Название: La bestia humana
Автор: Emile Zola
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Clásicos
isbn: 9786074572308
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—¡Hola, Jacobo! —exclamó.
El joven levantó la cabeza. Acababa de cumplir los veintiséis años; era de elevada estatura, muy moreno, buen mozo con su rostro redondo, cuyas facciones habrían sido armoniosas sin unas mandíbulas demasiado fuertes. Tenía los cabellos densos y rizados, y su bigote, rizado también, era tan áspero y tan negro que realzaba la palidez de su tez. Al ver su piel fina y sus bien afeitadas mejillas, habrían podido tomarlo por un señorito, de no contrastar tal impresión con el sello indeleble de los de su oficio: la grasa que amarilleaba sus manos de maquinista, manos que, sin embargo, no habían dejado de ser pequeñas y flexibles.
—Buenas tardes, Flora —dijo sencillamente.
Pero sus grandes ojos negros, sembrados de puntitos de oro, parecían cubrirse por un velo rojizo. Sus párpados palpitaban, sus ojos evitaban la mirada de la muchacha, revelando un profundo malestar que rayaba en el sufrimiento, y todo su cuerpo se contraía en un instintivo movimiento de retroceso.
Ella, inmóvil y con la mirada fija en él, había notado este brusco estremecimiento, que le acometía cada vez que se acercaba a una mujer, aunque se esforzase en dominarlo. Al advertirlo, ella parecía volverse grave y triste. Jacobo, ansioso de ocultar su turbación, le preguntó si su madre estaba en casa, pregunta gratuita, pues sabía que estando enferma no podía salir. Flora contestó con un rudo movimiento de la cabeza, y viendo que él deseaba entrar, se apartó para que no la rozase, y volvió al pozo, sin pronunciar palabra, con porte erguido y arrogante.
Jacobo atravesó rápidamente el estrecho jardín y entró en la casa. Allí, en medio de la primera habitación, en una vasta cocina en la que comía la familia y donde pasaba la mayor parte de su vida, encontró a la tía Fasia, como acostumbraba a llamarla desde niño, sola y sentada en una silla de paja junto a la mesa, con las piernas envueltas en un viejo mantón. Era prima de su madre, una Lantier, y también era su madrina, la cual le había acogido en su casa cuando él tenía siete años. En aquel entonces, sus padres se habían marchado bruscamente a París, dejándolo solo en Plassans. Más tarde, había seguido en esta ciudad los cursos de la Escuela de Artes y Oficios. Guardaba a la tía Fasia una profunda gratitud, reconociendo que sólo gracias a ella se había abierto él paso en la vida. Cuando, después de dos años de servicio en la línea de los ferrocarriles de Orleans, había obtenido un puesto de maquinista de primera clase en la Compañía del Oeste, encontró a su madrina casada en segundas nupcias con un guardabarreras llamado Misard y exiliada con las dos hijas de su primer matrimonio a ese rincón perdido de La Croix-de-Maufras. Ahora, con cuarenta y cinco años apenas cumplidos, la hermosa tía Fasia de antaño, tan corpulenta y fuerte, se había convertido en una vieja como de sesenta, enflaquecida, de aspecto amarillento y sacudida por continuos escalofríos.
La señora Misard lanzó un grito de alegría.
—¿Cómo? ¡Tú, Jacobo! —exclamó—. ¡Ah, hijo, qué sorpresa! Jacobo la besó en las mejillas; luego le explicó que acababa
de recibir inopinadamente dos días de permiso forzoso: en la mañana, al llegar a El Havre, su locomotora, la Lisón, había sufrido una rotura de biela y como la reparación no podía quedar terminada antes de veinticuatro horas, no volvería a su puesto hasta la tarde del día siguiente. Con este motivo, había decidido ir a abrazarla. Dormiría allí y saldría de Barentin en la mañana, en el tren de las siete y veintiséis.
Mientras hablaba, retenía entre sus manos las pobres manos encogidas de su madrina. ¡Cuánto lo había alarmado su última carta! —¡Ay, sí, hijo mío, esto va muy mal!... ¡Qué bueno has adivinado mi deseo de verte! Pero sabía lo atado que te tiene tu trabajo, y no me atrevía a pedirte que vinieras. En fin, aquí estás, y ¡si supieras cuánto me llega esto al corazón!
Se interrumpió y dirigió una temerosa mirada por la ventana.
A la expirante luz del día, se veía, al otro lado de la vía, a su marido, Misard, en su puesto de vigilante, en una de esas barracas de madera, situadas a cada cinco o seis kilómetros de la vía y unidas entre sí por el hilo telegráfico que había de hacer más segura la circulación de los trenes. Misard había pasado a este puesto estacionario, después que su mujer y, más tarde Flora, se hubieron encargado de la barrera del paso a nivel.
Como si Misard pudiera oírla, la tía Fasia bajó la voz con un estremecimiento.
—Me está envenenando —cuchicheó.
Jacobo tuvo un sobresalto ante tal confidencia, y sus ojos, al volverse hacia la ventana, siguiendo la mirada de su madrina, se nublaron de nuevo por aquella extraña turbación, aquel ligero velo rojizo que parecía empañar su brillo negro, teñido de reflejos dorados.
—¡Oh, tía Fasia, qué idea! —murmuró—. Parece tan dulce y tan inofensivo.
Un tren que iba a El Havre acababa de pasar, y Misard salía de su puesto para cerrar la vía detrás de él. Jacobo observaba cómo subía la palanca, haciendo aparecer la señal roja. Era un hombrecillo endeble, de cabello y barba pobres y descoloridos, y con un rostro hundido y miserable. Silencioso y tímido, no se enfadaba nunca, y ante sus superiores hacía alarde de una cortesía obsequiosa. Ahora entraba en su barraca de tablas para escribir en el libro de control la hora de paso del tren y pulsar los dos botones eléctricos, de los cuales uno servía para dejar la vía libre desde el puesto precedente, mientras que el otro anunciaba el tren al puesto siguiente.
—¡Ay, no lo conoces! —prosiguió la tía Fasia—. Te digo que me está haciendo tomar alguna porquería. Yo, que era tan fuerte... Habría podido comérmelo, ¡y resulta que es él, ese mequetrefe, ese harapiento, quien me está comiendo!
Presa de un rencor sordo, mezclado de terror, desahogaba su corazón, feliz de tener, por fin, alguien que la escuchara. ¿Dónde había tenido la cabeza al casarse con semejante socarrón y, además, tan mísero y tacaño? ¡Ella, que le llevaba cinco años y que tenía dos hijas ya mayorcitas, de seis y de ocho años! Diez años se cumplirían pronto, desde que había hecho tan brillante negocio, y no había pasado ni una sola hora sin que se arrepintiera. Una vida perra, un destierro en aquel rincón glacial del Norte, donde temblaba de frío; un aburrimiento para morirse, sin tener a nadie con quién hablar, ni siquiera una vecina. Él era un antiguo peón caminero que a la sazón ganaba mil doscientos francos como vigilante estacionario; ella seguía cobrando por la barrera, de la que ahora se encargaba Flora, los cincuenta francos que había recibido al principio. Y esto era el presente y el porvenir. Ninguna esperanza, ninguna perspectiva, sino pudrirse en ese desierto, a mil leguas de todo ser viviente. Lo que no contaba, eran aquellos consuelos que había recibido antes de caer enferma; entonces su marido trabajaba fuera y ella guardaba la barrera sola, con sus dos hijas. En aquellos días tenía, desde Rouen hasta El Havre, a lo largo de toda la línea, tal reputación de mujer hermosa, que los inspectores de la vía solían visitarla de paso y hasta había rivalidades entre ellos; los empleados de otros servicios procuraban ser mandados siempre en jiras de inspección, ansiosos de vigilarla más de cerca. El marido no molestaba a nadie. Deferente hacia todo el mundo, iba y venía, deslizándose por las puertas sin llamar la atención, aparentando no ver nada. Pero aquellas diversiones habían cesado, y la señora Misard pasaba, desde entonces, semanas y meses sentada en la misma silla, en medio de una soledad infinita, sintiendo, de hora en hora, descomponerse un poco más de su cuerpo.
—Te СКАЧАТЬ