Название: La bestia humana
Автор: Emile Zola
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074572308
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Anochecía. Las casas lejanas se dibujaban negras sobre el fondo; el extenso espacio de la estación se llenaba de bruma violada. Por el lado de Batignolles especialmente, la profunda trinchera parecía sumergida en cenizas que iban borrando las armaduras del Puente de Europa. Hacia París, un último reflejo del día convertía en pálidas las vidrieras de las grandes salas de los andenes cubiertos, mientras que, por debajo de los tejados, las tinieblas flotaban densas. De pronto, saltaron chispas y algo comenzó a centellear: encendían las lámparas de gas a lo largo de los andenes. Una gran claridad blanca aparecía allí: el faro de la locomotora del tren de Dieppe, que atestado de pasajeros, con las portezuelas ya cerradas, sólo esperaba, para salir, la señal del jefe segundo de servicio. Acababa de surgir un obstáculo: la luz roja de la aguja cerraba ya la vía, cuando una pequeña máquina entró para llevarse algunos coches que, por una maniobra mal ejecutada, se habían quedado en el camino. Sin cesar huían los trenes por la sombra creciente en medio del inextricable entretejido de rieles e hileras de vagones estacionados en las vías de reserva. Uno salía hacia Argenteuil, otro hacia Saint-Germain; un tercero, muy largo, llegaba de Cherbourgo. Se multiplicaban las señales, los silbidos, los toques de bocina, y por todas partes, uno tras otro, aparecían fuegos encarnados, verdes, amarillos, blancos. Era una confusión, corriente en esa hora turbia de entre el día y la noche; y parecía que todo se iba a romper, que todo pasaba, se desprendía, se rozaba con un mismo movimiento suave y lento, apenas visible en medio del crepúsculo. Ahora la luz roja de la aguja se extinguió, el tren de Dieppe silbó y se puso en marcha. Desde el pálido cielo comenzaban a bajar volando algunas raras gotas de lluvia. La noche iba a ser muy húmeda.
Cuando Roubaud volteó, su rostro parecía hinchado de obstinación y como invadido por la sombra del anochecer. Estaba decidido. Su plan estaba hecho. A la luz del moribundo día, miró hacia el cuadrante del reloj de cuclillo y dijo en voz alta:
—Las cinco y veinte.
Sintió asombro: ¡una hora, una hora apenas! ¡Y cuánto había pasado! Hubiera creído que hacía semanas que los dos estaban allí, en aquel suplicio.
—Las cinco y veinte. Tenemos tiempo.
Severina, que no osaba interrogarlo, no había dejado de seguirle con sus ansiosas miradas. Lo vio rebuscar en el armario, luego sacar de un cajón algunas hojas de papel, un pequeño frasco de tinta y una pluma.
—¡Toma! —ordenó Roubaud—. Ahora vas a escribir.
—¿A quién?
—A él... Siéntate.
Y como ella, instintivamente, se alejaba de la silla, ignorando aún lo que Roubaud iba a exigirle, éste la hizo volver y la sentó con tanta fuerza ante la mesa, que Severina se quedó allí.
—Escribe... “Salga esta tarde en el expreso de las seis y treinta y procure no mostrarse hasta Rouen”.
La pluma temblaba en su mano, y su miedo en tal grado crecía ante lo desconocido que ocultaban estas sencillas dos líneas, que tuvo el valor de levantar la cabeza con un movimiento de súplica.
—Amor mío, ¿qué vas a hacer? —preguntó—. Te ruego que me expliques...
Pero Roubaud repitió con su voz alta e inexorable:
—¡Escribe! ¡Escribe!
Luego, con los ojos fijos en los suyos, sin ira, sin palabras fuertes, pero con una obstinación cuyo peso la aplastaba, añadió: —Verás lo que voy a hacer... Y que lo sepas, lo que voy a hacer, quiero que lo hagas conmigo. Así nos quedaremos juntos y habrá entre nosotros algo sólido.
Sus palabras la espantaban. Trató nuevamente de retroceder. —No, no, quiero saber... No escribiré hasta que sepa... Entonces, sin hablar, Roubaud le cogió una mano, una pequeña y frágil mano de niña y, estrechándola entre su puño de hierro, apretó más y más con la fuerza de un torno. Y su voluntad parecía entrar en la carne de ella, junto con el dolor. Lanzó un grito. Su ser se rompía, se entregaba por completo. Aunque seguía ignorando sus intenciones, su dulzura pasiva le aconsejaba la sumisión: instrumento de amor, instrumento de muerte.
—Escribe, escribe.
Y ella escribió penosamente, con su mano adolorida.
—Está bien, así me gusta —dijo en cuanto tuvo la carta—. Ahora arregla un poco esto y prepáralo todo. Volveré a buscarte. Estaba tranquilo. Rehizo el nudo de su corbata delante del espejo, se puso el sombrero y se fue. Severina oyó como cerraba la puerta con dos vueltas de llave. La noche progresaba con paso rápido. Permaneció un instante sentada, escuchando los ruidos del exterior. De la habitación de al lado, donde vivía la vendedora de periódicos, le llegaba un lamento prolongado y sordo: sin duda algún perrito olvidado por su ama. Abajo, en casa de los Dauvergne, se había callado el piano. Ahora se oía el alegre alboroto de las cacerolas y los platos. Las dos amas de casa estaban ocupadas en la cocina; Clara cuidando un guisado de carnero, Sofía limpiando una ensalada. Y Severina, anonadada, escuchaba sus risas en medio
de la horrible angustia de aquella noche cada vez más densa.
A las seis y cuarto, la locomotora del rápido de El Havre, desembocando por el Puente de Europa, se dirigió hacia su tren. La engancharon. Debido a una obstrucción, no habían podido colocar este tren bajo la marquesina de las líneas de gran distancia; esperaba al aire libre, en medio de las tinieblas, bajo un cielo color de tinta. El andén se prolongaba en forma de muelle angosto sobre el que la hilera de los pocos mecheros de gas, espaciados a lo largo de la acera, diseminaba una luz de estrellas humeantes. Acababa de caer una fuerte lluvia dejando tras sí un hálito húmedo y glacial que flotaba sobre aquel vasto espacio descubierto, cuyos límites, extendidos por las brumas, parecían alejarse hacia las débiles y pálidas luces de las fachadas de la calle de Roma. Aquel espacio era inmenso y triste, anegado en agua, salpicado acá y allá por fuegos sanguinolentos, confusamente poblado de masas opacas: locomotoras y vagones solitarios, trozos de trenes dormidos sobre las vías de reserva. Y desde el fondo de ese lago de sombra, llegaban ruidos cual respiración de monstruos jadeantes de fiebre; silbidos parecidos a los agudos gritos de mujeres violadas, y lejanos toques de bocina; lamentos en medio del sordo fragor de las calles vecinas...
Dieron órdenes en voz alta para que se añadiera un coche. Inmóvil, la máquina del expreso dejaba escapar por una válvula un gran chorro de vapor que subía a través de ese negro espesor, deshilachándose y sembrando con blancas lágrimas la inmensa manta de luto tendida sobre el cielo.
A las seis y veinte, aparecieron Roubaud y Severina. Ella acababa de entregar la llave a la señora Victoria, al pasar ante los excusados contiguos a la sala de espera, y Roubaud la empujaba con la impaciencia СКАЧАТЬ