Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev страница 6

Название: Obras selectas de Iván Turguénev

Автор: Iván Turguénev

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4064066442316

isbn:

СКАЧАТЬ mal encarado, salió de la casa.

      -¿Qué sucede? ¿Qué quiere usted?- preguntó con voz bronca.

      Y luego de haberme escuchado con visible im-paciencia me repitió lo que me había dicho la joven.

      -Pero, ¿quién vive en esta casa?

      -Nuestro amo.

      -¿Quién es vuestro amo?

      -Un carpintero. Hay sólo carpinteros en nuestra calle.

      -¿Y podré verle?

      -Todavía no se ha levantado.

      -¿Me permite que entre en la casa?

      -No.

      -¿Podré ver más tarde a su amo?

      -Seguramente... Siempre se le puede ver... Es un industrial... Ahora; puede usted retirarse... Apenas amanece.

      -¿Y el negro?- pregunté de repente.

      El mocetón me miró alelado, y después la criada.

      -¿Qué negro?- dijo por fin- Váyase usted, caba-llero... Vuelva otra vez y podrá hablar con el amo.

      Bajé a la calle. La puerta cochera se cerró a mis espaldas con estrépito, pesadamente y de prisa, pero aquella vez sin rechinar.

      Tomé nota de la calle y de la casa, y me fui, pero no para regresar a mi casa.

      Me embargaba una especie de desencanto. ¡To-do lo que me había ocurrido parecíame tan raro, tan extraordinario... y había terminado todo de una manera tan prosaica!

      Es cierto que estaba convencido de que debía de halIar en aquella casa el cuarto que ya conocía, y en aquel cuarto a mi padre, el barón vestido con ropas de dormir y con la pipa en la boca. Pero en lugar de eso, descubrí que el ocupante de aquella casa era un carpintero, a quien se puede ver todas las horas... del día y a quien se le pueden encomen-dar muebles.

      ¡Y mi padre había vuelto a partir para América!

      ¿Qué me queda entonces por hacer? ¿Referir toda esta aventura a mi madre, o enterrar para siempre hasta el recuerdo de aquel encuentro?

      No podía resignarme a que esta aventura sobrenatural y misteriosa acabase de modo tan ordinario y vulgar.

      Así, pues, no pude decidirme a volver a casa, y eché a andar sin saber a dónde. Así llegue fuera de la ciudad.

      XIV

      Índice

      Caminaba con la cabeza gacha, sin pensar, casi sin experimentar sensación alguna, ensimismado.

      Un ruido igual, sordo y furioso, me arrancó de mi abstracción. Levanté la cabeza: el mar rugía y mugía a cincuenta pasos de mí. Entonces advertí que iba andando por la arena de la playa.

      El mar, revuelto por la tormenta de la noche, cubríase hasta el horizonte de crestas blancas. Las agudas puntas de las altas olas rompíanse unas tras otras en la playa. Me acerqué a la orilla y me puse a seguir la línea de relieve que el flujo y el reflujo ha-bían marcado en la arena amarilla y rayada, llena de plantas marinas, dúctiles, pedazos de mariscos y matas de esparganio.

      Las gaviotas, de finas alas, acudían con el viento del gran desierto aéreo y se remontaban dando gritos lastimeros, blancas como la nieve, para dejarse caer a plomo en el agua; parecía que saltaban de una ola a otra, sobrenadando como objetos de plata, o desaparecían entre montañas de brillante espuma.

      Noté que muchas de aquellas aves revoloteaban alrededor de un gran peñasco, que se destacaba con vigor sobre la playa monótona.

      Una planta de esparganio desplegábase en matas irregulares por un lado de aquel peñasco; y en el lugar donde sus entrelazados tallos salían de la sali-trosa arena, vi una masa negra, de forma larga y abombada. Miré con atención. Era un objeto siniestro... No se movía... A medida que me acercaba, iba adivinando lo que era.

      Y cuando estuve a unos treinta pasos del peñas-co, reconocí con claridad formas humanas, y me dije:

      -Es un cadáver, un ahogado devuelto por las olas. Me aproximé al peñasco.

      Aquel cuerpo era el del barón, el de mi padre.

      Me quedé como petrificado en mi sitio.

      Comprendí que desde la mañana me conducían potencias misteriosas y que estaba en poder de ellas.

      No sé cuánto tiempo transcurrió así, sin oír más que el zumbido incesante del mar y con el alma embar- gada por el horror en presencia del fatum que me poseía.

      XV

      Índice

      El cadáver yacía de espaldas, ligeramente ladea-do, con la cabeza recostada en la mano izquierda, y el brazo derecho doblado debajo del cuerpo. Las puntas de los pies, calzados con botas altas de marinero, estaban enterradas en el barro. Vestía cha-queta azul, empapada en sal marina, y abrochada hasta el cuello, al cual ceñía una bufanda roja. Su atezado rostro, vuelto hacia el cielo parecía sonreír; el labio superior contraído, dejaba ver sus dientes menudos y apretados; las vidriosas pupilas casi se confundían con el blanco mate de los ojos; los cabellos llenos de espuma y arena flotaban hacia atrás en el suelo y dejaban al descubierto su frente surca-da por una larga cicatriz violácea; la delgada nariz sobresalía blanquecina entre las mejillas deprimidas.

      ¡La tormenta de la noche había realizado su ta-rea!

      El barón no volvería a América. Aquel hombre que había ultrajado a mi madre y arruinado su vida, mi padre- ¡sí!, mi padre, ya no podía dudar de ello-yacía inerte en el fango, a mis pies...

      Encontrados sentimientos de venganza satisfe-cha de compasión, de odio y de terror embargaban mi ánimo. De terror sobre todo: el terror que me causaba aquella visión y el pensamiento de lo que acababa de ocurrir...

      Esos sentimientos misteriosos de perversidad, esos deseos criminales de que hablé al comienzo despertábanse de repente en mí y me oprimían el pecho.

      -¡Ah!- pensé-; ahora comprendo por qué soy así... es la sangre que manda...

      Continuaba inmóvil junto al cadáver, contem-plábalo y aguardaba.

      -¿Quién- me decía a mí mismo-, quién sabe si se reanimarán esas pupilas, extintas, si esos labios in-móviles se moverán?

      ¡No! Ya no podían moverse. En el lugar donde le arrojaron las olas, el mismo esparganio estaba marchito; habían desaparecido las gaviotas, y no veía flotar por ninguna parte despojos, ni maderos, ni aparejos desgarrados.

      Por todas partes el desierto... y sólo él y yo a orillas del océano, donde sube la marea... Detrás de mí, otra vez el desierto; y en el horizonte una cade-na СКАЧАТЬ