Название: La bestia humana
Автор: Emile Zola
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074572308
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Su furia crecía a cada repetición de estas palabras, y cada vez que las pronunciaba, abatía los puños sobre ella, como queriendo que entraran en su carne.
—¡Con un viejo chocho! ¡Acostado con él! ¡Acostado con él!...
Era tal su ira que silbaba sin que la voz llegara a salir de su garganta. Fue entonces cuando oyó que ella, ablandándose bajo sus golpes, decía, “no”. No encontraba mejor defensa, negaba para que no la matara. Y este grito, esta obstinación en la mentira, acabó de enloquecerle.
—¡Confiesa que te acostaste con él!
—¡No! ¡No!
Había vuelto a agarrarla, sosteniéndola derecha entre sus brazos e impidiendo así que recayese sobre la cama con el rostro hundido en la manta, como una pobre criatura que se esconde. La forzaba a mirarlo.
—Confiesa que te acostaste con él —repitió.
Pero ella, deslizándose entre sus brazos, se escapó y corrió hacia la puerta. Con un salto, Roubaud se lanzó de nuevo sobre ella con el puño levantado y, alcanzándola junto a la mesa, la derribó tras un solo golpe furioso. Se tendió en el suelo, a su lado; la agarró de los cabellos para mantenerla allí clavada. Durante un minuto, los dos permanecieron así, tumbados, cara a cara, inmóviles. Y en medio de un horrible silencio, se oían, procedentes del piso de abajo, los cantos y risas de las señoritas Dauvergne, cuyo piano rabiaba, sofocando los ruidos de la lucha. Era Clara la que estaba cantando canciones infantiles, mientras Sofía la acompañaba, vigorosamente.
—Confiesa que te acostaste con él.
Severina ya no se atrevía a negar. No contestó nada. —¡Confiesa que te acostaste con él, perra de Dios, o te destripo! Iba a matarla, lo leía claramente en su mirada. Al caer, había
visto sobre la mesa la navaja abierta; veía claramente el brillo de la hoja y le pareció que Roubaud alargaba el brazo. La cobardía se apoderó de ella: sintió un deseo de entregarse, abandonando toda resistencia; deseo de acabar de una vez.
—Pues sí, ¡es cierto! —dijo—. ¡Suéltame!
Lo que sucedió entonces, fue abominable. La confesión que había exigido con tanta violencia le hirió en plena cara como algo imposible y monstruoso. Le parecía que jamás habría sospechado semejante infamia. Cogió su cabeza y la golpeó contra una pata de la mesa. Ella resistía desesperadamente, y él la arrastró por los cabellos a través del cuarto, derribando las sillas. Cada vez que hacía un esfuerzo para levantarse, la arrojaba de nuevo sobre los ladrillos del piso. Y todo eso lo hacía jadeante, con los dientes apretados, con encarnizamiento salvaje y estúpido. La mesa, apartada con violencia, por poco hizo que se volcara la estufa. Adheridos a una esquina del aparador, aparecían algunos cabellos y una mancha de sangre. Cuando al fin, embrutecidos, llenos de horror y cansados de dar y recibir golpes, los dos recobraron el aliento, se vieron otra vez junto a la cama, en la postura de antes: ella revolcándose sobre el suelo, y él, en cuclillas, agarrándola de los hombros. Respiraron. Abajo, seguía oyéndose la música, y las risas de las Dauvergne subían volando, sonoras y juveniles.
De pronto, Roubaud hizo enderezar a Severina, apoyándola contra la cama. Y, de rodillas, pesando sobre ella, por fin se puso a hablar. Ya no le pegaba; ahora la torturaba con sus preguntas, con su insaciable afán de saber.
—¡Conque te has acostado con él, perra! —decía—. Repítelo, repite que te acostaste con el viejo... ¿Cuándo? ¡Di! ¿De muy niña, de muy niña, verdad?
Bruscamente, Severina se deshizo en lágrimas; sus sollozos no le permitían hablar.
—¡Maldita sea! ¿Contestarás por fin? Aun no tenías diez años cuando ya le dabas gusto a este viejo, ¿eh? ¡Fue por eso por lo que te crió con tanto mimo, fue por sus porquerías! ¡Di, habla ya, o vuelvo a pegarte!
Ella lloraba, incapaz de pronunciar una palabra. Roubaud levantó la mano y la aturdió con una bofetada, y como no obtuvo de ella más contestación que antes, la abofeteó tres veces más repitiendo su pregunta:
—¿Cuántos años tenías? ¡Dilo, perra! ¡Dilo ya! —gritaba.
¿Para qué luchar? Severina sentía desvanecerse toda su voluntad. Sabía que él era capaz de sacarle el corazón con sus endurecidos dedos de antiguo obrero. Y el interrogatorio continuó; ella lo confesaba todo, tan aniquilada de vergüenza y miedo, que sus palabras, exhaladas en voz muy baja, casi no se oían; mientras él, devorado por sus celos atroces, enloquecía cada vez más ante las visiones que evocaba el relato de su mujer. Se mostraba insaciable en saber, la obligaba a volver a los mismos detalles, a precisar los hechos. Mientras oía ávidamente la confesión de la infeliz, agonizaba, manteniendo a pesar de sus sufrimientos, la amenaza de su puño levantado, dispuesto a golpearla de nuevo tan pronto como se detuviese.
Una vez más, todo el pasado de Severina, Doinville, su niñez, su adolescencia, desfilaron ante Roubaud. Aquello, ¿sucedió en el fondo de los macizos del gran parque? ¿En algún rincón de un corredor del castillo? ¿Así, pues, el presidente ya la deseaba cuando, a la muerte del jardinero, la hizo educar con su hija? Sin duda la cosa había comenzado en aquellos días en que las otras niñas, abandonando su juegos, huían al verle aparecer, mientras ella, sonriente y con el “hocico” alzado, esperaba que, al pasar, le diera una palmadita en la mejilla. Y más tarde, si osaba hablarle sin bajar la mirada, si conseguía todo de él, ¿no era porque sabía que le dominaba? Él, tan digno y severo hacia los otros, la compraba con sus atenciones de seductor de criadas.
¡Qué asco! ¡Ese viejo se hacía besuquear como abuelo, observando cómo crecía, probándola, preparándola un poco más a cada hora, sin la paciencia de esperar a que se hiciera madurar!
Roubaud jadeaba.
—En fin, ¿a qué edad? —insistía—. Dímelo más claramente. —Dieciséis y medio.
—¡Mientes!
—¿Por qué habría de mentir? —contestó al mismo tiempo que encogía los hombros, llena de resignación y fatiga inmensas. —Y, ¿dónde sucedió por vez primera?
—En La Croix-de-Maufras.
Roubaud vaciló durante un segundo, sus labios se movían. Un reflejo amarillo turbaba sus ojos.
Luego ordenó:
—Quiero que me digas lo que te hizo.
Severina permaneció muda, pero viéndole blandir el puño, murmuró:
—No me creerías.
—No importa, dímelo... No pudo hacer nada, ¿eh?
Contestó ella con un movimiento de cabeza. Había acertado. Entonces, Roubaud se cebó en aquella escena: quiso conocerla en sus más íntimos detalles y no retrocedió ante palabras crudas ni ante interrogaciones inmundas. Ella ya no desplegaba los labios, limitándose a decir “sí” o “no” con la cabeza. Tenía la oscura esperanza de que ambos tal vez sintieran alivio cuando hubiese terminado la confesión. Pero él sufría aún más al conocer estos pormenores que debían atenuar su culpa. Una intimidad normal, completa, habría evocado en él imágenes menos atormentadoras. Las imágenes de aquella anormalidad teñían todo de podredumbre, СКАЧАТЬ