Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
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СКАЧАТЬ altas muestras de su sagacidad y talento el marqués de Villafranca, duque de Fernandina, D. Pedro de Toledo, porque en la parte del reino que él tomó á su cargo fueron tales sus disposiciones que no se oyó un solo grito de rebelión. Pero el Maestre de campo, general D. Agustín Mejía, anduvo algo más descuidado y dió tiempo á que Millini ó Mellini por un lado, y Turigi por otro, se fortificasen y reunieran fuerzas que llegaron á parecer temibles, aclamándose uno y otro por reyes en sus comarcas. Entró D. Agustín Mejía en la sierra de Alahuar, llevando por delante á las cuadrillas de moriscos rebelados en el contorno; tomó el castillo de las Azavaras, en cuyo asalto dió heroica muestra del valor de su persona D. Sancho de Luna; luego los moriscos guarecidos en las peñas se pusieron al opósito del ejército, y hubo gran matanza de ellos y alguna pérdida de los nuestros, pereciendo entre otros el reyezuelo Mellini, con que los rebeldes pusieron en su lugar á un cierto Miguel Piteo. Al fin, llegó D. Agustín Mejía con el tercio de Nápoles, el de Sicilia y muchos soldados de milicias y particulares al castillo de Polop, último asilo de los rebeldes: allí padecieron horrible hambre y sed por no haber hecho provisión de nada, hasta que al cabo de nueve días se rindieron á condición de salvar las vidas. Entre tanto Vicente Turigi, que así se llamaba el reyezuelo de Ayora, reunió muchos moriscos en la Muela de Cortés, lugar muy proporcionado para la defensa: salió á reconocerlos el Gobernador de Játiva, D. Francisco Milán y Aragón, y tuvo con ellos un encuentro, donde, peleando valerosísimamente, les hizo mucho daño: luego D. Juan de Cardona, con su tercio de Lombardía y milicias, vino á atacarlos en sus posiciones, y no osando aguardarlo, se desbandaron, abandonando cuanto tenían y pereciendo los más de los que allí se recogieron al filo de la espada, hombres, niños y mujeres. Turigi, sin embargo, anduvo algún tiempo escondido por la ribera del Júcar, hasta que al fin fué preso y ejecutado en Valencia, donde murió como cristiano. Hubo á la par muchísimas muertes por todas partes entre cristianos y moriscos, pretendiendo aquéllos robar á los que iban pacíficamente á embarcarse, solícitos éstos en vengar su afrenta y daño.

      Al cabo se completó la expulsión en Valencia, y en el año siguiente (1610) fuéronse dando edictos y expulsando á los moriscos que quedaban en las demás partes de España. De las costas de Valencia pasaron las armadas á las de Cataluña y Aragón, y fué también D. Agustín Mejía; salieron de allí los moriscos sin resistencia alguna, coadyuvando muy eficazmente al logro de la empresa el Capitán general de Rosellón y Cataluña, duque de Monteleón, y el Virrey de Aragón, don Gastón de Moncada, marqués de Aitona. Á los de Extremadura los expulsó el licenciado Gregorio López Madera; á los de Castilla, el conde de Salazar, D. Bernardino de Velasco, y á los de las Andalucías, el duque de San Germán, Capitán general de la provincia, sin que en parte alguna se notase ya resistencia. Luego se hicieron indagaciones é inquisitorias por las ciudades y campos para rebuscar á los pocos moriscos que habían quedado escondidos; algunos fueron cazados en los montes, como fieras; otros fueron atraídos con halagos y embarcados, y así acabó de desarraigarse aquella raza triste de nuestro suelo. Á fines de 1610 podía reputarse por terminada la obra.

      Tachóse de impolítico y de injusto el edicto en las naciones extranjeras; tanto, que el cardenal Richelieu dijo de él que fué el consejo más osado y bárbaro que hubiese visto el mundo. Sobre todo han sido censuradas ciertas disposiciones derechamente encaminadas á enriquecer la hacienda del Rey con los despojos, ó más bien la del duque de Lerma y sus parciales. De cierto pueden considerarse aquellas medidas como desacertadas y fatales para España. Aun en el trance extremo en que estaban las cosas, aun siendo tan necesario el reprimir duramente á los moriscos y siendo tan peligrosos á la Monarquía, pudiéronse hallar expedientes que no causasen con su expulsión total tamaños males. Había moriscos que profesaban sinceramente la religión católica, y tanto que murieron como mártires por ella entre los de su nación. Los más de ellos ignoraban ya la lengua y literatura árabe, y, por el contrario, hablaban la lengua y dialectos de España como los mismos cristianos; escribían libros que podían pasar por clásicos en nuestra literatura, y mostraban gran conocimiento de nuestros escritores y de los escritores greco-latinos, que andaban entonces en moda. Cursaban en nuestras Universidades, aprendían nuestras artes, á la par que nos enseñaban las suyas; y en sus gentilezas y bizarrías y hasta en la desenvoltura de sus mujeres, más se parecían á los españoles que á los moros ó turcos, sus hermanos. Aun los hubo tan apegados á nuestras cosas, que en el destierro conservaron nuestra lengua y costumbres, y las guardaron por mucho tiempo después, transmitiéndolas de sus personas á las de sus descendientes en las muchas ciudades y villas que fundaron en África. Y los más de ellos sentían tanto amor al suelo de España, que por no dejarlo hicieron al Rey los ofrecimientos más extraordinarios, ya prestándose á rescatar á todos los cautivos cristianos en Berbería, ya á pagar las flotas y las guarniciones españolas de sus provincias.

      Algo pudiera, por tanto, aprovecharse en tanta gente y tan diversa, conservando en el reino á los que lo mereciesen, y expulsando con efecto á los más indóciles y aun á los sospechosos de sedición, siendo cierto que contendría á los que se quedasen el castigo de los que se iban. Lo principal era apartarlos de las costas y meterlos en el interior de España; y eso bien pudo hacerse con muchos, sin peligro alguno ni dificultad muy grande, que yermos y tierras baldías que poblar no faltaban ciertamente en nuestro suelo. Pero no se pensó en otra cosa que en echarlos y en tomar sus despojos. Ni aun esto se logró como se quería; antes bien, fueron ellos quien nos empobrecieron: unos, llevándose, como los judíos, grandes letras de cambio; otros, que, aprovechándose del permiso que se les dió de exportar oro y plata, dejando la mitad para las arcas reales, pusieron en circulación inmensa cantidad de moneda falsa y de falsas alhajas, y se llevaron consigo el oro y plata de buena ley. No alcanzaron tampoco los moriscos el fruto de este último engaño, por la ocasión disculpable. Muchos de los barcos que habían de transportarlos, mal preparados y dispuestos y por demás cargados, naufragaron, haciendo presa el mar de millares de cadáveres. En muchos, no los naufragios, sino la crueldad y mala fe de los pilotos y marineros causaron igual suerte, porque, deseosos de soltar pronto la carga para tener tiempo de volver por otra, echaron al mar á los moriscos que llevaban. Y aun no paraba aquí su desdicha, sino que, al llegar luego á los puertos donde los dejaban, eran asesinados y saqueados, por lo común, sin piedad alguna. En África mismo, viéndolos los moros ignorantes de su lengua y de sus historias y devociones, y tan distintos en usos, maneras é industrias, no quisieron ya reconocerlos por hermanos, y robaron y despedazaron á la mayor parte.

      Es imposible recordar los pormenores de aquella catástrofe sin sentir el corazón oprimido y sin lamentar la suerte de tantos infelices hijos de España, criados al fin á nuestro sol y alimentados en nuestros campos. Pocos libraron su vida, menos aun las riquezas que poseyeron. Y no fueron ellos solos los perjudicados, sino que de nuestra parte fué no menor el daño y ruina. Las ricas y populosas costas de Valencia y Granada quedaron entonces miserablemente perdidas; olvidóse casi la industria, que solamente los moros ejercían; abandonáronse los campos que ellos solos sabían cultivar; centenares de pueblos desiertos, millares de casas derruídas, quedaron por señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los moros expulsados; pero pocos lo bajan de un millón de personas de toda edad y sexo. Hecho verdaderamente grande y admirable, á no ser tan infeliz para España.

      No se sació con echar á los moriscos del reino la saña de los Ministros de Felipe III. Pareció por un momento que se iba á resucitar la antigua política de España, extendiendo nuestro poderío por las tierras infieles, cosa que ofrecía más facilidad y menos gastos que las empresas de Italia y de Flandes, y podía ser de mucho más provecho á la Monarquía. Harto mejor campo era este para esgrimir las armas en defensa de la religión y en contra de los enemigos de la fe. Y si, en efecto, España hubiese consagrado todas sus fuerzas al África, todavía los males de la expulsión de los moriscos no hubieran sido tan grandes, aunque siempre hubieran sido de mal ejemplo y precedente aquellas muestras de demasiado rigor para que los africanos se rindiesen á los nuestros sin grande esfuerzo. Pero todo paró en la toma de Larache, por astucia, en la de la Mamora, y en algunos arrebatos y empresas marítimas.

      Ya en 1602 Carlos Doria había llevado una armada delante de Argel, que acaso se hubiera apoderado СКАЧАТЬ