Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá
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Название: Cuando se cerraron las Alamedas

Автор: Oscar Muñoz Gomá

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9789566131106

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СКАЧАТЬ traer un arma a esta casa en un día como hoy?

      − Margot, yo ya no voy a regresar a mi casa. Tengo que irme a la clandestinidad. Mañana mandaré a Gloria a la casa de sus padres y yo tendré que desaparecer del escenario.

      − ¡Ah, no, Simón! Lo siento, pero esa arma tendrá que desaparecer de aquí a la brevedad. Y tampoco tú podrás andar por ahí llevando un bulto de ese tamaño. ¿Por qué es tan grande?

      − Es una metralleta AK6. Y no puedo deshacerme de ella. Tengo que ir al combate.

      − Estás loco, Simón. Imagínate si llegan militares a esta casa. Hay niños chicos, hay gente inocente. ¿Cómo puedes comprometernos así? No, no lo acepto. Tendrás que deshacerte de ella. Además, te advierto que estás mal de la cabeza si crees que vas a ir a combatir. ¿Un puñado de personas sin orden ni disciplina contra un ejército profesional?

      Simón se quedó en silencio y pensativo. Se asomó a una ventana de la cocina y miró el jardín. Luego pareció decidirse.

      − ¿Tienes algún lugar para esconderla bien?

      − Mira, la vamos a esconder por algunas horas, hasta que anochezca. Pero después la vamos a hacer desaparecer. Anda a buscarla y sígueme.

      Simón recogió el bulto y subió con Margot al segundo piso de la casa. Se dirigieron al baño. Margot llevó una pequeña escalera guardada en un closet.

      − Mira, ahí arriba hay una tapa que da al entretecho. Se abre fácilmente, empujándola. Pon la escalera, te subes y escondes el bulto. No dejes marcas en la tapa para que no se note que ha sido removida recientemente.

      Simón hizo lo indicado y Margot guardó después la escalera en su lugar. Bajaron.

      − Ahora vamos a encender la chimenea para quemar tus papeles.

      Llamó a Ricardo y le pidió que fueran con Simón a traer leña del patio. Y les anunció a los demás que encendería la chimenea.

      − ¿Para qué?- preguntó Benjamín−, si no hace tanto frío.

      − No importa, la vamos a encender y tú vas a ayudar también−, le respondió Margot, perentoria. Era su hermana mayor y él siempre respetó sus opiniones.

      Simón y Ricardo llegaron con varios leños y un pequeño atado de astillas más finas. Se arrodillaron frente a la chimenea, armaron una base con diarios y astillas y les aplicaron un fósforo encendido. Rápidamente se alzaron las lenguas de fuego. Agregaron algunos leños más grandes.

      Benjamín se sacó su chaqueta y se quejó del calor.

      − No es un día para chimenea−, se quejó−, pero, en fin. ¿Qué es lo que tenemos que quemar? Porque me imagino que de eso se trata.

      Nadie respondió, pero apareció Simón con un alto de papeles que había sacado de su maleta. Los fue arrojando en pequeños montones al fuego. Gloria le ayudó con otro tanto. Revolvieron las brasas con unos instrumentos de fierro.

      Alguien había puesto nuevamente las noticias en la televisión. Se reiteraban las escenas de la mañana, los bandos que emitía la Junta, que seguramente habían preparado en los días anteriores. Porque no era un golpe improvisado. Estaba muy bien planificado. Se informó que habría toque de queda a partir de las seis de la tarde. Esto era en tres horas más. Entremedio la televisión exhibía algunos documentales turísticos sobre las bellezas de Chile, los lagos, las montañas nevadas, escenas folklóricas campesinas. De pronto se interrumpían y se anunciaban listas de personas que deberían presentarse ante las nuevas autoridades. Incluían a todos los ministros de Allende, los subsecretarios y algunos altos ejecutivos de empresas públicas. Se oyó el nombre de Juan Pablo Solar. Este se quedó en silencio.

      − Lo mejor que puedes hacer−, le dijo Benjamín−, es ir a entregarte. Estarás detenido unos días y te van a soltar. Si no has hecho nada, supongo.

      − Lo estoy pensando−, respondió lacónicamente el aludido.

      − ¡Nooo! Por ningún motivo−. Se oyeron varias voces, entre ellas la de Margot.

      Simón argumentó con más convicción.

      − No vayas. Correrías un alto riesgo de ser eliminado. En este momento nadie responde por nada. Lo único que hemos visto es el odio de la Junta. ¿Viste las caras de los cuatro? Si te entregas, no solo vas a ir preso, sino es probable también que te torturen para sacarte información. Y después al paredón.

      − Es lo que hacían en Cuba, ¿no?−, Benjamín no pudo contener su sarcasmo.

      Simón se levantó y salió al patio de atrás, a fumar, dijo. Gloria lo acompañó.

      − Tendré que salir por unos minutos−, anunció Margot−. Voy a hacer algunas compras, aunque no estoy segura si encontraré lo suficiente.

      El desabastecimiento de mercadería era general. Pero algo podría hallar. Y aunque su despensa no estaba muy mal provista, preveía que la noche sería larga y quizás qué pasaría al día siguiente. Eran varios los comensales que tendría que atender.

      − Te acompañaré−, le dijo Juan Pablo.

      − ¡Ni por nada! Eres cara conocida y más de alguien podría denunciarte. No, tú te quedas aquí y no te mueves.

      Su hermano Benjamín se ofreció para acompañarla.

      − No hay riesgo para mí−, hizo saber con una sonrisa arrogante. Se sentía ahora en el bando de los vencedores.

      Se aprontaban para salir cuando apareció Sebastián, el hijo de Margot, que andaba jugando en el jardín con los otros niños.

      − Mamá, hay un camión con soldados en la calle.

      Se levantaron rápidamente todos y se asomaron a las ventanas de la casa. Se podía escuchar la respiración agitada de varios de los presentes. Efectivamente, en el camino que había a los pies de la parcela un camión con soldados estaba estacionado. Comenzaron a bajar con agilidad. Gloria tembló y se aferró a Simón.

      3

      Se relajaron cuando vieron que la patrulla se dirigía a otra casa.

      − Van donde el ministro de Agricultura−, comentó Margot.

      Efectivamente, en esa casa vivía uno de los ministros de Allende, de hecho, uno de los más aborrecidos en la oposición. Era el que había dirigido la reforma agraria.

      − Espero que se hayan ido−, le susurró Juan Pablo al oído a Margot, refiriéndose al ministro−. Él sabía que en caso de golpe sería de los primeros en ser detenido.

      Los soldados entraron al antejardín y rodearon la casa, agachados y con sus fusiles en ristre. Supuestamente esperaban algún tipo de respuesta armada, lo que por cierto, no sucedió. Poco después, uno que había entrado por atrás, salió por la puerta principal y gritó a sus compañeros que la vía estaba libre.

      − ¡No hay nadie!−, les anunció.

      Los soldados se irguieron. Un oficial les ordenó hacer guardia en el jardín, mientras revisaban la casa. Él entró con un grupo de cuatro conscriptos. СКАЧАТЬ