Viajes y viajeros, entre ficción y realidad. Autores Varios
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Название: Viajes y viajeros, entre ficción y realidad

Автор: Autores Varios

Издательство: Bookwire

Жанр: Социология

Серия: Oberta

isbn: 9788437082493

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СКАЧАТЬ con el que el extranjero se acercaba a nuestros pagos. Para el erudito conde Keyserling, España era un desierto de cielo severo, de nubes piramidales, estepas pardas de «árboles escasos y dispersos como jinetes en retirada». Humboldt, que transitaba por nuestros caminos en 1799, de viaje a Segovia, describía con extrañeza los pinares castellanos:

      Hay tramos en los que el camino atraviesa algunos bosques de pinos. Estos tienen un aspecto muy extraño. En general, no son ni muy altos ni muy gruesos y no tienen ramas inferiores; sólo tienen una copa redonda, si bien ésta y el bello verde jugoso proporcionan una bella vista. Sin embargo, dado que los troncos no tienen ninguna rama en la parte baja, el bosque resulta muy claro y parece desértico (Humboldt, 1998: 70).

      Puede entenderse que, viniendo de las umbrosas orillas del Havel, plagadas de esbeltas coníferas y frondosos hayedos, este ilustrado sintiera extrañeza y decepción ante el ralo bosque castellano. No obstante, habría cabido esperar de él que hubiera apreciado la belleza de esos pinarillos que tan graciosamente contrastan en un entorno de secarrales castellanos. En otra ocasión registra en su diario: «Es un campo raso, en el que durante muchas leguas no se ve ni una casa ni tampoco un árbol (...). Es imposible imaginarse algo que le deprima tanto a uno» (1998: 60).

      Los testimonios de repulsa frente a los secarrales aragoneses o manchegos son numerosos. El que más tarde sería el más breve soberano alemán, el Kronprinz Friedrich, se quedaba impresionado por el desierto manchego sin percatarse precisamente de que era ésta una vivencia implícita en el nombre: Mancha = tierra seca. Pocos alemanes han logrado trascender esa determinación que su medio de origen les impone a la hora de percibir el paisaje. Un ejemplo, meritorio, de auto-trascendencia y de apertura a lo otro, es Rilke, quien, en su viaje a España, escribe sobre el paisaje toledano las más bellas líneas que sobre un paisaje se puedan escribir.

      Sus vivencias de la serranía de Ronda no han sido menos entusiastas y halagadoras.

      Los establecimientos hoteleros (ventas y posadas la mayor parte de las veces) fueron siempre objeto de las iras viajeras. Los relatos alemanes abundan en este tópico cuyo modelo había suministrado Mme. d’Aulnoy en el XVII, viajera que hizo en contra del turismo de entonces más que todos los panfletos sobre la Inquisición:

      Cuando se llega muy cansado y fatigado, quemado por los rigores del sol o helado por la nieve... no hay ni platos ni pucheros lavados. Se entra en la cuadra y de allí se sube al primer piso. Esa cuadra está llena de mulas y muleros que con las albardas de sus mulas hacen su cama por la noche y durante el día su mesa. Comen en total amistad y fraternidad con sus mulas (D’Aulnoy, 1999).

      En otra ocasión:

      Os aseguro, querida prima, que en todo nuestro camino no he visto ni una casa que me guste ni un castillo que resulte bonito (...) Hoy, aunque sólo estoy a diez leguas de Madrid, mi habitación está al mismo nivel que la cuadra y es un agujero donde hay que llevar luz en pleno mediodía.

      Menos mal que el cándido espíritu del archiduque Maximiliano manifestaba una especial sensibilidad hacia cierta Wohnkultur hispana cuando describía los interiores del hotel sevillano en el que se albergaba:

      Desde nuestro Hotel La Fonda d’Europa, un edificio español en el verdadero sentido de la palabra, con el famoso patio, las delicadas arcadas, la ancha escalera adornada con un rico artesonado y con las pequeñas pero frescas habitaciones en las que tanto el suelo de ladrillo como las ventanas estaban cubiertas con esteras de paja, bellamente trenzadas y de las que sobresale el pequeño y hermoso balcón (Maximiliano de Austria, 1999: 70).

      El aspecto urbano de nuestras ciudades ha merecido las más enérgicas diatribas en unas épocas en las que la suciedad era patrimonio de cualquier ciudad europea. Humboldt comentaba el aspecto de Valladolid un siglo antes de que, por ejemplo, Balzac describiera la mugre parisina: «La suciedad es insoportable, apenas hay una calle ancha y bien empedrada y limpia» (Humboldt, 1998: 65). Ni siquiera nuestras joyas urbanísticas le merecían mayor consideración: «Córdoba es una ciudad horrible, con calles enormemente estrechas» (1998: 118). Un siglo y medio más tarde de que Humboldt pontificara sobre el descuido castellano o andaluz, Sevilla no le merecía a V. Klemperer mejor opinión

      Staub, Hitze, Schnupfen, Husten, entzündete Augen. Erlöst aus Sevilla, das uns beiden gar nicht übermässig gefallen hat. Eine Hölle aus Staub u. brutaler Hitze, serviert auf einem flachen Teller... Alles in allem: Sevilla gab uns wenig.

      Y Granada intensificaba la sensación negativa: «Granada (...) macht den Eindruck der ödesten Verkommenheit» (Klemperer, 1996). Excepciones a esta percepción negativa del urbanismo hispano son las observaciones del archiduque Maximiliano. También sobre Granada:

      Si miro los edificios que tengo ante mí, busco inquisitivamente el ponderado palacio de verano, aunque sólo veo irregulares muros desnudos.

      Pero en esto consiste la manera oriental: los edificios nos son de gran apariencia por fuera y solo el huésped al que se le abre el interior conoce su magia oculta (1999: 154).

      El bandolerismo, que no era exclusivo de España, es un tema recurrente. Incluso en el siglo XIX alemán no escaseaban bandoleros como el célebre Schinderhannes. Sin embargo, España e Italia se llevaban la fama. Twiss, inglés que fijó el cliché del bandolero romántico, alertaría al desprevenido viajero:

      El 24 de mayo salí de Granada con un soldado como escolta (...). En ocasiones ocurre que bandas de entre doce y veinte bandidos atacan a los viajeros, a los que primero matan y luego roban, dejando los cadáveres y los carruajes en la carretera y llevándose el botín en las mulas. Estos bandidos viven en cuevas de la montaña y cada uno va armado con un trabuco corto y media docena de pistolas que llevan sujetas a la faja (1999: 23 y ss.).

      Todo esto lo escribía sin que a lo largo de su viaje hubiera visto un solo bandolero. Bien es verdad que la descripción podría corresponder perfectamente a los retratos que la tradición nos ha dejado del Tempranillo o del bandolero José María. En este contexto, Humboldt se haría acompañar de escoltas armadas y en más de una ocasión, en Levante, advierte la presencia de supuestos bandoleros.

      La Inquisición y la beatería españolas han sido otro de los motivos que más dieron que hablar y escribir. A pesar de que la Francia de las lettres de cachet no gozaba de procesos penales mejores que los de la Inquisición, Mme. d’Aulnoy había sentado la tónica al criticar los del Santo Oficio con acritud y, posiblemente, veracidad:

      ¡Cómo se conoce que no sabe lo que es la Inquisición! Por mucho que se diga, nada se aproxima a la crudeza que allí se practica. Os detienen y os arrojan a un calabozo donde estáis dos o tres meses, algunas veces más. Al cabo de un tiempo, os llevan a los jueces que con aire severo os preguntan por qué estáis allí (...) Me han contado anécdotas y suplicios de toda clase, que no quiero reproducir en esta carta, pues no hay nada más horrible (1999: 165).

      Menos mal que la «máscara de hierro» es sólo una leyenda. A Humboldt se entrevista en Cádiz con el hanseático Böhl de Faber, éste le pinta una realidad no tan negra:

      Es amigo del comisario del Alto Tribunal, a quien le ha prometido velar para que no se lea ningún libro deshonesto. De hecho le ha encontrado, denunciado y entregado algunos. Se trata de una maravillosa alianza entre un inquisidor y un comerciante protestante (Humboldt, 1998: 178).