadáveres. En muchos, no los naufragios, sino la crueldad y mala fe de los pilotos y marineros causaron igual suerte, porque, deseosos de soltar pronto la carga para tener tiempo de volver por otra, echaron al mar á los moriscos que llevaban. Y aun no paraba aquí su desdicha, sino que, al llegar luego á los puertos donde los dejaban, eran asesinados y saqueados, por lo común, sin piedad alguna. En África mismo, viéndolos los moros ignorantes de su lengua y de sus historias y devociones, y tan distintos en usos, maneras é industrias, no quisieron ya reconocerlos por hermanos, y robaron y despedazaron á la mayor parte.
Es imposible recordar los pormenores de aquella catástrofe sin sentir el corazón oprimido y sin lamentar la suerte de tantos infelices hijos de España, criados al fin á nuestro sol y alimentados en nuestros campos. Pocos libraron su vida, menos aun las riquezas que poseyeron. Y no fueron ellos solos los perjudicados, sino que de nuestra parte fué no menor el daño y ruina. Las ricas y populosas costas de Valencia y Granada quedaron entonces miserablemente perdidas; olvidóse casi la industria, que solamente los moros ejercían; abandonáronse los campos que ellos solos sabían cultivar; centenares de pueblos desiertos, millares de casas derruídas, quedaron por señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los moros expulsados; pero pocos lo bajan de un millón de personas de toda edad y sexo. Hecho verdaderamente grande y admirable, á no ser tan infeliz para España.
No se sació con echar á los moriscos del reino la saña de los Ministros de Felipe III. Pareció por un momento que se iba á resucitar la antigua política de España, extendiendo nuestro poderío por las tierras infieles, cosa que ofrecía más facilidad y menos gastos que las empresas de Italia y de Flandes, y podía ser de mucho más provecho á la Monarquía. Harto mejor campo era este para esgrimir las armas en defensa de la religión y en contra de los enemigos de la fe. Y si, en efecto, España hubiese consagrado todas sus fuerzas al África, todavía los males de la expulsión de los moriscos no hubieran sido tan grandes, aunque siempre hubieran sido de mal ejemplo y precedente aquellas muestras de demasiado rigor para que los africanos se rindiesen á los nuestros sin grande esfuerzo. Pero todo paró en la toma de Larache, por astucia, en la de la Mamora, y en algunos arrebatos y empresas marítimas.
Ya en 1602 Carlos Doria había llevado una armada delante de Argel, que acaso se hubiera apoderado СКАЧАТЬ