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СКАЧАТЬ le hizo lanzar una inquieta mirada hacia fuera. Era el puesto precedente que anunciaba a Misard el paso de un tren que iba rumbo a París; la aguja del aparato de vigilancia, colocado junto a la ventana, se inclinaba indicando esa dirección. Misard detuvo el timbre y salió para anunciar el tren con dos toques de bocina. Flora cerró la barrera, y luego él se colocó junto a ella, manteniendo recta frente a sí la bandera envuelta en su funda de cuero. Se podía escuchar el creciente rugido del tren, un expreso que se aproximaba escondido en una curva de la vía. Ahora pasaba como un relámpago, moviendo la casucha y amenazando arrastrarla tras de sí en medio de un huracán. Flora volvía ya a sus hortalizas, y Misard, después de cerrar tras del tren la vía ascendente, fue a abrir de nuevo la descendente, bajando la palanca para quitar la señal roja. Otro sonido del timbre, acompañado por la elevación de la aguja opuesta, acababa de advertirle que el expreso que había pasado hacía cinco minutos, había ya franqueado el puesto siguiente. Volvió a entrar, previno a los dos puestos, inscribió el paso, y esperó. Tarea siempre igual, que realizaba durante doce horas, viviendo y comiendo allí, sin leer tres líneas de un periódico, se diría, incluso, que bajo su cráneo oblicuo, se agitara una sola idea.

      Jacobo, que en otro tiempo solía hacer a su madrina objeto de sus bromas por los estragos que causaba entre los inspectores de la vía, no pudo contener una sonrisa, diciendo:

      —Bien puede ser que tenga celos.

      Fasia se encogió de hombros y con un dejo de lástima y con una risa irresistible que hizo brillar sus pálidos ojos, exclamó:

      —¿Qué estás diciendo? Él, ¡celoso! Aquello siempre le tuvo sin cuidado mientras no le costaba dinero.

      Luego, asaetada de nuevo por un estremecimiento, añadió:

      —No, no, no le interesaba aquello. No le interesa nada excepto el dinero. Estamos reñidos por otro motivo. No quise darle los mil francos de papá, el año pasado, ¿sabes?, cuando heredé. Entonces me amenazó, y caí enferma... Y el mal ya no me ha dejado desde aquel día, sí, desde aquel mismo día.

      El joven comprendió, y creyendo que eran temores infundados, de esos que tienen las mujeres enfermas, quiso apartarla de sus ideas. Mas ella meneaba la cabeza con obstinación, segura de lo que decía. Y Jacobo, deseoso de tranquilizarla, le aconsejó finalmente:

      —Y bien, nada más fácil, si quiere usted que esto termine: dele los mil francos.

      Se levantó de un salto, como impulsada por una fuerza extraordinaria. Pareció resucitada, cuando, violenta, gritó:

      —¡Mis mil francos! ¡Jamás! Prefiero reventar... ¡Ah! ¡Bien escondidos los tengo, bien escondidos! Aunque revuelvan toda la casa, nadie los encontrará... ¡Y bastante la ha revuelto el muy astuto! ¡Le he oído, de noche, dar golpes a las paredes! ¡Busca, busca! Sólo cuando veo alargarse su nariz recobro la paciencia... Aun queda por saber quién de los dos flaqueará primero, si él o yo. Estoy con cien ojos, no tomo nada de lo que toque él. Y aunque muriera, no los vería, no vería él mis mil francos. Preferiría que los guardara la tierra.

      Se dejó caer sobre la silla, exhausta. Al oír un nuevo toque de bocina, volvió a temblar. Era Misard, que desde el umbral del puesto de vigilancia señalaba la llegada del tren de El Havre. La tía Fasia, a pesar de su obstinación en negarle la herencia, le tenía miedo, un miedo secreto, que iba creciendo. Era el terror del coloso ante el insecto que le roe. El tren anunciado, un tren omnibus que había salido de París a las doce y cuarenta y cinco, aparecía a lo lejos, aproximándose con el sordo ruido de sus ruedas. Se oía cómo salía del túnel, y cómo, atravesando de nuevo el campo, soplaba más fuerte. Luego pasó haciendo atronar las ruedas y se vio la masa de sus vagones lanzados con la invencible fuerza de una borrasca.

      Jacobo había levantado los ojos hacia la ventana. Veía desfilar los cristales cuadrados en los que se dibujaban siluetas de pasajeros. Queriendo disipar los negros pensamientos de Fasia, observó en tono de broma:

      —Madrina, se queja usted de no ver siquiera un gato en esta ratonera. Pues, ahí tiene usted gente de sobra.

      Ella no comprendió en seguida.

      —¿Dónde está la gente? —preguntó extrañada—. ¡Ah, sí! pero es gente que pasa. ¡Gran provecho me traen! No se les conoce, ni puede hablarse con ellos.

      Jacobo rió.

      —Me conoce a mí, y me ve pasar a menudo.

      —A ti sí que te conozco. Sé la hora de tu tren y lo espero para verte en tu máquina. Pero ¡corres tan de prisa! Ayer me hiciste así con la mano. Ni siquiera tengo tiempo de contestar. No, no, no es ésta la manera de ver gente.

      Sin embargo, la idea de la oleada de seres humanos que los trenes ascendentes y descendentes acarreaban, día tras día, por el gran silencio de su soledad, la dejó meditabunda, con la mirada fija en la vía sobre la que caía la noche. Cuando podía valerse, cuando iba y venía, colocándose ante la barrera con la bandera empuñada, entonces no pensaba nunca en estas cosas. Pero desde que pasaba los días atada a su silla, sin pensar más que en la sorda lucha entre ella y su marido, sentía su cabeza embrollada por ensueños confusos. Le parecía absurdo vivir perdida en el fondo de aquel desierto, sin un alma a quien confiarse, cuando, día y noche, sin cesar, desfilaban ante ella tantos hombres y mujeres arrastrados por los trenes como ráfagas que sacudían la casa huyendo a todo vapor. Era seguro, el mundo entero pasaba por allí, no solamente franceses, sino también extranjeros de las comarcas más lejanas, ya que nadie podía permanecer ahora en su casa y que todos los pueblos, según se decía, pronto no formarían más que uno solo. Eso sí que era el progreso, todos hermanos, caminando todos juntos, veloces, hacia una tierra de Jauja. Intentaba calcular el número de esos viajeros, a tantos por coche; eran demasiados, no lo lograba. A menudo, creía reconocer uno u otro rostro; el de un señor de barbas rubias, sin duda inglés, que hacía cada semana un viaje a París, o el de una dama morenita que pasaba regularmente los miércoles y los sábados. Pero pasaban como relámpago, no estaba nunca muy segura de haberlos visto realmente. Todas las caras se mezclaban y se fundían en una sola impresión. El torrente corría sin dejar huella de sí. Y lo que la volvía triste era sentir que aquella oleada humana, en medio de un bienestar y de su opulencia, ignoraba que ella se encontraba allí, en peligro de muerte; y que, si alguna noche su marido acabara por matarla, los trenes continuarían cruzándose ante su cadáver, sin sospechar siquiera el crimen oculto tras las paredes de la casa solitaria.

      Fasia había seguido mirando por la ventana. Al fin trató de resumir con palabras lo que sentía, aunque de un modo demasiado vago. —¡Ah! —exclamó—. Es una magnífica invención, por más que se diga. Se camina más rápido y se sabe más... Pero las bestias salvajes siguen siendo bestias salvajes, y por más que se inventen máquinas mejores, siempre habrá, detrás de ellas, la bestia salvaje.

      Jacobo movió la cabeza para decir que pensaba lo mismo. Hacía ya un rato que estaba mirando a Flora, que se hallaba ocupada en abrir la barrera ante un carro de cantera cargado con dos enormes piedras. El camino sólo servía a las canteras de Becourt, de modo que por la noche la barrera se cerraba con candado, y ocurría raras veces que obligaban a la joven a levantarse. Viéndola platicar familiarmente con el carretero, un jovencito moreno, Jacobo exclamó:

      —¿Cómo? ¿Está enfermo Cabuche para que Luis guíe los caballos?... ¡Ese pobre de Cabuche! ¿Lo ve usted a menudo, madrina? Fasia levantó las manos y lanzó un profundo suspiro. Había sido todo un drama, en el otoño pasado. Un drama que no había contribuido a mejorarla. He aquí lo que había ocurrido: su hija menor, Luisita, que estaba de СКАЧАТЬ