La bestia humana. Emile Zola
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Название: La bestia humana

Автор: Emile Zola

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Clásicos

isbn: 9786074572308

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СКАЧАТЬ brazos. La tenía abrazada, con la barba apoyada en sus hombros y la cabeza junto a la suya. Inmóviles, uno y otra, miraban.

      Abajo, las pequeñas máquinas de maniobras continuaban yendo y viniendo sin reposo, y se las oía apenas cuando, parecidas a amas de casa, a la vez vivas y prudentes, con un ruido amortiguado de ruedas y discretos silbidos, se deslizaban más rápidamente sobre los rieles. Una de ellas pasó y desapareció bajo el Puente de Europa, arrastrando hacia la cochera los vagones de un tren de Trouville. Ahora, más allá del puente, una locomotora llegaba sola del depósito, emergía cual solitaria paseadora, reluciente con sus cobres y aceros, fresca y alegre ante la perspectiva de un viaje. La máquina esa se había parado pidiendo, con dos breves señales de pito, acceso a la vía. Casi inmediatamente, el guardajugas la dirigió hacia su tren que, completamente formado, la esperaba en el andén bajo el tejado de la estación. Era el tren de Dieppe, de las cuatro y veinticinco. Una ola de viajeros invadía el andén; se escuchaba el rodar de las vagonetas cargadas de equipaje; algunos hombres empujaban, uno a uno, los calentadores hacia el interior de los coches. Un sordo choque: la locomotora, con su ténder, acababa de abordar el vagón de cabeza, y se veía al jefe de equipo cerrando, él mismo, la barra de acoplamiento. Hacia Batignolles, el cielo se había oscurecido; una crepuscular bruma de cenizas, sumiendo las fachadas, parecía caer sobre el desplegado abanico de las vías, mientras, a lo lejos, al margen de esta masa de formas borrosas, se cruzaban sin cesar los trenes que salían y los trenes que llegaban, recorriendo los trayectos de las líneas suburbanas y el cinturón. Más allá de los sombríos manteles tendidos sobre las grandes salas de la estación, subían, volando por el aire, las desmenuzadas nubes de humo rojizo.

      —No, no, déjame —murmuró Severina.

      Poco a poco, sin hablar una palabra, Roubaud la había envuelto en una caricia más estrecha, excitado por la tibieza de ese cuerpo juvenil que tenía ahora completamente aprisionado entre sus brazos. Le embriagaba con su olor, y su deseo se exasperó cuando ella, queriendo desprenderse de él, arqueó las caderas. En una sola y brusca sacudida, Roubaud la levantó, cerrando con el codo la ventana. Su boca había encontrado la suya, y le aplastaba los labios con sus besos, mientras la llevaba hacia la cama.

      —¡No, no! ¡No estamos en casa! —repetía ella—. ¡Te suplico, no en este cuarto!

      Ella misma se sentía como embriagada, aturdida por la comida y el vino, y todavía vibrante después de su febril recorrido a través de París. La habitación, calentada al exceso, la mesa en la que aparecían en desorden los cubiertos, lo imprevisto del viaje, que se estaba convirtiendo en partida de placer, todo le encendía la sangre y le hacía estremecerse de emoción. Y sin embargo, se negaba, y le oponía resistencia, apoyada contra el bastidor de la cama, con una rebeldía llena de terror, la causa de la cual ella misma no habría podido explicar.

      —No, no —suplicaba—. No quiero.

      Roubaud, en el que hervía la sangre, hacía un esfuerzo para dominar sus gruesas manos brutales. Hubiera podido destrozarla. ¡Tonta! ¿Quién lo sabrá? Luego arreglaremos la cama.

      En su casa, en El Havre, Severina, habitualmente, se entregaba con una docilidad complacida, después del almuerzo cuando Roubaud estaba de servicio por la noche. Ella no recibía, al parecer, ningún placer, pero manifestaba un abandono feliz, un afectuoso consentimiento en el placer que le proporcionaba a él. Y lo que ahora le volvía loco era sentirla como nunca la había poseído; ardiente y temblorosa. El reflejo negro de su cabellera oscurecía sus tranquilos ojos de verde doncella, y su boca, fuertemente dibujada, parecía sangrar en el suave óvalo de su rostro. Tenía ante sí una mujer a la que no conocía. ¿Por qué rehusaba?

      —Di, ¿por qué? —insistía—. Tenemos tiempo.

      Entonces, en medio de esa angustia inexplicable, de esa turbación que no le permitía juzgar las cosas claramente, turbada hasta un grado que parecía ignorarse a sí misma, lanzó un grito de dolor verdadero que hizo que Roubaud desistiera bruscamente:

      —¡No, no, déjame, te suplico! No sé qué me pasa, es como si me ahogara sólo de pensar en ello, en este momento. No estaría bien.

      Los dos se habían dejado caer, sentados ahora sobre el borde de la cama. Roubaud se pasó la mano sobre el rostro como para arrancarse el escozor que le quemaba. Viendo que había vuelto a la sensatez, ella, amistosa, se inclinó y le dio un fuerte beso en la mejilla, queriendo mostrarle que le quería a pesar de todo. Por un instante, los dos permanecieron así, sin hablar, recobrando su calma. Roubaud había tomado la mano izquierda de Severina y jugaba con una vieja sortija, una serpiente de oro con pequeña cabeza de rubíes, que lucía en el mismo dedo en que llevaba puesto su anillo de boda. Siempre la había visto en ese lugar.

      —¡Mi pequeña serpiente! —dijo Severina, con voz de sueño, creyendo que Roubaud contemplaba la sortija y sintiendo una imperiosa necesidad de hablar—. Fue en La Croix-de-Maufras donde me la regaló, con motivo de mis dieciséis años cumplidos.

      Roubaud, sorprendido, levantó la cabeza.

      —¿Quién? ¿El presidente? —preguntó.

      Cuando los ojos de su marido se encontraron con los suyos,

      Severina tuvo un brusco sobresalto que la despertó. Sintió que un súbito frío le helaba las mejillas. Quiso contestar, pero no pudo articular ni una sola palabra, ahogada por una especie de parálisis.

      —Pero —dijo Roubaud—, tú me has dicho siempre que era tu madre quien te había dejado esta sortija.

      En ese instante, ella todavía hubiera podido deshacer aquella frase dejada escapar en un momento de completo olvido. Habría bastado que riese, que se hiciera la distraída. En vez de esto, se obstinó. Había perdido el dominio de sí misma.

      —Querido —respondió—, no te he dicho nunca que mi madre me había dejado este anillo.

      De pronto, Roubaud, palideciendo a su vez, la miró firmemente.

      —¿Cómo? —dijo—. ¿Que no me lo has dicho nunca? ¡Si me lo dijiste veinte veces! No hay nada malo en que el presidente te diera una sortija. Te dio mucho más que esto. Pero, ¿por qué me lo ocultaste? ¿Por qué me mentiste, diciendo que era de tu madre?

      —No he hablado de mi madre, querido, estás equivocado —repitió Severina.

      Esta obstinación era estúpida. Veía claramente que se perdía, que él la penetraba con la mirada, y hubiera querido desdecirse, corregir el sentido de sus palabras; mas era tarde, sentía cómo su rostro la traicionaba, cómo, a pesar suyo, la confesión se desprendía de toda su persona. El frío de sus mejillas había invadido su faz entera, una contracción nerviosa retorcía sus labios. Y él, espantoso, con un rostro en el que había reaparecido súbitamente un rubor tan violento que parecía que la sangre iba a hacer saltar las venas, tomando sus muñecas, la miró a los ojos de cerca, para leer mejor, en el pánico que reflejaban, lo que no decían sus labios.

      —¡Maldita sea! —balbuceó—. ¡Maldita sea!

      Severina tuvo miedo. Inclinó la cara para esconderla bajo su brazo, esperando el puñetazo. Un hecho, pequeño, miserable, insignificante, el olvido de una mentira a propósito de un anillo, acababa de ofrecer la evidencia, después de un par de palabras cambiadas. Un minuto había sido suficiente. Arrojándola violentamente sobre la cama, Roubaud se abalanzó y comenzó a golpearla con ambos puños, a ciegas. En tres años no le había dado ni siquiera una bofetada, y ahora la machacaba, СКАЧАТЬ